En el periodismo no todo vale. A menudo, en situaciones comprometidas, prevalece el sentido ético de los profesionales y estos apartan la cámara o apagan la grabadora. Renuncian al impacto, a los clics, incluso a dinero. Cualquier cosa antes de hacer más daño a quien ya está muy dañado. Hay que tener estas cosas muy claras para reportear desde zonas de conflicto, como lleva haciendo Patricia Simón desde hace 20 años. En el ensayo Narrar el abismo (publicado por Debate) cuenta sus experiencias y propugna un tipo de periodismo respetuoso con la dignidad del otro. «Cuando estas personas se acercan y cuentan sus experiencias, confían en la valía humana de quien las escucha», relata. «No hay mejor periodista que el que sabe, sobre todo, ser oyente». Trasladar sus historias, dice, tiene una función social. Documentar delitos de guerra, además, es un deber. Y hay que hacerlo buscando la palabra exacta, escribiendo con una perspectiva que defienda los derechos humanos y que desafíe esa «ideología colonial dominante» que tiende a adherirse como una lapa a nuestras crónicas. Narrar el abismo es una reivindicación del periodismo como un oficio humanista comprometido con la construcción de un mundo mejor.
Su libro se puede leer como un manual de periodismo en zonas de conflicto. ¿Cómo ha sido su aprendizaje? ¿A base de ensayo-error? O dicho de otro modo: ¿se ha equivocado muchas veces?
Seguro que sí. Pero he tenido la suerte de formarme prioritariamente con defensores y defensoras de derechos humanos, así que siempre he sabido que lo importante era el cuidado de la persona que ha sufrido alguna vulneración. Esa prevención, que mi foco estuviera puesto no tanto en el resultado periodístico como en esa relación personal, probablemente me haya protegido del peor error que se puede cometer: aumentar el daño que han sufrido estas personas. Pero todo esto vino a través de la formación. Recuerdo que una vez, siendo muy jovencita, me invitaron a moderar una mesa redonda con defensores y defensoras de los derechos humanos en Colombia. Eran personas que habían sufrido tantos tipos de violencia que necesariamente necesitaban tiempo para explayarse, pero yo no les dejaba. Los organizadores me dijeron: «Si ves que se van por las ramas, les cortas y que vayan al grano». Desgraciadamente, les hice caso. Fui una buena mandada. Y me convertí en una maltratadora. Fue el público el que me hizo notar que lo estaba haciendo mal. Hoy lo recuerdo con mucha vergüenza, pero aprendí qué es lo que no se debe hacer. Y, sobre todo, aprendí que no hay que delegar nunca la responsabilidad en otras personas.
Pero, a veces, inevitablemente, se hace daño sin querer. ¿Cómo reacciona si, a pesar de poner todo el cuidado, se da cuenta en mitad de una entrevista de que está tocando una tecla sensible que no debería tocar?
Parando en seco. Si de repente intuyes que se pueden estar removiendo cosas o que estás reabriendo una herida especialmente dolorosa, lo primero es parar en seco y revaluar qué sentido tiene esa entrevista. Para mí, la clave está en volver a situar la conversación, volver a la base, a la razón principal por la que esa persona ha accedido a hablar: qué persigue con esa entrevista, qué necesita contar, de forma que su testimonio, de alguna manera, le genere un cierto alivio. Tengo presente que es mejor que me quede corta, que se me queden preguntas en el tintero, si no estoy segura de que la persona está preparada, es consciente y quiere hablar de esos asuntos.
Los periodistas que cubren conflictos también se exponen a salir tocados. Decía Susan Sontag en uno de sus libros: «Toda persona que tenga la temeridad de pasar una temporada en el infierno se arriesga a no salir con vida o a volver psíquicamente dañada». ¿Cómo ha lidiado usted con ese peligro?
