“A abril de 2024 las Reservas Internacionales Netas apenas sumaban $us 1.796 millones, de los cuales solo $us 139 millones estaban en divisas líquidas (el resto en oro y otros activos)” (Agencia de Noticias Fides, 2024).
Esta
falta de divisas ha dificultado la importación de insumos
esenciales, amplificando la inflación y la escasez de bienes
básicos. La crisis de combustible —con importaciones de diésel y
gasolina restringidas por falta de dólares— ha golpeado el
transporte y la producción agrícola, encareciendo aún más los
alimentos en los mercados locales. Bolivia se encuentra al borde del
abismo económico, con una población que resiente el encarecimiento
de la vida y un modelo de desarrollo que muestra señales claras de
agotamiento.
Detrás
de esta coyuntura hay causas estructurales profundas. Durante años,
el país confió en un modelo extractivista rentista (un modelo
keynesiano), basado en la exportación de gas natural y otras
materias primas, cuyo auge financió más de una década de
estabilidad y programas sociales. “Sin embargo, ese “milagro
económico”
comenzó a agrietarse cuando las reservas de gas se redujeron y los
precios internacionales cayeron” (Trigo, 2025). La falta de
diversificación productiva dejó a Bolivia vulnerable: al
desplomarse los ingresos por gas, también lo hicieron las fuentes de
divisas, desatando una crisis financiera. El resultado ha sido una
economía estancada, con reservas agotadas y una población
enfrentando la inflación más alta en mucho tiempo. Aunque la
inflación oficial anual aún es de un dígito, la realidad en los
mercados populares es de precios de alimentos y combustibles cada vez
más inalcanzables para el ciudadano común. Esta situación de
precariedad inédita alimenta la percepción de que el país vive un
declive acelerado, generando una “frustración
generalizada”
entre la gente.
Candidatos
“salvadores” sin propuestas concretas
Pese
a la gravedad de la crisis, el panorama político rumbo a las
elecciones generales de 2025 resulta desolador. Proliferan
candidaturas que se promocionan casi en tono mesiánico, prometiendo
ser la salvación, pero carecen de planes serios para afrontar los
problemas de fondo. De hecho, más del 70% de las organizaciones
políticas creadas en las últimas dos décadas desaparecieron tras
su primera elección, reflejando la débil institucionalización de
los partidos en Bolivia (Sánchez Morales, 2025). Muchos de estos
frágiles frentes electorales no son más que trampolines
personalistas: plataformas improvisadas para candidatos que se erigen
como “salvadores”
sin propuestas concretas
(Sánchez Morales, 2025). En lugar de debates ideológicos sólidos o
programas de gobierno, abundan los slogans vacíos y las promesas
populistas inviables (desde gasolina más barata hasta empleos
fantasiosos) que subestiman la complejidad de la crisis.
Esta
alarmante desconexión entre los candidatos y la realidad del país
ha sido señalada por analistas de diversas tendencias. Incluso el
presidente Luis Arce –quien hasta hace poco se perfilaba como
candidato oficialista– dio un mensaje anual que fue ampliamente
criticado por su vacío de soluciones. Su discurso del 22 de enero de
2025 estuvo “lleno
de vacíos e insuficiencias, careciendo de propuestas sólidas”
para encarar la crisis económica, social y política (Chávez,
2025). En vez de presentar un plan creíble para resolver la escasez
de dólares, la inflación o la caída productiva, Arce optó por
anuncios genéricos (un “pacto social” ambiguo y la promesa de un
Proceso
de Cambio 2.0)
y por culpar a enemigos externos –la derecha, el “imperialismo”–
de todos los males. Como señaló el economista Gonzalo Chávez, fue
más un mitin de campaña encubierto que un informe de gestión: un
intento de victimización
y polarización
antes que un ejercicio de autocrítica y solución real (Chávez,
2025).
Del
lado de la oposición tradicional, el panorama no es mucho mejor.
