Esta entrevista con Cristina Farré se publicó originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerla en catalán aquí.
Quedamos en una cafetería del centro de la ciudad condal. Es una tarde agradable, templada. Cristina Farré llega con paso decidido. Tiene una energía que descoloca: habla rápido, con intensidad, con esa clase de convicción que solo se ha visto en personas que realmente se han jugado la piel. Su libro, Ho vam donar tot (editado por Manifest Llibres), se ha convertido en un pequeño fenómeno: no solo rescata la memoria del Partido Comunista Internacionalista (PCI), sino que recuerda qué significaba realmente luchar contra el franquismo cuando la lucha comportaba prisión, tortura, exilio o muerte. Es un libro escrito con el pulso de quien sabe que decir la verdad tiene un precio —y que, aun así, hay que pagarlo.
Ella fue quien, en plena agitación estudiantil de 1969, lanzó el busto de Franco por una ventana de la Universidad de Barcelona. La acción tuvo un enorme eco político, pero nunca se supo quién había sido la autora. Ahora, medio siglo después, lo explica con la naturalidad de quien ya no le debe nada a nadie. Es solo un fragmento de una vida marcada por la lucha antifranquista, la clandestinidad, la prisión, el exilio en Argelia, Colombia y Cuba, y el regreso a una Barcelona posolímpica que la hizo sentirse extraña en su propia tierra. Fundó la asociación ELNA, dedicada a la educación emocional y al empoderamiento de jóvenes y familias, convencida de que solo cambiando la manera de relacionarnos podemos cambiar algo más profundo.
Cuando terminamos la entrevista, la acompaño hasta Via Laietana, delante del edificio de la policía. Cada mes, un martes, allí se reúnen asociaciones que reivindican memoria y reparación para las víctimas de la tortura franquista. Hoy, ella será la encargada del parlamento. Experiencia vital no le falta. Tiene claro lo importante de estos actos porque, como dice, «no se puede perder la memoria porque, si se pierde, se pierde todo».
Escribes que el libro está dedicado a quienes dejaron la vida en el camino revolucionario y a las nuevas generaciones que no lo vivieron, pero deben saberlo. Pero las encuestas dicen que los jóvenes actuales son más de derechas que nunca. ¿Qué esperanza tienes en las nuevas generaciones?
Hay un giro a la derecha global, no solo entre los jóvenes. Es un fenómeno mundial. Pero también hay mucha más gente joven implicada de lo que parece. Hay una parte de la juventud que vive en el espejismo de la opulencia, pero es una ilusión. Y, aun así, si comparas con otros lugares del mundo, somos unos privilegiados. El problema es que eso no llena a nadie. No tenemos pisos, no tenemos expectativas, y no hay una militancia como la de antes. Nosotros nos dejábamos la piel, literalmente. Trabajábamos en la fábrica, después hacíamos reuniones, sabíamos que podían detenernos o matarnos, pero íbamos. Ahora eso no se puede repetir. Hay que pensar la militancia de otra manera.
Ese desencanto general quizá tiene que ver con la sensación de que ya no se puede cambiar nada. Para ti, ¿qué significa «cambiar el mundo» hoy?
El mundo está mucho peor que cuando yo militaba. En aquel momento había un contexto internacional: revoluciones por todas partes, esperanzas compartidas. Sabíamos que era posible. Después, desde los centros de inteligencia y el capitalismo mundial —sobre todo los Estados Unidos—, lo orquestaron todo muy bien: la droga, la represión, las divisiones internas. Y consiguieron desmantelarlo todo.
Pero la llama de querer una humanidad más justa, sin discriminaciones, eso no se apaga nunca. Puede quedar escondida, pero siempre está ahí. Nosotros no triunfamos, pero aún estamos aquí para recordar que hay que seguir picando piedra. Y eso, a muchos jóvenes, les emociona.
También decías que tenemos la barriga llena.
No es exactamente eso. Lo que digo es que no nos hagamos ilusiones: la militancia no será la misma. Hay que adaptar los valores a las circunstancias actuales. Si quieres movilizar a la gente, no puedes limitarte a hacer un cartelito y ya está. Eso no sirve. Hace falta trabajo de base: puerta a puerta, hablar con la gente, convencerla. Si no hacemos eso, no avanzaremos.
¿Qué condiciones han cambiado?
Primero, la esperanza internacional. Nosotros sabíamos que la revolución era posible porque pasaba en todas partes: Vietnam, Cuba, Argelia, el Sáhara… Había un contexto. Después, el capitalismo mundial y los Estados Unidos supieron desactivarlo todo muy bien: represión, infiltraciones, droga, mil estrategias. Aniquilaron movimientos enteros, como las Panteras Negras. La llama continúa, sin embargo. Hay gente que, aunque no diga nada, no soporta las crecientes desigualdades. Y eso siempre puede estallar.
También dices que el mundo es privilegiado pero, al mismo tiempo, no. Sin piso, sin trabajo estable, sin expectativas…
Sí. Somos privilegiados si nos comparamos con África, Asia o América Latina. Pero las condiciones de vida aquí también se han degradado mucho. Aunque se tenga trabajo, es precario. Pero, aun así, no podemos esperar que la militancia sea igual. Antes sabíamos que podían matarnos, torturarnos o encarcelarnos en cualquier momento. Y seguíamos. Eso hoy es impensable.
Quizá también hay un pesimismo general, una sensación de impotencia.
Y tanto. Pero yo siempre respondo lo mismo: no sé si la revolución es posible, pero es absolutamente necesaria. Y esa es la diferencia. La humanidad no puede aguantar indefinidamente esta degradación. La situación es tan insostenible que tiene que estallar. Cada vez hay más desigualdades, y esto no puede durar para siempre.