Primero, sintiéndome muy afortunada de poder desarrollar mi profesión en esos contextos. Como dice Noelia Ramírez en su libro, «nadie nos esperaba aquí». Mi origen, en ningún caso, hacía prever que pudiera dedicarme al periodismo, y mucho menos a ese tipo de periodismo. Así que soy consciente de que esto es algo excepcional, porque la mayoría de mis compañeras, de amigos y amigas mucho más talentosos y muy buenos periodistas, lo tuvieron que dejar por la precariedad. Y luego, además, me protege la idea de que «estoy haciendo mi parte». O por lo menos lo estoy intentando. Tengo una convicción muy fuerte, seguramente por mi apego a la defensa de los derechos humanos, de que este trabajo es importante. Y de que es una suerte poder hacerlo.
Cuando el circuito, llamémosle así, está bien engrasado, a mí me hace bien. Ese circuito empieza con la recogida de testimonios que te atraviesan, que te interpelan, y finaliza cuando los transformas en información periodística. Con «bien engrasado» me refiero a no pasar muchísimo tiempo reporteando sobre el terreno, sino a volver a casa para digerirlo y trabajar con calma… Cuando se dan todas esas circunstancias, el trabajo es emocionalmente bueno. De hecho, cuando empezó el genocidio de Gaza y las autoridades israelíes nos prohibieron la entrada a la Franja, sentí muchísima impotencia. Empecé a consumir imágenes de las redes sociales en bucle. Me hizo cuestionarme qué sentido tenía el periodismo, qué capacidad teníamos los periodistas. Fue muy duro.
Y por último, para protegerte emocionalmente del impacto que tiene tu trabajo, están los cuidados, claro. Aunque suene banal, hay que alimentarse bien, dormir bien, hacer deporte y, por encima de todo, trabajar los afectos, cuidar las redes de amigos y amigas, dedicarles tiempo.
En su libro, sobre todo en el capítulo dedicado a Ucrania, habla de reportear tanto desde el frente de guerra como desde la retaguardia. Tengo la impresión de que usted prefiere la retaguardia. ¿Por qué?
En el frente ves gente que es carne de cañón y es más difícil extraer aprendizajes humanos. Prevalece la parte bélica, pero hay una excepción: cuando puedes estar a solas con los combatientes. Ahí aflora realmente el desastre de la guerra. En la retaguardia, en cambio, se preserva la vida, se construye vida cuando alrededor sólo hay destrucción. Eso es complejísimo. Es posible por conocimientos atávicos que no sabíamos que teníamos y que aparecen en esos contextos. Y quienes lo hacen posible, fundamentalmente, somos las mujeres. Las mujeres seguimos siendo vistas como actrices secundarias en las guerras. La invasión rusa evidenció que las narrativas en torno a la guerra siguen siendo muy machistas y muy reaccionarias. Por ejemplo, ¿cómo se contó el éxodo? Pues se entendió que el destino natural de las mujeres era huir para cuidar, y el de los hombres quedarse para combatir. En la retaguardia todo eso se subvierte y se ve el verdadero valor de la supervivencia y quién la hace posible.
Cuenta la historia de una anciana de Kramatorsk que les invitó a Maria Volkova y a usted a tomar un té en su casa. Allí les habló de sus dificultades, conocieron a su hija esquizofrénica, entendieron por qué decidió no huir. Desde el punto de vista humano, esa historia revela más sobre la guerra que una crónica desde las trincheras.
Sí, aquella historia se me quedó atravesada. Y pensé que, en realidad, esa historia está en todos los contextos dominados por la violencia que llevo cubriendo 20 años, desde Ucrania hasta Colombia. Son las guerras que las mujeres libran diariamente en todas partes. Las han sufrido nuestras abuelas, las sufren nuestras madres y siguen marcando nuestras vidas.
¿Cómo definiría el concepto «periodismo de paz» y en qué se diferencia de lo que entendemos normalmente por periodismo?
