La última persona ejecutada por Israel fue el jerarca nazi Adolf Eichmann en 1962, pero el gobierno de Benjamín Netanyahu quiere ampliar los supuestos y volver a aplicar la pena de muerte con más asiduidad. Una comisión parlamentaria aprobó ayer un proyecto de ley para ejecutar a los «terroristas». El texto, impulsado por el ministro de Seguridad Nacional, el ultraderechista Itamar Ben Gvir, aún debe ser sometido a lectura por la Knéset.
Poder Judío, el partido de Ben Gvir, es famoso por sus reivindicaciones radicales. Entre ellas se encuentra la anexión de Cisjordania y la defensa a ultranza de los extremistas judíos, aun cuando estos hayan cometido delitos de sangre (de hecho, acostumbra a exaltar a figuras como Baruch Goldstein, autor de una masacre en Hebrón en 1994). Ampara, además, a las milicias de autodefensa judías violentas en los territorios ocupados. Esta protección a los elementos más radicales del sionismo contrasta con la pena de muerte que quiere aplicar a los llamados «terroristas» palestinos. Las autoridades israelíes utilizan la palabra «terrorista» para referirse a cualquier palestino que ataca a sus soldados o a los colonos que residen ilegalmente en Cisjordania, además de a aquellos que perpetran auténticos atentados en territorio israelí. Ben Gvir afirma que la aprobación preliminar de su texto supone «otro paso hacia la justicia histórica».
«El proyecto establece que un terrorista que asesinó a un ciudadano israelí por un motivo de racismo u hostilidad hacia el público, con la intención de dañar al Estado de Israel y la resurrección del pueblo judío en esta tierra, sea sentenciado a muerte y sólo a esta pena», dice el comunicado de Poder Judío.
Así, por ejemplo, un palestino que defienda su casa en Cisjordania de los ataques de soldados o colonos israelíes podría ser detenido en su propio país (el Estado de Palestina) por una potencia extranjera (Israel) y además ésta le podría aplicar la pena de muerte.
El coordinador israelí para rehenes y personas desaparecidas, Gal Hirsch, ha declarado que está de acuerdo con el proyecto y que el propio Netanyahu también lo apoya. Además, Ben Gvir ha amenazado con abandonar la coalición de gobierno (lo que equivale prácticamente a dejar caer a Netanyahu) si el proyecto no sale adelante.
El texto excluye, de entrada, cualquier posibilidad de enmendar un error al aplicar la sentencia: un tribunal militar podría también imponer por mayoría simple, y no por unanimidad, la pena capital, que además no podrá ser conmutada.
El diario progresista Hareetz afirma en su editorial que el «proyecto de ley deshonra a la Knéset y al Estado de Israel». La cabecera expone varias razones por las cuales volver a aplicar la pena de muerte «es un error» y destaca entre ellas que la pena capital «ha sido abolida en casi todas las democracias occidentales (con la notable excepción de ciertos estados de Estados Unidos)». Recuerda que diversos estudios han demostrado que no contribuye «en absoluto a la disuasión, y mucho menos contra terroristas cuyas acciones ya implican un riesgo significativo para sus vidas». Y añade: «El daño causado a una sociedad que ejecuta a criminales, por muy terribles que sean sus delitos, es incalculable».
Según el diario israelí Yedioth Ahronoth, el pleno de la Knéset votará el proyecto de ley a lo largo de esta semana.
Este artículo fue publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Hace apenas unos años, Silicon Valley parecía haber tocado techo con la fantasía del metaverso y la fiebre de las criptomonedas. Pero el capitalismo tecnológico nunca muere: solo cambia de disfraz. Ahora, la nueva utopía se llama inteligencia artificial, y su promesa ha vuelto a encender los mercados, las conferencias y las imaginaciones. Todo vuelve a empezar: discursos redentores, inversiones multimillonarias y una fe colectiva en el progreso automático. La pregunta es hasta cuándo puede crecer una promesa antes de colapsar bajo su propio peso.
