“Nuestro
norte es el Sur”.
Joaquín
Torres García
“No
entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros bosques y
sacan petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya
atestada de carros como Nueva York”.
Dirigente
indígena ecuatoriano.
“África
no es el patio trasero del mundo, no es un campo de batalla, no es un
laboratorio de pruebas ni su depósito de materias primas. ()
África no se arrodillará”.
Ibrahim
Traoré
Cooperación
(¿capitalista o socialista?)
Partamos
de una pregunta fundamental: ¿existe
la cooperación desinteresada entre países?
Radicalmente: no.
Los Estados –que son siempre el mecanismo de dominación de una
clase sobre otra– no tienen “amigos”; tienen intereses. Si se
unen, lo hacen en función de desarrollar programas que los
beneficien, y siempre ese beneficio –que será el de los capitales–
se logrará a partir de la explotación/marginación/aplastamiento de
las grandes mayorías. La Unión Europea, o la OTAN, por ejemplo,
como muestra de esas uniones, dejan más que claro que benefician
solo y exclusivamente a muy pequeñas élites poderosas. La población
de a pie mira pasivamente sin ser invitada al festín.
Ampliando
la pregunta: ¿puede
haber cooperación desde el Norte próspero –Estados Unidos y
Canadá, Europa Occidental, Japón– con los empobrecidos Estados
del Sur? Absoluta
y radicalmente: no.
El vínculo allí establecido, aunque disfrazado de altruismo, es la
más abyecta y repulsiva explotación, siempre a favor de esas
pequeñas minorías detentadoras del poder (léase: megacapitales),
todo lo cual no es sino otro mecanismo de control y dominación de
una clase (cúpula económica global) sobre otra (la gran mayoría de
la humanidad).
Por
tanto, dentro del modelo capitalista, la cooperación genuina,
solidaria y desinteresada, no
es posible.
Siempre hay agendas, muchas veces ocultas: el Plan Marshall de
Estados Unidos del final de la Segunda Guerra Mundial no fue hecho
por generosidad y filantropía, sino que consistió en un mecanismo
para convertir a la devastada Europa en socia menor y rehén de los
capitales estadounidenses, evitando así la expansión del comunismo
soviético. La OTAN no defiende la “libertad” en el planeta, sino
que es una instancia de fuerza militar de esos megacapitales para
enfrentarse a la amenaza soviética en su momento, y ahora para poder
intervenir en cualquier punto, incluso contrariando su mandato. La
Unión Europea es el proyecto del Viejo Mundo para volver a ser
potencia hegemónica, destronada por Washington de ese sitial, unión
que –además de no estar sirviendo para ese fin– solo está
favoreciendo a los capitales europeos en detrimento de su población.
En
otros términos, en el marco del capitalismo está más que
comprobado que no hay cooperación, colaboración, hermandad. Solo
viles intereses (recuérdese aquello de “el
capital no tiene patria”,
ni valores, ni moral, ni humanidad). Con planteos socialistas –es
lo que intentaremos mostrar con este opúsculo– sí puede haber
cooperación solidaria, de igual a igual, respetuosa. En definitiva,
eso busca el socialismo: la igualdad, la equidad.
El
mundo que generó el desarrollo del sistema capitalista es
francamente
desastroso.
Pese a las posibilidades reales que la revolución científico-técnica
vigente ha abierto para terminar con problemas ancestrales de la
humanidad (hambre, inseguridad, miedo, desamparo), las relaciones
sociales vigentes hacen de la sociedad global un lugar
monumentalmente injusto: mientras en algunos lugares se desperdicia
comida (40% en Estados Unidos), en otros muere de hambre una persona
cada 7 segundos. Mientras se habla de libertad
y democracia,
las potencias saquean sin descaro a muchas regiones del globo.