Tras la convulsión postelectoral de 2019 y la vuelta del MAS al
poder en 2020, la oposición de derecha quedó desarticulada y
carente de un proyecto claro de país. Persiste un ultrapersonalismo
y “autismo” político –como lo describió un columnista– que
impide conectar con las necesidades sociales urgentes. Se reciclan
las mismas caras de siempre y “sin
partidos, sin propuestas, sin militancias”,
las fuerzas opositoras bailan alrededor de sus propias egolatrías en
vez de aventurarse a construir alternativas programáticas genuinas
(Sánchez Morales, 2025). Es decir, mientras el oficialismo encarna
un proceso de implosión interna (con la pugna entre “evistas”,
“arcistas”
“androniquistas”
fragmentando el voto popular), la oposición no logra capitalizar el
descontento porque tampoco ofrece una visión de cambio estructural
que entusiasme a las mayorías. Ambas orillas del espectro político
parecen cómodas en la superficialidad: reducen la contienda a
ataques personales, promesas fáciles o a revivir viejas consignas,
eludiendo el debate de fondo sobre cómo sacar al país de la crisis.
Frustración
ciudadana y democracia en entredicho
La
consecuencia natural de esta desconexión política es un profundo
hartazgo ciudadano. Cada elección renueva la esperanza de encontrar
líderes capaces de transformar las desigualdades del país, pero esa
ilusión choca una y otra vez con la realidad del caudillismo, la
corrupción y la distancia entre gobernantes y gobernados. Lo que
debería ser un ejercicio de fortalecimiento democrático termina
evidenciando la fragilidad institucional y alimentando el desencanto
popular. Muchos bolivianos sienten que, gobierne quien gobierne, no
hay un proyecto de país que responda a sus necesidades: el sistema
político se ha vuelto una “comedia
de enredos”
donde todos prometen y nadie cumple, y donde los problemas de siempre
(empleo precario, salud y educación deficientes, inseguridad
económica) permanecen sin soluciones de fondo.
Este
ciclo de promesas vacías y decepciones acumuladas ha derivado en una
peligrosa crisis de representación. La población percibe que ni el
oficialismo ni la oposición hablan por ella. El Movimiento Al
Socialismo (MAS), antaño instrumento aglutinador de indígenas,
campesinos y sectores populares, hoy aparece fracturado y sin norte
ideológico claro. Retomando a Antonio Gramsci, podríamos decir que
“el bloque histórico del MAS sufre una crisis
de hegemonía:
ya no logra representar los intereses de su base social ni articular
un proyecto de futuro creíble” (Machuca, 2024). La ruptura entre
el expresidente Evo Morales y el presidente Arce ha dejado un vacío
político; ninguna figura consigue encarnar a ese electorado amplio
que antes votaba unido en torno al “proceso de cambio”. En las
encuestas con miras a 2025, por ejemplo, el joven líder Andrónico
Rodríguez –promovido por una facción masista– encabeza la
intención de voto con apenas 25%, un porcentaje muy lejos de las
mayorías absolutas (50-60%) que el MAS solía obtener en el pasado
(Machuca, 2025). Es claro que, dividido, el oficialismo difícilmente
podrá ganar en segunda vuelta. Así, el partido que dominó la
última década hoy parece haber perdido su capacidad unificadora,
confirmando las tesis de Gramsci sobre la erosión de un bloque
dominante cuando éste deja de consensuar proyectos comunes.