La diferencia está en la intencionalidad. Como periodista, se trata de no olvidar nunca que la guerra debe evitarse por todos los medios y, si ya ha empezado, que debe pararse cuanto antes. El periodismo no puede legitimar que la violencia sea una forma de resolver los conflictos. Eso debería aparecer en todas las crónicas. Debemos recordar continuamente que la mayoría de las guerras no terminan con el aplastamiento del enemigo sino por medio de negociaciones. Cuanto antes empiecen, más vidas se salvarán. Si no lo contamos así, corremos el riesgo de presentar la guerra como algo natural o inevitable o como un conflicto irresoluble. Y si nos resignamos a eso, nuestro periodismo se convierte en una arma propagandística dentro de esa guerra.
Cuando estábamos en la facultad, todos expresábamos nuestra admiración por los «corresponsales de guerra». A nadie se le ocurrió nunca llamarlos «corresponsales de paz».
Es que ese concepto es mucho más complicado de normalizar, pero el concepto «paz» sí que debería estar más presente en nuestras vidas. Nosotros crecimos celebrando la paz en el cole. La lucha contra el hambre y la defensa de la paz eran pilares de nuestra educación. Eso se ha diluido totalmente en estos últimos años. Ya no está en el imaginario colectivo, ni siquiera como una aspiración o un ideal. Pero debemos reivindicarlo desde el periodismo, entendiendo que la paz no es solamente la ausencia de bombardeos, es una cosa mucho más compleja. Respecto a la expresión «corresponsales de paz», tengo que decir que es un lema que está utilizando la Fundación Vicente Ferrer, que nos ha invitado a varios periodistas que cubrimos conflictos a visitar lugares donde se está intentando construir la paz frente a otros tipos de violencia.
Su libro contiene frases realmente desafiantes, como que «el periodismo es lo contrario a la neutralidad». Esto choca con la idea que mucha gente tiene de la imparcialidad periodística. ¿Qué quiere decir exactamente con eso?
Creo que el periodismo tiene que aspirar a construir sociedades más justas para todos y todas, y eso es exactamente lo contrario de la neutralidad. Tendemos a contar las cosas desde lo establecido, desde lo hegemónico, y eso perpetúa el statu quo. Así nada cambia. Pero si aplicas una mirada crítica y desentrañas las dinámicas y los intereses que operan sobre la realidad, si identificas cuáles son las razones para que eso ocurra y quiénes son los responsables, entonces la cosa cambia. Cuando el periodismo evidencia cuáles son los engranajes, rompe con lo que se ha entendido como neutralidad. Y eso debería hacerse enfocándonos en los afectados de ese marco de interpretación, en los afectados por «la norma» o por lo que entendemos como «normal». En mi adolescencia fue muy importante la lectura de Eduardo Galeano. Él nos enseñó por qué el mundo se interpretaba al revés y lo puso «patas arriba». Así se llama uno de sus libros, en el que señala esas cosas que damos por sentadas, que entendemos por lógicas, como si esa fuera la única mirada posible. Yo impugno esa neutralidad. Me parece que es injusta, que está al servicio de una minoría privilegiada y que produce muchísimo dolor. Por eso creo que hay que posicionarse.
En Narrar el abismo también impugna los eufemismos. Hace hincapié en usar las palabras justas, exactas. Pero las palabras justas y exactas son polémicas. A veces ni siquiera nos dejan publicarlas. ¿Qué hacemos ante eso?
El periodismo siempre fue un oficio rebelde y debería seguir siéndolo. A veces se nos desacredita cuando, por ejemplo, hablamos de paz, tachándonos de ilusos o de ingenuos. Otras veces se nos acusa de ser radicales. Otras, de ser activistas en lugar de periodistas. Esto me pasa mucho. Tenemos que tener muy claras nuestras convicciones para defender por qué utilizamos una palabra y no otra. Quienes usábamos la palabra «genocidio» para hablar de lo que estaba ocurriendo en Gaza, al principio se nos acusó de falta de rigor, de antisemitismo, de fomentar un relato propalestino y, por lo tanto, antiperiodístico. Pero cuando lo hicimos ya había evidencias suficientes para hablar de genocidio, y de hecho, poco después, el informe de la relatora especial de la ONU nos dio la razón.