Mientras se habla de paz, un Norte cada vez más agresivo e inhumano
hace la guerra contra un Sur que comparativamente se empobrece día a
día, enriqueciendo así a los fabricantes de armamentos, que se
frotan las manos con cada nuevo conflicto bélico que se abre –muchas
veces, fomentado por ellos mismos–. Pese a que nuestro grado actual
de desarrollo permitiría otro mundo, alrededor del 40% de la
población planetaria –según datos del Banco Mundial, para nada
sospechoso de “comunista” –, es pobre y carece de los recursos
mínimos para llevar una vida digna (faltan alimentos y se sobrevive
con malnutrición o desnutrición crónica, carece de saneamiento
básico, vive sin acceso a energía eléctrica, casi 15% de la
humanidad es analfabeta –dos tercios de ese total son mujeres–, y
pese a que el discurso dominante nos dice hasta el hartazgo que
vivimos la era de la comunicación y la super informatización, 35%
de la población mundial no tiene acceso a internet. La tecnología
de punta nos lleva al espacio sideral, pero no puede terminar con la
miseria, la desnutrición, los niños de la calle. “Las
bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con
los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la
ignorancia”,
expresó acertadamente Fidel Castro. Sin
la menor duda, este mundo no va bien para las grandes mayorías
populares.
Mientras
en algunos países se realiza agricultura de precisión con big
data,
asistencia de inteligencia artificial, robótica de última
generación y apoyo satelital –para producir más comida de la
necesaria, mucha de la cual se desperdicia–, en otros aún se
utilizan arados de bueyes, o se cultiva a mano. Y mientras algunos
están buscando agua en el planeta Marte, alrededor de 10.000
personas por día mueren en la Tierra por falta del vital líquido,
niños menores fundamentalmente. Las religiones hablan de amor entre
los seres humanos. ¿Se les podrá creer, o son parte también del
discurso de dominación? “Las
religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para
mantener bajo control a los pueblos ignorantes”,
había dicho Giordano Bruno –lo que le valió la hoguera–. Parece
que no se
equivocó.
Los
ideales de igualdad social, de equidad y justicia que se divulgaron
por todo el orbe décadas atrás –y con el que muchos pueblos
comenzaran a construir sociedades distintas: el
socialismo real–
han sufrido un retroceso. Pero no están muertos. El socialismo como
ideología sigue vigente, aunque golpeado y desacreditado por la
cultura del capital. De todos modos, si bien el retroceso sufrido
estas últimas cuatro décadas en la lucha por un mundo más
equitativo fue grande, esa lucha no ha terminado. Por el contrario,
hoy pareciera necesario su resurgimiento más que nunca, con nuevos
bríos, ante esta avanzada fabulosa que están teniendo las
propuestas de ultraderecha, que vienen ganando terreno en forma
acelerada. El socialismo
no está muerto,
sino que ahora, más que nunca, debe oponérsele a este neofascismo
que empieza a barrer la superficie del planeta, difundiendo un
intolerable supremacismo peligrosísimo.
El
Sur, tal como la experiencia lo ha demostrado por muy largos años,
no puede esperar de ese Norte, de los poderes que comandan ese Norte
–que dirigen, en definitiva, buena parte del curso del planeta en
su conjunto– sino más
de lo mismo.
Desde que el mundo moderno, en los albores del capitalismo incipiente
hace ya cinco siglos, globalizó la sociedad planetaria, desde el
momento en que la industria naciente empezó a difundirse por todo el
orbe, el Norte no ha traído sino desgracias para los pueblos de lo
que imprecisamente se llamaba Tercer Mundo, ahora nombrado Sur
global. El saqueo de América
Latina,
de África,
de Asia, la consecuente pobreza y represión que eso significó, la
dependencia –y por supuesto la humillación aparejada–, todo eso
no ha terminado. Los invasores blancos, sus saqueos sangrientos con
sus armas de fuego, sus barcos negreros y la imposición violenta del
cristianismo como broche de oro de la dominación, no han terminado.