La nueva fe digital tiene cifras de epopeya. El gasto global en proyectos de inteligencia artificial podría alcanzar 1,5 billones de dólares antes de que acabe 2025. Solo en la bolsa estadounidense, las empresas vinculadas a la IA han generado el 80% del crecimiento total de este año. Nvidia, el fabricante de chips más poderoso del mundo, ha superado los tres billones de capitalización, mientras que OpenAI, una empresa privada que aún no es rentable, ronda ya los 500.000 millones. Incluso Sam Altman, su director ejecutivo, ha reconocido que “hay partes de la IA que son, literalmente, un poco burbuja”. No es una confesión menor en un sector acostumbrado a convertir la duda en una cuestión de fe.
Una burbuja alimentada por el reflejo del capital
Lo que hoy se vende como una revolución puede ser también una ficción colectiva. La industria de la IA se ha convertido en un ecosistema de dependencias circulares, donde los mismos actores invierten unos en otros para mantener viva la ilusión del crecimiento. OpenAI está en el centro: ha firmado un acuerdo de 100.000 millones de dólares con Nvidia para construir centros de datos, otro multimillonario con AMD, y recibe financiación masiva de Microsoft y Oracle. A su vez, Nvidia invierte en start-ups que necesitan sus propios chips para sobrevivir. Es un circuito cerrado, un bucle financiero que confunde la demanda con su reflejo. El valor se reproduce sobre sí mismo como un espejo infinito.
Ese mecanismo ya se ha visto antes. Las burbujas siempre comienzan con un relato convincente y terminan sosteniéndose sobre su propia sombra. “Cuando estalle, será mucho peor, y no solo para la IA”, advertía hace poco Jerry Kaplan, pionero de la informática. Los síntomas son claros: proyectos faraónicos sin financiación real, inversores minoristas persiguiendo el oro digital y una infraestructura que crece más rápido que la necesidad que debía justificarla. El auge de los megacentros de datos es el ejemplo más visible: instalaciones que devoran energía y agua a un ritmo insostenible y que podrían quedar obsoletas antes de amortizarse. “Estamos creando un desastre ecológico fabricado por el ser humano”, alertaba el propio Kaplan, recordando que detrás de la pantalla hay un paisaje que se calienta y se seca.
Los límites técnicos del sueño artificial
Pero el problema de fondo no es solo financiero, sino cognitivo. La burbuja de la IA se infla también sobre una promesa tecnológica que empieza a mostrar sus límites. Los modelos de lenguaje que sostienen la euforia —como GPT o Claude— ya rozan el techo de sus capacidades. Su aparente inteligencia no es comprensión, sino estadística: no piensan, predicen. Operan dentro de los márgenes del lenguaje, sin ningún acceso real al mundo. Son sistemas que correlacionan palabras, no que entienden ideas.
El crecimiento exponencial de datos y parámetros no ha generado un salto cualitativo, sino repeticiones más sofisticadas de lo mismo. Es como si estos modelos hubieran llegado al límite de su propia lógica, atrapados en una espiral autorreferencial. Eso hace aún más frágil la narrativa que los rodea. La idea de que la inteligencia artificial pueda razonar o descubrir por sí misma ha sido la gran fantasía que ha justificado su financiación desmesurada. La palabra “singularidad” —ese punto en el que la máquina supuestamente superará al ser humano— se ha convertido en el eslogan de un capitalismo de la fe, donde los inversores compran un futuro que la propia ciencia empieza a cuestionar.