Pero mientras hay que aguantar el chaparrón…
Yo sé que hago un periodismo pequeñito, minoritario. Sé que su capacidad de incidencia es muy limitada, pero haciéndolo aspiro a sentirme… Iba a decir orgullosa, pero esa no es la palabra. Tranquila, esa es la palabra. Tranquila con el resultado. Que pueda defenderlo ante quien lo cuestione. En el reportaje «El mundo según Trump» usé conscientemente un vocabulario muy directo. Para describir su forma de concebir las relaciones internacionales digo que se maneja igual que los cárteles: plata o plomo. Y es que es así. Y no temo las críticas porque sé que quienes las hacen están defendiendo un orden injusto, al servicio de unos pocos y que se ha demostrado fallido, corrupto y éticamente degenerado.
Assaig Abubakar, un abogado sudanés que vive como refugiado en Chad, le dijo: «Nunca más volveré a creer en el sistema internacional de derechos humanos». Y cuando entrevistó a Youssef Mahmoud también fue muy crítico con la ONU. Después de todo lo que ha visto, ¿usted sigue creyendo en estos organismos internacionales?
En lo relativo al marco legislativo, sí. Por eso sigo defendiendo el derecho internacional y los derechos humanos, pero ya no creo en las grandes organizaciones. La puntilla ha sido la validación por parte del Consejo de Seguridad del mal llamado «plan de paz» de Donald Trump para Gaza. Me parece que supone el hundimiento absoluto del Consejo de Seguridad, y creo que también ha arrastrado a las Naciones Unidas. A pesar de todo, la ofensiva actual contra el multilateralismo, contra la ONU, contra la Corte Penal Internacional es tan dura, que creo que debemos salir en su defensa. Siendo muy consciente, eso sí, de que muchas veces estas organizaciones se muestran fallidas e incluso son cómplices de la perpetuación de los conflictos. Pero soy más partidaria de su reforma o de su refundación que de darlas por perdidas. Creo que siguen siendo el único espacio en el que muchos Estados tienen al menos un asiento, una voz, y desde donde se puede reconstruir otro orden internacional.
Siempre se ha dicho que la foto de la niña del napalm contribuyó a la retirada estadounidense de Vietnam. Los periodistas palestinos también han hecho un trabajo extraordinario documentando el genocidio de Gaza, un trabajo que ha tenido un enorme impacto en la opinión pública. No hay más que ver las manifestaciones que se han producido en todo el mundo. Pero el genocidio continúa. ¿Lo que ha cambiado en este tiempo, básicamente, es la capacidad del periodismo para influir en los gobiernos?
El puente que existía entre la información, la gente y los gobiernos se ha roto. Es el producto de muchas décadas de desoír a la ciudadanía. Se ha roto hasta el punto de que muchas personas renuncian a informarse porque la información sólo les provoca dolor, no pueden hacer nada con ella, dan por hecho que no servirá para cambiar nada. Pero la reacción global ante el genocidio de Gaza nos da esperanzas de que esta situación se pueda revertir. Ha sido muy curioso ver cómo el movimiento contra el genocidio ha tomado más fuerza a partir del pasado verano, cuando empezaron a publicarse imágenes de la hambruna. Los medios occidentales consideraron que esas imágenes de los niños famélicos eran más publicables o digeribles que las de los dos años anteriores, las de los niños en las morgues o bajo los escombros. Los medios tenemos que preguntarnos por qué. Por qué las fotos de los niños mutilados no se publicaron, cuando fueron sus propios padres los que tomaron esas fotos o llamaron a los periodistas para documentar el delito. Por qué se usó la excusa de la «fatiga de la empatía» de los lectores. Por qué se habló de que herían la sensibilidad e incluso la dignidad de las víctimas. Si hemos visto esas imágenes ha sido gracias a las redes sociales. Cuando salieron las fotos de la hambruna, realmente hubo un despertar de la respuesta ciudadana. Eso demuestra dos cosas: primero, que la capacidad de incidencia del periodismo sigue siendo altísima; y segundo, que fueron los propios medios los que apaciguaron durante dos años esa respuesta ciudadana amparándose en razones insostenibles que tienen más que ver con sus propias sensibilidades y con sus propios sentidos estéticos de cómo representar el dolor.