Del
otro lado, la oposición derechista tampoco ofrece una representación
convincente. Sus líderes siguen enfrascados en disputas de ego y
cálculos cortoplacistas. En palabras de un analista, “persiste el
ultrapersonalismo y el autismo político” en esas filas, lo que
genera una completa desconexión con las demandas reales de la
sociedad (La Razón, 2024). Sin partidos sólidos ni militancias
comprometidas, la oposición prefiere explotar la imagen de sus
caudillos “sagrados” –sean estos ex mandatarios, cívicos
regionales u outsiders de turno– en lugar de aventurarse a
construir propuestas coherentes de gobierno. El resultado es un vacío
de alternativas: ante la ausencia de narrativas esperanzadoras,
muchos ciudadanos caen en la apatía o en la polarización visceral
(el “anti-MAS”
vs el “anti-derecha”),
sin expectativas genuinas de mejora. Elegimos a menudo por afinidad
emocional o por rechazo al adversario antes que por evaluar planes de
gobierno. Después de votar, la sociedad civil vuelve a la pasividad,
dejando de vigilar a las autoridades hasta que estalla la siguiente
crisis. Este círculo vicioso de descontrol y desconfianza termina
normalizando fenómenos como la corrupción sistemática –donde
nepotismo, clientelismo y uso electoral de recursos públicos campean
sin castigo (Sánchez Morales, 2025)– y, peor aún, erosionando la
fe en la democracia misma.
De
hecho, pensadores críticos latinoamericanos como Franz Hinkelammert
han advertido que, en nuestra región, el Estado a menudo funciona
más como “aparato de opresión” que, como Estado de derecho,
dada la parcialidad de la justicia y la corrupción endémica
(Machuca, 2024). Bolivia no es la excepción: la captura del sistema
judicial para perseguir rivales –practicada tanto por el gobierno
de Arce como anteriormente por el entorno de Morales– ha convertido
al aparato estatal en instrumento de facción, minando la
credibilidad de las instituciones. Cuando amplios sectores perciben
que el gobierno solo atiende a sus propios intereses y que la
oposición solo busca recuperar el poder para los suyos, la
legitimidad de todo el sistema democrático se pone en entredicho.
Hoy por hoy, la confianza pública en órganos fundamentales
(Tribunal Electoral, justicia, Parlamento) está por los suelos.
Según un estudio reciente, menos de 3 de cada 10 bolivianos confían
en su órgano electoral y la mayoría ve la política con
escepticismo y resignación (Sánchez Morales, 2025). Esta situación
es sumamente peligrosa: la deslegitimación democrática puede abrir
la puerta a salidas autoritarias o a estallidos de violencia, si la
población siente que las vías institucionales ya no sirven para
canalizar sus demandas. El divorcio entre dirigentes y ciudadanía
–esa “alarmente
desconexión”
entre gobernantes y gobernados– ha gestado un caldo de cultivo
donde germinan la frustración y la desesperanza, dos enemigos
mortales de la democracia.
Impacto
y Reforma de la Subvención a los Combustibles en Bolivia
La
subvención a los combustibles fósiles en Bolivia se ha disparado a
niveles insostenibles: en 2024 costó cerca de $us 4.000 millones, el
doble que el año anterior (Brújula Digital, 2024), y para 2025 el
Gobierno aún proyecta destinar en torno a $us 2.900 millones
(alrededor del 10% del presupuesto nacional). Este enorme gasto ha
erosionado las finanzas públicas y las reservas del Banco Central.
Bolivia importa más del 50% de la gasolina y 86% del diésel que
consume (Brújula Digital, 2024); la factura en divisas por
combustibles pasó de representar 4% a 9% del PIB (International
Monetary Fund, 2024, p. 6), drenando rápidamente las reservas
internacionales (a fines de 2024 las líquidas caían a niveles
críticos (RT Staff Reporters, 2025)) y agravando el déficit fiscal
(hoy en torno al 9% del PIB). En el plano social, si bien la
subvención ha mantenido bajos los precios internos (conteniendo la
inflación y protegiendo la canasta básica), sus beneficios están
mal distribuidos: al ser universal, termina favoreciendo
desproporcionadamente a los grandes consumidores de combustible. La
agroindustria del oriente –con alto consumo de diésel (3,3
millones de litros diarios solo en ese departamento) y abundante
capital transnacional– junto con la minería (p.ej. cooperativas
auríferas) se cuentan entre los principales beneficiarios, al punto
que el Gobierno ha priorizado su abastecimiento incluso en plena
escasez (RT Staff Reporters, 2025). Una parte importante del diésel
subvencionado ni siquiera llega al consumidor local, desviándose al
contrabando (se estima que el país pierde unos $us 600 millones al
año por esta vía) (Buttermann, 2025).