Mientras tanto, los datos materiales siguen hablando de exceso. OpenAI todavía no ha obtenido beneficios. Nvidia vive de una demanda que ella misma contribuye a generar. Microsoft y Amazon intentan transformar la ola de entusiasmo en suscripciones o servicios en la nube. Todo parece crecer, pero lo que crece es la especulación. No hay industria capaz de sostener indefinidamente este ritmo de inversión sin un retorno real. El precedente es conocido: Nortel, el gigante canadiense de las telecomunicaciones, financiaba a sus propios clientes para mantener la demanda artificialmente alta antes de desaparecer con el estallido de la burbuja puntocom.
Los defensores del sector aseguran que, aunque haya exceso, la infraestructura quedará para el futuro. Es el argumento clásico: la burbuja de internet también dejó la fibra óptica que hizo posible la red global. Pero el problema no es invertir en tecnología, sino hacerlo sin criterio ni límites, como si el planeta fuera infinito y la energía inagotable. La actual fiebre de inversión está provocando un traslado colosal de recursos hacia proyectos privados que prometen innovación, pero externalizan sus costes ecológicos y sociales. La disrupción, como siempre, es para unos pocos; la factura, para todos.
Todo esto se parece más a una crisis espiritual que a una tecnológica. La industria habla de “revolución cognitiva”, pero lo que ha producido es un capitalismo cada vez más dependiente de una infraestructura opaca, centralizada y energéticamente insostenible. No hay nada más humano que sobrevalorar nuestro ingenio y subestimar sus límites. La IA no es una excepción, sino la última expresión de esa vieja arrogancia.
Las burbujas no estallan por falta de potencial, sino por exceso de fe. Y esta, la fe en una inteligencia artificial capaz de hacerlo todo, empieza a agrietarse. Cuando la realidad vuelva a pedir cuentas —cuando los beneficios no lleguen, cuando los modelos dejen de mejorar, cuando el relato ya no se sostenga— descubriremos si la IA era, como aseguran sus profetas, la clave del futuro o simplemente el último espejismo de un sistema que solo sabe reinventar sus propias promesas.
Detenido e investigado por investigar a policías infiltrados
Jorge Jiménez militó durante años en el desaparecido colectivo Distrito 14, donde coincidió con chicos como Carlos y Sergio, con los que desarrolló una relación de amistad y confianza. Años después, acabaría por descubrir que éstos eran agentes de policía infiltrados en su colectivo que habían traicionado su confianza. Esta experiencia le empujó a participar en iniciativas de divulgación y crítica política de esta práctica, como la publicación a principios de este año del Manual para destapar a un policía infiltrado.
El 15 de septiembre, El Salto informó que Jorge había sido denunciado y detenido, precisamente por investigar a varios de los policías infiltrados que, en los últimos dos años, han sido destapados por medios como La Directa y El Salto. Jorge estaba estudiando dónde residían y qué bienes tenían, a fin de sopesar si presentar denuncias contra ellos por cometer delitos contra la intimidad. Por ello, la policía le imputa delitos como falsedad documental (por pedir notas simples de ellos en el Registro de la Propiedad) y revelación de secretos (por supuestamente publicar en redes sociales en qué ciudades residen).
La causa sigue abierta y se encuentra pendiente de ver si se archiva, puesto que la defensa de Jorge sostiene que nada de lo que ha hecho se tipifica como delito en el Código Penal. Pero, de forma paralela, la Agencia Española de Protección de Datos ha iniciado un expediente informativo por supuestamente difundir los nombres, apellidos y fotos de algunos de los agentes encubiertos que fueron destapados por medios de comunicación y le ha advertido que podría abrirse un procedimiento sancionador y acabar siendo multado.
Represión contra las movilizaciones por parar la Vuelta
Pese a que el perridente Sánchez manifestara su “admiración” por quienes salieron a protestar contra la presencia israelí en la Vuelta ciclista, su policía acabó por detener a cinco activistas en l’Alt Empordà, a doce en Asturies, diez en Galiza y dos en Madrid en el marco estas movilizaciones. Además, varias otras fueron identificadas y, a finales de septiembre, la Comisión Estatal contra la Violencia, el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia en el Deporte abrió expedientes sancionadores y propuso multas de entre 3.000 y 5.000 euros para 38 de ellas. Un ejemplo de cómo la burorrepresión pretende alcanzar el mismo efecto desmovilizador que la represión penal y policial pero con medios más sutiles e invisibles; en vez de detenerte ante decenas de cámaras y miles de compañeras, te llega una carta a casa y te sangran económicamente.