Esa dominación hoy sigue presente con la figura de “inversiones
extranjeras”, créditos de organismos financieros internacionales
–en realidad, pesada e impagable carga para el Sur: cada niño que
nace en Latinoamérica ya debe 2.500 dólares a esas instituciones–
y la cultura que se impone desde la corporación mediática global,
que domina nuestras vidas tanto como ayer las espadas y trabucos y
luego los golpes militares pergeñados por las potencias imperiales,
con militares torturadores preparados por esas potencias. En
síntesis, la historia no ha cambiado gran cosa. Como siempre, si la
situación se recalienta demasiado, ahí están las herramientas
necesarias para poner en vereda a los “primitivos” descarriados.
Ayer, militares golpistas formados en la represión interna y
Doctrina de Seguridad Nacional; hoy: guerra jurídica y “revoluciones
ciudadanas” disfrazadas de democráticas: las cosas cambian
superficialmente, pero en esencia, siguen siendo lo mismo: el
Norte sigue explotando al Sur sin la más mínima clemencia.
¿Es
posible la integración?
En
medio de ese panorama, va surgiendo una nueva idea: integración
desde el Sur como alternativa, para oponerse a esa dominación
avasalladora del Norte. Pero ¿qué integración? ¿De derecha o de
izquierda? ¿De los capitales o de los pueblos oprimidos?
Proyectos
de integración dentro de América Latina ha habido muchos, desde los
primeros de los líderes independentistas a principios del siglo XIX
(Bolívar, San Martín, Sucre, Morazán) hasta los más recientes del
siglo XX y XXI: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio
–ALALC–, la Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común
Centroamericano, la Comunidad del Caribe –CARICOM–.
Recientemente, y como el proyecto quizá más ambicioso: el Mercado
Común del Sur –MERCOSUR–, creado por Argentina, Brasil,
Paraguay, Uruguay y Bolivia en 1996, al que se han unido
posteriormente Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Sin
contar, obviamente, con el intento de recolonización del ALCA, que
en realidad es más una sumatoria de países bajo la égida de
Washington que una genuina integración. Dicho proyecto como tal no
prosperó, por la reacción de los gobiernos progresistas de inicio
del siglo en la región, lo que no impidió que el imperialismo
norteamericano estableciera de inmediato tratados de “libre”
comercio –que de libres no tienen absolutamente nada– entre la
potencia y los empobrecidos países del Sur, poniendo Washington las
condiciones, leoninas, por cierto. Por supuesto, ninguna de estas
iniciativas es una integración que beneficie a las grandes mayorías.
Los únicos beneficiados con estos proyectos son los capitales,
nacionales o transnacionales, básicamente los de Estados Unidos.
Allí, definitivamente, sería ridículo hablar de “cooperación”,
aunque en algún pomposo documento oficial se utilice esa expresión.
El papel aguanta todo, sin dudas.
El
punto máximo en el planteo de integración de esas aristocracias es
el actual proyecto de MERCOSUR. Hay que destacar que ese mecanismo se
centra en la integración capitalista, siempre ajena a los intereses
populares. Para los sectores explotados en verdad no hay diferencias
sustanciales entre el MERCOSUR y el ALCA. Como correctamente analiza
Claudio Katz: “Las
clases dominantes de la región se asocian, pero al mismo tiempo
rivalizan con el capital externo. Propician el MERCOSUR porque no se
han disuelto en el proceso de transnacionalización. Estos sectores
buscan adecuar el MERCOSUR a sus prioridades. Promueven un desarrollo
hacia afuera que jerarquiza la especialización en materias primas e
insumos industriales, porque pretenden compensar con exportaciones la
contracción de los mercados internos. El problema de la deuda está
omitido en la agenda del MERCOSUR. Los gobiernos no encaran
conjuntamente el tema, ni discuten medidas colectivas para atenuar
esta carga financiera. Han naturalizado el pasivo, como un dato de la
realidad que cada país debe afrontar individualmente”.
