Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Hay días en que la política española parece escrita por un guionista obsesionado con las metáforas matrimoniales. Junts per Catalunya anuncia un “divorcio” con Pedro Sánchez y, sin embargo, ambos continúan compartiendo techo, mirándose de reojo, calculando si todavía necesitan al otro para pagar la hipoteca de la legislatura. Es una historia de seducciones, gestos estudiados y una tensión permanente que ya no sorprende a nadie. Pero es también –y sobre todo– un ejercicio de hipocresía mutua: cada uno interpreta el papel que más le conviene mientras la política real avanza por otros cauces.
Por un lado, Pedro Sánchez ha perfeccionado el arte del cinismo amable. Sabe que necesita a Junts per Catalunya para no hundirse y despliega, cuando conviene, una coreografía de contrición y seducción: reconocer “retrasos”, insinuar rectificaciones, prometer que “esta vez sí” se cumplirán los acuerdos. Son gestos calculados, que siempre llegan cuando el Gobierno tiene el agua al cuello y necesita reconstruir, como sea, una mayoría que nunca termina de serlo. Estos movimientos ni comprometen de verdad ni obligan a demasiado; solo quieren insuflar la sensación de que el diálogo está vivo, de que hay opciones, de que el naufragio aún puede aplazarse.
Por otro lado está Junts per Catalunya, atrapada en una posición tan incómoda como imprescindible. Llevan semanas exhibiendo un discurso de máxima firmeza, proclamando que el acuerdo con el PSOE está en fase terminal, que la legislatura agoniza. Pero, a la hora de la verdad, no cierran la puerta: bloquean, sí, pero no rompen. Se indignan, pero no ejecutan. Simulan desvincularse, pero no son capaces –ni quieren– empujar el sistema hacia unas elecciones que dejarían la amnistía a medio camino. Es su propia versión de la farsa: gritar mucho, actuar poco y resistir lo suficiente para no perder la pieza central del tablero.
La realidad –cruda, prosaica– es que Junts per Catalunya no tiene alternativa. No puede matar la legislatura hasta que la amnistía sea irreversible. Ese es el núcleo del “baile de las apariencias”: su supervivencia política es ahora inseparable de la ejecución final de la ley que debe proteger a sus dirigentes. Esto explica que hayan optado por una estrategia de resistencia silenciosa: hacer todo el ruido posible para que su base perciba músculo y dignidad, pero mantener suficiente margen para volver a negociar cuando cambien las condiciones.
También explica la incomodidad de ver cómo el aparato de Junts per Catalunya denuncia, con gravedad republicana, el incumplimiento del Estado… mientras en paralelo sostiene, en la práctica, la misma legislatura que critica. Las palabras van en una dirección; los hechos, en otra. Y demasiada gente ya lo ha entendido. El PSOE lo sabe y juega con ventaja. Sabe que Junts per Catalunya necesita tiempo y sabe que, por mucho que gruñan, el bloque independentista no se puede permitir provocar un terremoto que haga descarrilar la amnistía. Por eso Sánchez puede practicar ese estilo tan suyo de gobernanza al límite: ofrecer medio compromiso, anunciar medio paquete de medidas, avanzar medio metro, retroceder un cuarto. Es un ejercicio de cinismo sostenido que solo funciona porque la correlación de fuerzas lo permite y porque nadie quiere asumir el coste de una ruptura real.
Esta “cohabitación hostil” mantiene en suspenso toda la actividad legislativa, pero mantiene igualmente vivo el relato de unas relaciones que aún pueden reconducirse. Es un teatro que sirve a ambos: al PSOE para comprar estabilidad y presentarse como la fuerza dialogante; a Junts per Catalunya para exhibir firmeza mientras prolonga, indefinidamente, la ficción de que son ellos quienes tienen el pulso de la gobernabilidad.
Pero en algún momento la danza dejará de funcionar. Porque este juego de seducciones y reproches permanentes no construye nada y solo aplaza decisiones. Y porque, cuando la amnistía esté finalmente cerrada, Junts per Catalunya tendrá que demostrar si su estrategia era resistir para avanzar o si, sencillamente, no tenía ningún otro lugar al que ir. Igualmente, el PSOE tendrá que dejar de actuar como si el Estado fuera un campo de pruebas y empezar a asumir que cumplir acuerdos no es una concesión, sino una obligación.
Hasta entonces seguiremos asistiendo al baile. Un baile cansado, hecho de gestos que ya no engañan y de palabras que suenan gastadas. Un baile en el que todos saben lo que busca el otro, pero todos prefieren fingir que se trata de una gran partida de ajedrez. Cuando en realidad es, simplemente, una coreografía de supervivencia.
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