El pasado 4 de octubre, en el marco de la masiva manifestación en Barcelona por el segundo año del genocidio en Gaza, 10 personas resultaron detenidas después de que una manifestación improvisada de 2.000 personas saliera desde l’Arc de Triomf (donde terminó la oficialmente convocada), hacia Plaça de Catalunya. A las detenidas se les imputa causar destrozos en empresas que colaboran con la ocupación, como McDonald’s, Carrefour o Starbucks, y enfrentarse con los Mossos d’Esquadra.
Por otro lado, ese mismo día, al menos ocho policías de paisano se infiltraron en la manifestación convocada por la Coordenadora Galega de Solidariedade coa Palestina en Santiago de Compostela y, en su transcurso, golpearon y detuvieron a un rapaz. Según relata O Salto, los hechos ocurrieron cuando varios agentes de paisano cargaron contra los miembros de la Asociación Galego-Arxentina pola Memoria (AGAMA), que portaban una pancarta enorme con el nombre de los más de 60.000 palestinos asesinados en los últimos dos años. Al verlo, el chaval, que desconocía que eran agentes de policía, se puso en medio para mediar y acabó reducido, llevándose un porrazo en la pierna y con el móvil roto. Al poco tiempo fue liberado y se le informó que le llegará una citación.
Indultados Javitxu y Adrián, dos de los 6 de Zaragoza
Desde la Plataforma ‘Libertad 6 de Zaragoza’ valoran la liberación de Javitxu y Adrián como una “victoria colectiva del movimiento popular”, que “durante seis años ha denunciado la represión del Estado y la vulneración del derecho a manifestarse y organizarse frente a los discursos de odio de la extrema derecha”.
“Este logro nunca hubiera sido posible sin la creación de una plataforma plural y diversa, compuesta por personas individuales, colectivos sociales, sindicatos y organizaciones políticas que han trabajado incansablemente en manifestaciones, concentraciones, ruedas de prensa, campañas en redes sociales, mesas informativas, pegadas de carteles, repartos de octavillas, actos, crowdfunding y eventos de recaudación de dinero”, señalan en un comunicado.Sin embargo, la Plataforma advierte que “no podemos hablar de satisfacción” porque “sigue siendo injusto” que Imad y Daniel, los otros dos jóvenes aún encarcelados, no han recibido el mismo indulto. “Se trata del mismo caso, las mismas detenciones aleatorias y las mismas sentencias injustas. ¿Por qué no se les ha aplicado la misma medida?”, cuestiona la Plataforma para afirmar que “el objetivo del Gobierno PSOE-Sumar” es “dividir el movimiento” y “acallar la movilización social” generada por este caso.
Otro aspecto crítico que señala ‘Libertad 6 de Zaragoza’ es la parte económica de la sentencia, que podría alcanzar los 200.000 euros entre multas, indemnizaciones y costas, afectando de manera directa a los presos y sus familias y perpetuando la doble penalización de las personas de clase trabajadora. “No se ha hecho justicia”, subrayan, porque aunque se conceda el indulto, la carga económica se mantiene intacta.
Charramos con Tamara Marzo sobre lo Vedau de Penyaflor, un paisache bien cercano a Zaragoza que nos cal conoixer millor. Chabi Lozano nos traye una nueva edición d’o Taller d’aragonés, en iste caso sobre la negación y las particlas de polaridat negativa. Y antimás, los nuevos discos de Nuei y Lurte
Un Franco decrépito agoniza. Las familias del régimen y las todavía clandestinas fuerzas políticas toman posiciones. Se intentan preparar para lo que sea que vaya a venir, como todos. La calle bulle de protestas y represión. Mientras tanto, algunos partidos y bandas terroristas apuestan por la lucha armada para que el futuro más próximo signifique una ruptura total con la dictadura.