Encaminaste tu militancia hacia el PCE(i), aunque tu familia lo había hecho hacia el Front Nacional de Catalunya. ¿Por qué te decantaste por el comunismo y no por el anarquismo o el catalanismo?
Lo que más me movió fue el internacionalismo. Siempre he pensado que no tiene que haber fronteras, que cada uno debe poder vivir donde quiera. Me siento muy catalana, pero la revolución la habría hecho en cualquier lugar. Además, viví de cerca la cuestión del Sáhara Occidental, y eso me marcó. En aquel momento, el único partido realmente internacionalista era el PCI.
El anarquismo no lo encontré en mi camino, pero hoy día me entendería perfectamente. El otro día, un chico de un colectivo anarquista me abrazó y me dijo que le había gustado mucho el libro. Le dije: «Si me invitáis, voy». Porque ahora lo que me interesa es encontrar acuerdos mínimos con quien quiera destruir este mundo injusto. Estamos hablando de la supervivencia de la humanidad, no de matices.
Pero la crítica al Estado y al capitalismo también forma parte del anarquismo.
Sí, pero no lo encontré. Y ahora, a estas alturas, me da igual. El otro día un chico anarquista me abrazó y me dijo que le gustaría que fuera a una casa okupada a hablar. Y voy a ir. Ahora lo importante es destruir este mundo injusto. El resto son matices.
Volviendo a Cataluña: dices que el fracaso del 1-O fue no entender que una revolución requiere sacrificios.
Es que es evidente. Cuando te embarcas en algo así, sabes que habrá muertos, presos, represión. No puedes fingir que no lo sabías. La burguesía catalana pensaba que se lo regalarían. Y no. Nadie regala nada. Siempre lo digo: no hay ninguna revolución en el mundo que haya triunfado sin pagar un precio.
¿Crees que, si se hubiera ido hasta el final, había posibilidades reales?
Si se hubiera planificado bien, quizá sí. Pero no puedes dejar la dirección en manos de partidos que representan a la burguesía catalana. O la independencia la lideran las clases populares, o será más capitalismo catalán. Y a mí eso no me interesa.
Has sido una pionera también dentro del movimiento feminista, organizando, entre otros hitos, la primera huelga en una prisión de mujeres. ¿Crees que es una de las luchas más fructíferas?
Sí, sin duda. En el PCI teníamos muchas mujeres con responsabilidades. Éramos el único partido que tenía más mujeres que hombres en el Comité Central. Pero eso no quiere decir que no hubiera machismo. También teníamos que luchar contra eso dentro del partido. Ahora sí que ha habido avances: más incorporación de la mujer al trabajo, más concienciación. Pero también veo cosas que me preocupan. Cuando una chica me dice que es normal que su novio le controle el móvil «porque así no tiene nada que esconder», pienso: ¿qué es lo que hemos avanzado, realmente? Llevo cincuenta años luchando contra esto. La extrema derecha ha hecho mucho daño con su discurso antifeminista, y pese a los avances, creo que hemos progresado poco. Poquito, sinceramente.
En el libro también hablas del silencio con tus hijos y de la importancia de la lengua. ¿Qué relación ves entre identidad y lengua?
Para mí, lengua e identidad son inseparables. Hace 15 años que nunca cambio de lengua. Si alguien me habla en castellano y lleva 30 años viviendo aquí, le respondo en catalán y le digo: «Te hablaré despacio, porque alguien tiene que ayudarte». La lengua es cultura, es huella, es memoria.
Esto pasa en todas partes. En Argelia, por ejemplo, los autores que escriben en francés también arrastran esa colonización mental. Pero en el caso catalán hay un problema añadido: la mezcla de población y unas políticas lingüísticas desastrosas. No sé si las próximas generaciones vivirán en catalán. Y es triste, pero así es.
También criticas duramente la Transición…
Es que es evidente que la Transición fue una operación cosmética. Si en 2021 apalean jóvenes en la calle por defender a Pablo Hasél, ¿eso es democracia? Si tenemos a un rey corrupto y a un rapero en prisión, ¿eso es una democracia? Es una democracia heredera del franquismo. Y en Europa tampoco veo democracias auténticas. Pero aquí, menos todavía: las cloacas del Estado son profundas. Un Estado puede funcionar sin cloacas. Pero un Estado autoritario, no.
¿Te costó volver del exilio?
Mucho. Fue lo más duro. Volver a una Barcelona consumista, postolímpica, donde mucha gente que yo conocía se había vendido por un cargo. Yo venía de la clandestinidad y me encontré un país irreconocible. Pero poco a poco me impliqué en movimientos feministas, asociaciones, solidaridad… Todo lo que consideré necesario. Organizativamente, no me he sentido a gusto en ningún sitio. Pero colaboro con todo lo que me parece justo.
Para acabar: ¿qué esperas de este libro?
Lo he escrito por deber, como un tributo a mi generación y a todos los que lucharon. No es un libro de historia, es un relato de vida, de convicciones. He tardado siete años en escribirlo, dudando mucho, intentando no herir a nadie. Y un día lo ves impreso y piensas: «Ya está». Pero es justo lo contrario: es cuando todo empieza.
Me ha sorprendido mucho la respuesta, la cantidad de gente que me escribe, que me llama, que quiere hablar del libro. Incluso les doy unas tarjetas de cerámica con mi contacto. Y me dicen cosas maravillosas. Creo que este libro no tiene caducidad. Es para el presente y para el futuro. Si sirve para que un solo joven piense que el mundo se puede cambiar, ya habrá valido la pena.
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