En otros términos: con estos modelos de integración por arriba para
las mayorías populares no hay, también, sino más
de lo mismo.
Por
su lado, en África igualmente existen intentos integracionistas.
Sucede, igual que en Latinoamérica, que esos procesos en general
están realizados desde una óptica capitalista. Web Du Bois y George
Padmore impulsaron originalmente las reivindicaciones de la población
negra del continente, aunque con un contenido tibio, sin tocar las
raíces económico-sociales de la situación de África; es decir:
sin abordar el proceso en clave de explotación
capitalista.
Como se ha dicho en alguna oportunidad, representan la “cara
amable” del panafricanismo. Estas propuestas denunciaron la
dependencia colonial, pero una vez obtenidas las independencias
formales en las décadas de los 50 y 60 del siglo XX, no tomaron una
radical distancia de los ex invasores, sino que plantearon una suerte
de acomodación neocolonial. Para ello estuvieron abiertos a las
inversiones privadas de capitales multinacionales, fomentando el
libre comercio en los marcos del capitalismo. En otros términos,
reclaman una suerte de nuevo Plan Marshall para compensar los daños
ocasionados por las metrópolis colonialistas, a cambio de no
fomentar propuestas muy “osadas” que lleven hacia planteos
socialistas. Igual que en Latinoamérica, esas iniciativas de
integración son “más de lo mismo” para las paupérrimas
mayorías populares.
En
la actualidad existen diversos mecanismos de integración del
continente, tales como la Unión
Africana (UA), el Área de Libre Comercio Continental Africano
(AfCFTA, por su sigla en inglés), las Comunidades Económicas
Regionales (CER), que actúan como apoyo a la UA (CEDEAO
–para el África Occidental–, SADC –para el África Austral–,
COMESA –para África Oriental y Austral–, y otras). Todas ellas
se mueven en la dimensión de la libre empresa, avalando la
existencia de burguesías nacionales y el acomodo con los capitales
transnacionales. Si bien representan intereses supuestamente propios,
de países africanos formalmente libres, todas estas iniciativas
guardan estrechos lazos con el capitalismo occidental, del que pueden
terminar siendo, sabiéndolo o no, sus defensores.
Es
preciso reconocer que en el anárquico desarrollo del capitalismo a
nivel mundial, los países más desfavorecidos del Sur también han
visto nacer en su propio seno sociedades capitalistas que no dejan de
repetir las diferencias constatables a nivel internacional. Las
formaciones económico-sociales precapitalistas de todas las
sociedades del Sur no significan modelos de justicia; los regímenes
monárquicos y las sociedades preindustriales previas a la llegada de
los “hombres blancos” en cualquier parte del Sur no constituyen
por fuerza situaciones de equidad. En África, por ejemplo, era una
tradición el esclavismo, donde tribus de población negra
esclavizaban, y en algunos casos vendían al “invasor blanco”,
hermanos de color. El “buen salvaje” viviendo en un mundo
paradisíaco no pasa de mito, de grotesco mito incluso, que encierra
un profundo racismo. Sin dudas el capitalismo que irrumpió por todo
el planeta no hizo sino perpetuar esas injusticias, cubriéndolas en
muchos casos con un manto de falsa modernidad. De hecho hoy, pueblos
originarios de los países del Sur, también han ido entrando de
manera deformada/forzada en moldes capitalistas, y hay burguesías
locales explotadoras tanto en el África subsahariana como en los
pueblos americanos prehispánicos. Ello se articula con las
burguesías de origen “blanco” que se impusieron en el Sur, más
la expoliación imperialista de los grandes centros colonialistas:
Estados Unidos y algunas potencias euro-occidentales, como Reino
Unido, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos.