Queda poco para que la agonía del dictador –que decide morir matando– llegue a su fin. Aquel 27 de septiembre de 1975 pasó a la historia por ser el día en el que se perpetraron los últimos fusilamientos del franquismo. Tras confesiones obtenidas bajo tortura y juicios sumarísimos, recientes investigaciones apuntan a que al menos uno de los jóvenes ejecutados pudo ser inocente. Su nombre era Xosé Humberto Baena, tenía 25 años, era gallego y militaba en el Frente Revolucionario y Patriota (FRAP), la rama armada del Partido Comunista de España marxista-leninista (PCE m-l). Junto a él perdieron la vida José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, compañeros de militancia, y Juan Paredes Manot, Txiki, y Ángel Otaegui, militantes de ETA.
Para entender bien el contexto, el responsable de Investigación del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo de Vitoria, Gaizka Fernández, incide en que “el régimen estaba en su fase terminal, con un Carlos Arias Navarro al frente del Gobierno que seguía utilizando la mano dura a la hora de enfrentarse a la subversión”. “Y lo hace así porque los movimientos de oposición estaban muy activos, tanto el estudiantil como el obrero, y el terrorismo se había disparado”, añade Fernández, uno de los coordinadores del libro Terrorismo y represión. La violencia en el ocaso de la dictadura franquista (Tecnos, 2025).
Hace exactamente medio siglo, el terrorismo segó la vida de 33 personas. 1975 fue el año más sangriento del tardofranquismo. “Arias Navarro quería reforzar su posición y atraer a la ultraderecha. Ya lo había hecho con Puig Antich en 1974 y había visto que su muerte no le había ocasionado un gran coste político”, explica el experto. Con esta idea de las ejecuciones como una forma de justicia en la que se escondía la más cruel de las venganzas posibles, y un miedo inusitado a que la situación se desbordara a nivel social e internacional, el tribunal militar dictó 11 condenas a muerte aquel verano de 1975. El gobierno franquista ejecutó cinco de ellas; seis fueron conmutadas por una pena máxima de 30 años de cárcel.
Doble papel de víctimas y victimarios
El FRAP es la organización terrorista más desconocida de la historia reciente de España, según el mismo Fernández. “Su modelo político era Albania, una dictadura marginada del Este, los últimos nostálgicos del estalinismo”, describe. Decidieron tomar las armas en 1973, pero apenas tres años después apostaron por desandar el camino. “La Policía detuvo a casi todos sus militantes entre 1975 y 1976, y fue uno de los pocos grupos terroristas que vio la inutilidad de la violencia”, añade.
Portada de Terrorismo y represión. TECNOS
A ojos de este especialista en víctimas del terrorismo, “ejecutar a miembros de grupos armados solo dio excusas a los terroristas para seguir matando, así que fue un fracaso”. Además, las movilizaciones cada vez golpeaban con más fuerza. “Hubo manifestaciones, huelgas, cierres y enfrentamientos para evitar estos fusilamientos. Lo llamativo fue que los gobiernos europeos y sus poblaciones estaban en sintonía, así que la imagen de aislamiento del franquismo en 1975 era enorme”, desarrolla. Ni siquiera las súplicas a última hora por parte del Vaticano hicieron que el pulgar señalara hacia el cielo en lugar de hacia la tierra.
Fernández recalca la complejidad de los antifranquistas, ya que fueron víctimas (fusilados) y victimarios (terroristas). “Es importante tratar su historial delictivo pero sin olvidar la injusticia que sufrieron al no poderse defender en los juicios y con sentencias de muerte dictadas desde la ilegitimidad de una dictadura”, concede.