Usted dice que la información se ha convertido en «una retahíla de hechos caóticos, catastróficos, incomprensibles».
Por eso hay casi un 40% de españoles que ha renunciado a informarse. Y el resto lo hace a través del móvil, donde estamos perdiendo muchísima capacidad de concentración, de comprensión y de profundidad. Eso es una ruptura, no sólo en el acto ciudadano de informarse sino en las propias democracias. Creo que ahora toca generar discursos acerca de la importancia de recuperar la soberanía sobre el acto de informarse, sobre cómo nos informamos, a través de qué dispositivos y en qué contextos. Nos estamos estupidizando y me parece peligrosísimo cómo estamos aceptando que cuatro señores tecnomultimillonarios, cuyo su sueño húmedo es irse a Marte, sean los que, con sus algoritmos, dominen el acto de informarse de la mayoría de la población. Esa avalancha de hechos caóticos, sin contexto, nos está enfermando. Emocionalmente nos tiene paralizados, y políticamente absolutamente desconcertados. Da alas a esa sensación de incertidumbre que tanto se ha señalado como una de las causas del auge reaccionario. Lo que hace el periodismo es justo lo contrario: explica las causas y el contexto, arraiga a las personas con la realidad que le rodea y así disipa la incertidumbre.
Usted también suele decir que nunca se ha hecho mejor periodismo que hoy. ¿Por qué cree que nunca ha estado peor considerado y peor pagado que hoy?
Pues porque mucho de lo que se presenta como periodismo en realidad no lo es. Ojalá fuese info-entretenimiento, pero ni eso. Esa etapa ya pasó. Lo que tenemos ahora es propaganda política disfrazada de entretenimiento, propaganda de valores muy reaccionarios al servicio de los grupos políticos de ultraderecha. Ese aluvión de desinformación, de odio y de propaganda ha generado desconfianza y desconsideración hacia la profesión. A eso se suma que los medios tradicionales, además de buen periodismo, publican también muchísima basura para tener visitas. Eso contribuye al descrédito. Y también porque nos hemos regalado como periodistas. En sociedades tan precarizadas como la nuestra cuesta mucho que la gente pague por el periodismo. Y al tenerlo gratis pues no se le da valor. Pero tampoco podemos exigir que se suscriban a cinco medios cuando tienen salarios paupérrimos y muy poco tiempo para informarse. Gran parte de nuestra comunidad lectora, de hecho, se suscribe por militancia, no porque luego vaya a tener tiempo de leer la revista.
En cualquier caso, yo sostengo, efectivamente, que nunca se ha hecho tanto buen periodismo, pero tampoco se ha hecho nunca tanta desinformación. Y esto último, en cantidad, es inmensamente superior. Esa es la tragedia. Pero, sí, nunca ha habido tantos periodistas tan bien formados, con un compromiso ético tan sólido, hasta el punto de anteponer su profesión al hecho de tener vidas mínimamente saludables. Tenemos que defender públicamente la importancia del periodismo y intentar volver a sellar pactos éticos con la ciudadanía. De hecho, el libro yo no lo concibo como un manual de buenas prácticas sino básicamente como un manifiesto sobre la importancia de seguir informándonos.
La entrada Patricia Simón: “El concepto ‘paz’ ya no está en el imaginario colectivo, ni siquiera como aspiración” se publicó primero en lamarea.com.