Hoy,
ya entrado el siglo XXI, es rigurosamente imprescindible plantearnos
pasos superadores de esta situación. Es casi necesidad imperiosa
para evitar el desastre de la especie como un todo, por el colapso
medioambiental en que nos encontramos, por la posibilidad de la
guerra que encuentra el sistema como válvula de escape, siempre a
costa del pobrerío. El modelo consumista y guerrerista que el Norte
ha impuesto no es sostenible, y el Sur debe encaminarse hacia nuevas
alternativas. El socialismo –aunque hoy la ideología de derecha lo
demonice– es la única alternativa realmente válida. Valen las
palabras de Rosa Luxemburgo: “Socialismo
o barbarie”.
Del Norte no se puede esperar sino más
de lo mismo:
saqueo y dependencia, insoportable arrogancia y violencia. Va
surgiendo así la idea de una integración novedosa del Sur con el
Sur. Pero hay que ser muy cuidadosos en esto: ¿integración por
arriba o por abajo? ¿Integración de las élites o de los pueblos
siempre sufridos? ¿Qué hay con la cooperación internacional?
Hay
cooperaciones y cooperaciones
La
llamada “cooperación internacional” que desde hace ya largas
décadas los países capitalistas más poderosos (Estados Unidos,
Europa Occidental, Japón, Canadá) le otorgan al Sur global
(Latinoamérica, África, regiones del Asia) no es precisamente
solidaria.
Es una “estrategia
contrainsurgente no armada”,
tal como la concibieron los ideólogos estadounidenses en su inicio,
concepción que no ha cambiado en el transcurso del tiempo. La
primera iniciativa de “cooperación” la realizó Estados Unidos:
la Alianza
para el Progreso,
puesta en marcha en los 60 del siglo pasado, bajo la administración
del presidente John Kennedy. Dicha estrategia surgió inmediatamente
después de la Revolución Cubana de 1959, como un mecanismo de
protección contra “recalentamientos
sociales”.
Es decir, un colchón para aminorar malestares en los países más
empobrecidos, para intentar evitar ollas de presión que, como Cuba,
en cualquier momento podrían salirse de la órbita capitalista
pasándose al socialismo. En otros términos: una fabulosa
arma de control social.
No se trata, en absoluto, de una “devolución” al Sur global por
un supuesto arrepentimiento moral, una forma de “lavar culpas”.
Es, lisa y llanamente, otro mecanismo de sujeción más, tanto como
los créditos del FMI y el Banco Mundial, o las tropas siempre listas
para invadir.
Después
de la potencia norteamericana otros países capitalistas se sumaron a
ese tipo de acciones, eso de “brindar ayuda”; fue así que en
1971 las naciones más prósperas, las que están en condiciones de
ofrecer cooperación con el Sur siempre explotado y empobrecido,
fijaron, en el marco de las Naciones Unidas, el compromiso de
contribuir anualmente con el 0.7% de su Producto Interno Bruto a la
ayuda internacional al desarrollo. Hoy, más de 50 años después,
son muy pocos los que cumplen esa meta. Por supuesto, ningún país
del Sur global salió de su estado de exclusión y postración
gracias a esas “ayudas”, ni podrá salir nunca, porque no se dan
para eso, sino para terminar creando más dependencia. La USAID,
la agencia de cooperación más grande del mundo,
ahora
temporalmente cerrada por el gobierno de Trump a partir de problemas
internos en su administración –luchas entre demócratas y
republicanos– es la cara amable de la CIA, el injerencismo que
prepara las intervenciones de Washington en los territorios que tiene
bajo su control. El Norte da migajas con una mano –la llamada
“cooperación”, imponiendo las agendas a los países que la
reciben– pero solo a título de paños de agua fría, mientras
quita sin misericordia con la otra, robando, explotando, sacando lo
mejor de los recursos, endeudando sin piedad a los países
empobrecidos. No hay la más mínima cooperación real. Muy
claramente lo expresó un funcionario italiano ligado a estos temas,
Luciano Carrino: “La
cooperación representa la voluntad de una parte de las poblaciones
de los países ricos de luchar contra racismos, la pobreza, la
injusticia social y mejorar la calidad de vida y las relaciones
internacionales. Una voluntad que los grupos en el poder tratan de
voltear en su provecho pues la cooperación para el desarrollo humano
persigue objetivos oficialmente declarados, pero sistemáticamente
traicionados (…)
Los
datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación
parecen demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es
orientado hacia la ayuda a dominios prioritarios del desarrollo
humano. El resto sirve para objetivos comerciales y políticos que
van en el sentido contrario.”