Baena, la gran incógnita
El caso que todavía hoy genera más dudas es el del vigués Xosé Humberto Baena. Acusado de ser el autor material de un atentado en el que un comando del FRAP mató al policía Lucio Rodríguez Martínez, en la calle Alenza de Madrid, el 14 de julio de 1975, él siempre negó los hechos. Uno de sus camaradas, Pablo Mayoral, quien según la versión oficial también participó en la acción, llegó a acusar a Baena, cuyo nombre de guerra era Daniel. Lo hizo después de sufrir tres días de infierno y torturas en la Dirección General de Seguridad, hoy en día sede del Gobierno madrileño en la Puerta del Sol. Por el momento, diversas tesis chocan entre sí. Algunas sostienen que Baena, que cayó detenido el 22 de julio de aquel año, pudo ser quien disparó aquellas balas; otras, que el régimen fusiló a un inocente.
Carmen Ladrón de Guevara, abogada especializada en víctimas del terrorismo, es la autora del capítulo “El FRAP a la luz de los consejos de guerra de septiembre de 1975”, incluido en el libro coordinado por Fernández. En primer lugar, subraya que en ningún momento se respetaron los derechos de los acusados ni sus garantías procesales, algo que quedó patente con la inadmisión de las 200 instancias que sus letrados presentaron durante el juicio.
“A ninguno de los fusilados se le respetó el derecho fundamental por excelencia, que es el de la vida”, introduce. Sin embargo, considera que hay elementos suficientes para afirmar que los tres miembros del FRAP habían participado en los hechos por los que fueron condenados, a pesar de que la estrategia de defensa de los encausados fue siempre negar su participación.
Para Ladrón de Guevara resulta muy esclarecedora la declaración inculpatoria de Mayoral hacia Baena. “Aunque obtenidas bajo tortura, todas ellas ofrecían muchos detalles que por entonces era imposible que la Policía supiera”, asevera. En el caso concreto del militante gallego del FRAP, la también abogada destaca el informe pericial realizado días después del atentado de la calle Alenza, cuando Baena ya había sido detenido por su participación en otro atentado. “Baena también participó en el intento de asesinato de Justo Pozo, otro policía, cinco días más tarde. Cuando le detuvieron, le incautaron un arma, y comprobaron que era la misma utilizada que en el atentado de la calle Alenza”, añade en contraposición a lo que más tarde defenderá otro de los expertos que ha estudiado el caso.
Por otra parte, el hallazgo de una cámara de fotografía profesional en casa de Mayoral, sustraída del coche que supuestamente robaron los integrantes del FRAP para el asesinato de la calle Alenza, también supone un elemento corroborador para Ladrón de Guevara. “Me llama mucho la atención que, si realmente no fueron ellos, 50 años después sigan sin decir quién fue”, añade. Así pues, sobre este comando que realizó el primer disparo mortal del FRAP opina que “hay elementos para pensar que fueron ellos quienes llevaron a cabo las acciones por las que fueron juzgados, aunque sin respetar su derecho a defensa e injustamente fusilados”.
Evidencias a favor de su inocencia
La visión que aporta Roger Mateos es diferente. Mateos es autor de El verano de los inocentes. El secreto del último fusilado del franquismo (Anagrama, 2025). Después de una profunda investigación, que le ha llevado a consultar diversos archivos y a recopilar decenas de testimonios durante los últimos tres años, el periodista afirma que Baena es inocente. “Cuando cae ese comando, la Policía ya tenía muchísima información sobre el FRAP, eso es innegable. Muchas veces obtenida bajo tortura, por confidentes y, por supuesto, por seguimientos policiales”, explica.