¿Cómo
salir de este laberinto? Desde una perspectiva crítica, la solución
no pasa por un “gasolinazo” neoliberal (que trasladaría de golpe
el costo a las mayorías), sino por reorientar la política de
subsidios: reemplazar la subvención indiscriminada por subsidios
focalizados que protejan a los sectores populares y productivos
vulnerables (transporte público, pequeños productores campesinos,
etc.), emprender una transición energética que reduzca la
dependencia de hidrocarburos importados, y aplicar medidas de
justicia redistributiva (por ejemplo, gravar a las empresas que más
se han beneficiado del diésel barato) para que el ajuste no recaiga
a los de abajo.
Hacia
una agenda económica de transformación
Frente
a este panorama de crisis estructural y vacío programático, es
imperativo replantear el proyecto de país desde una perspectiva
crítica. No se trata de inventar promesas demagógicas de campaña,
sino de construir una agenda seria de transformaciones económicas
que aborde las raíces de nuestros problemas. A continuación, se
proponen algunas medidas y enfoques que podrían integrar esa agenda
de cambio:
-
Fortalecimiento
de la producción nacional e industrialización con valor agregado
Es
urgente superar el modelo primario-exportador. Bolivia debe
industrializar sus recursos naturales en vez de exportarlos en bruto.
Esto implica invertir en plantas de procesamiento de gas, litio,
minerales y productos agropecuarios, de modo que el país exporte
combustibles procesados, baterías de litio, metales refinados y
alimentos elaborados, capturando mayor valor agregado local. Solo así
se crearán empleos de calidad y se dejará atrás la dependencia de
los vaivenes de las materias primas. Experiencias pasadas enseñan
que la industrialización dirigida por el Estado, con planificación
estratégica, puede impulsar el desarrollo –tal como sucedió en
países asiáticos– siempre y cuando se combata a la par la
corrupción y la ineficiencia burocrática. En este sentido, resulta
vital una economía con control nacional de los recursos y
diversificación productiva.
-
Políticas
activas de exportación y equilibrio de la balanza de pagos:
Para
resolver la escasez de divisas, el país debe exportar más y
depender menos de las importaciones no esenciales. Esto requiere una
política exterior económica agresiva: abrir nuevos mercados para
productos bolivianos, renegociar acuerdos comerciales desfavorables y
apoyar con incentivos fiscales a sectores con potencial exportador
(por ejemplo, manufacturas textiles, alimentos orgánicos, turismo
comunitario, litio industrializado). Al mismo tiempo, se deben
identificar y sustituir importaciones superfluas mediante producción
local (lo que fortalece la soberanía económica). Medidas como
créditos blandos y asistencia técnica a exportadores, junto con un
tipo de cambio competitivo, pueden incrementar el ingreso de dólares
de manera sostenible (Machuca, 2024). El objetivo central es lograr
un equilibrio en la balanza de pagos, evitando déficits crónicos.
Un balance de pagos sano restablecería paulatinamente las reservas
internacionales y reduciría la vulnerabilidad externa. Cabe destacar
que incentivar ciertas inversiones extranjeras estratégicas –bajo
condiciones estrictas de transferencia tecnológica y sociedades
público-privadas donde Bolivia conserve mayoría accionaria–
podría contribuir también a generar divisas sin ceder soberanía.
No obstante, cualquier apertura al capital externo debe supeditarse
al proyecto nacional de desarrollo y no al revés.