Portada de El verano de los inocentes, de Roger Mateos. ANAGRAMA
La acumulación de evidencias hace que Mateos sostenga que Baena no fue el autor material de la muerte de Lucio Rodríguez. “Incluso en la prueba pericial del revólver que confiscaron a Baena por el atentado del 19 de julio, donde sí que disparó él y por el que nunca fue juzgado, hay trazas de que modificaron los datos para hacerla coincidir con el atentado del día 14”, abunda.
Por otro lado, incide en que Mayoral nombra en la DGS a Baena cuando este todavía no había sido detenido. “Esa era una práctica habitual entre los detenidos sometidos a torturas en las comisarías franquistas, quienes se veían obligados a firmar declaraciones autoinculpatorias. Señalaban a un camarada todavía libre con la esperanza de que pudiera escapar de la detención”, se explaya Mateos.
Cuando Baena cayó, la Policía ya tenía el esquema del atentado en la cabeza. Solo había que apretar lo suficiente para que los detenidos aceptaran los papeles que las fuerzas de seguridad del régimen les habían otorgado de antemano. “Las torturas pasaron por encima de Baena como una apisonadora… hasta que firmó la declaración autoinculpatoria”, resume el periodista.
Los cuatro, y no tres, hombres del comando
La estrategia de defensa esgrimida por los militantes del FRAP, quienes negaron su participación en los hechos, también cerraba una posible salida para Baena. “Desarmaba su capacidad de defensa, porque en el caso de que hubiera un cuarto hombre implicado que hubiese escapado, tampoco lo podía decir”, comenta el propio Mateos siguiendo la estela de varios testimonios que han señalado la existencia de un militante del FRAP más en la escena de los hechos. Se refiere al testimonio de un sereno que afirmó en su momento ver a cuatro hombres, y que uno escapó. Otra testigo llegó a ir a comisaría a decir que Baena no se parecía en nada al autor material de los disparos. Además, el periodista ha conseguido otra declaración clave que señala que uno de los terroristas consiguió escapar a Francia. Desde entonces, silencio.
“El régimen nunca quiso investigar si quien disparó era un cuarto hombre. Enterró esa línea de investigación porque si reconocían que el autor material del disparo se había escapado, se derrumbaba todo el sumario”, opina Mateos, quien puntualiza que “no hay una sola evidencia que pueda demostrar que Baena disparó en la calle Alenza”.
Por el contrario, el autor del libro de Anagrama ha acumulado decenas de datos, indicios y evidencias, así como contradicciones flagrantes en la instrucción del caso, que sustentan su tesis. Y todo ello pese a que tanto Mayoral como Chivite, los otros dos militantes del FRAP condenados a muerte cuyas penas fueron conmutadas en la causa sobre el atentado en Alenza, siguen mostrándose escurridizos a la hora de hablar de lo sucedido.
Cómo honrar la memoria de Baena
¿Se sabrá algún día quién disparó realmente las balas que mataron a Lucio Rodríguez? Mateos responde: “Depende de si deciden dar un paso al frente aquellos que sí saben realmente lo que ocurrió, porque los hechos están prescritos y amnistiados”.
No sería la primera vez que algo así sucede. Ocurrió en 1963. Dos anarquistas, Joaquín Delgado y Francisco Granado, fueron ejecutados a garrote vil por supuestamente haber hecho explotar dos bombas en la sede del Sindicato Vertical y en la Sede Central de la Policía, en la misma DGS. Tres décadas después, otros dos anarquistas admitieron ser ellos los verdaderos autores del atentado en un documental. “Aquello fue una manera de reparar la memoria de Delgado y Granado. Quién sabe si algún día alguien querrá seguir ese camino con lo sucedido en la calle Alenza”, profundiza el propio Mateos.
Sea como fuere, medio siglo después la voz de Aute sigue retumbando con los versos que terminaron convirtiéndose en himno: “Presiento que tras la noche / vendrá la noche más larga. / Quiero que no me abandones / amor mío, al alba”. Aunque él siempre dijera que se trataba de una canción de amor.