-
Soberanía
alimentaria y revolución agroecológica:
La
reciente crisis ha evidenciado la peligrosidad de depender de la
importación de alimentos básicos. Es imprescindible avanzar hacia
la soberanía alimentaria, apoyando al campesino, cooperativas y
pequeños productores para que aumenten la producción de granos,
hortalizas, carne y lácteos destinados al consumo interno. El Estado
debe proveer semillas, riego, maquinaria y asistencia técnica,
promoviendo una agricultura sostenible y climáticamente inteligente.
Además de garantizar el abastecimiento interno a precios justos,
esto diversifica la economía rural más allá del cultivo de coca o
de la soya de exportación. Un país que alimenta a su población sin
depender del exterior es un país verdaderamente soberano. Invertir
en agricultura y ganadería local no solo reducirá la factura de
importaciones, sino que generará empleos rurales, frenará la
migración campo-ciudad y mejorará los ingresos de miles de familias
campesinas, reduciendo la pobreza en el área rural.
-
Estrategia
alternativa para el litio:
El
litio es el “oro blanco” del siglo XXI y Bolivia posee las
mayores reservas mundiales en el Salar de Uyuni. Sin embargo, hasta
ahora su explotación ha sido mínima y marcada por la intermediación
de capitales extranjeros en condiciones poco ventajosas. Una
alternativa audaz, es vender directamente carbonato de litio a países
vecinos como Brasil, sin pasar por corporaciones transnacionales. Un
acuerdo bilateral con Brasil –que busca asegurar insumos para su
industria de baterías– podría proveer a Bolivia ingresos en
divisas considerables de inmediato. Pero a diferencia de los
contratos opacos firmados recientemente con empresas de China o Rusia
(que han sido incluso suspendidos por la justicia boliviana por falta
de transparencia), este acuerdo debe negociarse con total
transparencia y soberanía, garantizando que la mayor parte de los
beneficios quede en Bolivia.
La
venta directa de litio, así como su industrialización local en
plantas estatales o mixtas, permitiría que el país retenga un
porcentaje mucho mayor de las ganancias. Además, librarse de la
tutela tecnológica extranjera en la cadena del litio sentaría un
precedente de independencia en un rubro estratégico. En paralelo,
Bolivia podría liderar una alianza regional del litio junto a
naciones como Argentina, Chile y México, para coordinar precios
justos y evitar la depredación foránea de este recurso (una suerte
de “OPEP del litio” desde el Sur Global). El litio bien podría
ser la palanca para un nuevo modelo de desarrollo, siempre que se
administre con visión de futuro y no como un botín político.
-
Reformas
institucionales y pacto nacional para el desarrollo:
Ningún
plan económico prosperará sin un mínimo de estabilidad política e
institucional. La fragmentación del MAS y la falta de una oposición
responsable hacen necesario un nuevo pacto nacional. Retomando ideas
de Gramsci y Lenin, la izquierda boliviana requeriría reconstruir un
bloque histórico amplio, un frente nacional-popular que incluya a
movimientos sociales, sectores progresistas e incluso a las bases
desencantadas tanto del masismo como de la oposición. Este frente
podría impulsar un gobierno de transición o al menos una agenda
común para enfrentar la emergencia económica, con el compromiso de
rescatar las instituciones del Estado de su partidización. Una
reforma profunda del sistema judicial, por ejemplo, es ineludible
para restablecer la confianza de la gente (un poder judicial
independiente que rompa con su uso como arma política). Del mismo
modo, se debe democratizar la toma de decisiones dentro de los
partidos: el liderazgo caudillista debe dar paso a mecanismos de
deliberación colectiva y renovación dirigencial. Solo con más
democracia –tanto en el Estado como al interior de las fuerzas
políticas– podrá la sociedad boliviana asumir un rol activo y
vigilante para que se ejecuten las transformaciones económicas
propuestas. En última instancia, se trata de recuperar la política
como herramienta al servicio del bien común, y no como espectáculo
o comedia de enredos.
Retomar
el horizonte de un cambio real
Bolivia
se encuentra en una encrucijada histórica. La crisis múltiple que
golpea al país –económica, social, política– ha expuesto las
fisuras de un modelo agotado y de un sector dirigencial más
preocupado por su supervivencia electoral que por el destino
nacional. Una elección sin propuestas reales, donde los candidatos
rehúyen debatir soluciones de fondo, amenaza con ser poco más que
una comedia
electoral
estéril que prolongue la agonía de la población y profundice el
desencanto con la democracia. Pero esta situación, por grave que
sea, también abre una oportunidad: la de pensar y construir un nuevo
proyecto de país.
Esa
construcción exige beber de nuestras mejores tradiciones de
pensamiento crítico –desde el marxismo hasta la filosofía de la
liberación de Franz Hinkelammert– y también aprender de los
errores del pasado. Implica entender, como advertía Carlos Marx, que
las masas organizadas deben luchar con un propósito claro de
transformación estructural, evitando desgastarse en acciones
aisladas o en disputas mezquinas (Machuca, 2024). Implica reconocer,
como señalaba Gramsci, que la crisis
consiste justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer,
y que en ese interregno surgen fenómenos morbosos. Hoy Bolivia vive
su propio interregno: el viejo modelo económico y político se
desmorona, pero lo nuevo aún no cuaja. Llenar ese vacío con
esperanza concreta es la tarea de esta generación.
No
será fácil. Requerirá unidad en la diversidad –un bloque amplio
que anteponga el interés nacional a las rencillas faccionales– y
una ciudadanía vigilante que empuje a sus líderes más allá de la
comodidad. Requerirá también honestidad intelectual para
diagnosticar la crisis sin maquillajes y valentía política para
tomar decisiones difíciles (redirigir subsidios, enfrentar
oligopolios, revisar pactos fiscales con transnacionales, etc.). Sin
duda, habrá resistencias de aquellos que se benefician del orden
existente. Pero la alternativa –seguir por el camino de la inercia
y la improvisación– solo augura un agravamiento del colapso, con
consecuencias impredecibles para la democracia y el tejido social.
En
última instancia, lo contrario de la política sin propuestas es la
política con principios y proyecto. La Bolivia post-crisis debe
aspirar a algo más que a sobrevivir: debe proponerse vivir con
dignidad, justicia y autonomía. Convertir la actual frustración en
acción colectiva transformadora es el gran desafío. Si se logra
articular esa agenda económica de corte popular y soberano,
acompañada de profundas reformas institucionales, quizás podamos
dejar atrás la tragicomedia electoral y dar paso a un nuevo capítulo
histórico donde la esperanza tenga asidero real. Como reza el adagio
atribuido a Lenin, “hay
décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas”;
Bolivia podría estar adentrándose en esas semanas definitorias. Que
nos encuentre, entonces, con propuestas en mano y el pueblo
empoderado, listos para convertir la crisis en oportunidad y la
resignación en un porvenir diferente. Solo así esta comedia de
errores podrá devenir, al fin, en una auténtica transformación
social.
Por
lo pronto, el escenario pre-electoral sigue dominado por la comedia
amarga de un oficialismo dividido, que amenaza con prolongar la
inestabilidad en lugar de resolverla. Las próximas semanas dirán si
el MAS fracturado encuentra alguna síntesis o si, por el contrario,
la crisis de liderazgo termina pavimentando el retorno de aquellos a
quienes solía derrotar.
Referencias
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de Noticias Fides. (2024, 2 de mayo). Reservas
Internacionales: Bolivia sólo tiene $us 139 millones en dinero y $us
1.688 millones en oro.
https://www.noticiasfides.com/economia/reservas-internacionales-bolivia-solo-tiene-us-139-millones-en-dinero-y-us-1-688-millones-en-oro
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https://brujuladigital.net/economia/2024/08/21/en-un-ano-la-subvencion-a-los-hidrocarburos-se-duplico-y-alcanzara-los-us-4-mil-millones-36574
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https://www.riotimesonline.com/bolivias-economic-model-faces-collapse-as-reserves-and-exports-plunge/
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