Más claro, imposible.
Eduardo
Galeano resumió genialmente los contrastes entre esa “ayuda” del
Norte y una auténtica relación solidaria: “A
diferencia de la solidaridad, que es horizontal y se ejerce de igual
a igual, la caridad se practica de arriba-abajo, humilla a quien la
recibe y jamás altera ni un poquito las relaciones de poder.”
Por
supuesto que existe otra forma de brindar cooperación distinta a
esta suerte de limosna condicionada; por supuesto que se pueden y
deben buscar reales mecanismos solidarios Sur-Sur; una cooperación
auténtica, de hermanamiento, que busca la solidaridad, la
horizontalidad. Todo ello recuerda lo sucedido en la histórica
Conferencia de Bandung, Indonesia, en 1955, que propició la creación
del Movimiento
de Países No Alineados –NOAL–, que tendría un papel de suma
importancia durante la Guerra Fría, sentando bases para una
integración de los países que iban saliendo del colonialismo con un
criterio más social, antiimperialista. Se buscaba allí propiciar
mecanismos de igualdad, no que perpetúen las diferencias. Por lo
pronto, aunque en la actualidad ya prácticamente no hay colonias
mantenidas a punta de bayoneta, la dependencia de las que fueran
colonias con respecto a las metrópolis sigue siendo enorme. Francia,
por ejemplo, no podría mantener su estatus de potencia económica si
no fuera por el robo descarado que continúa perpetrando en África.
Hoy, tercera década del siglo XXI, el neocolonialismo no ha
terminado. La Conferencia de Berlín de 1884/5 sigue vigente en su
esencia, cuando unas pocas potencias capitalistas europeas se
dividieron el continente africano sobre un mapa. Al igual que el
pacto silencioso de esas mismas metrópolis imperialistas que pesó y
sigue pesando sobre Haití, que tuvo la mortal osadía de proclamarse
independiente en 1804, declaración llevada adelante por esclavos
negros, lo que le valió la determinación imperial de nunca más
permitirle levantar cabeza (hoy Haití está entre los países más
pobres del planeta). El mundo sigue dividido entre “hombres blancos
civilizados”, ¡y muy poderosos!, y “razas inferiores, salvajes”.
¿Hasta cuándo?
En
estas últimas décadas han surgido nuevas opciones, intentos de unir
el Sur, pero no sus clases dirigentes, sino a los países pobres, a
los pueblos siempre oprimidos. Eso es algo aún en construcción,
pero ya hay interesantes experiencias. Por ejemplo, el ALBA-TCP
–Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado
de Comercio de los Pueblos–, vigente en América Latina, o la
Alianza de Estados del Sahel –Malí, Burkina Faso y Níger–, una
unión panafricana de Estados que se considera el primer paso hacia
una África unificada y antiimperialista, surgida a partir del
movimiento militar acaecido en Burkina Faso en 2022 liderado por
Ibrahim
Traoré,
retomando las banderas de las propuestas socialistas de Thomas
Sankara, el histórico luchador burkinés, revolucionario marxista
conocido como “el Che Guevara africano”, asesinado por el
gobierno francés en una maniobra encubierta. O, como ejemplo que
ennoblece, las brigadas cubanas (médicas, de alfabetización,
deportivas) que brindan apoyo solidario en tantos países.
El
ALBA, surgido a partir de la Revolución Bolivariana en Venezuela
comandada por Hugo Chávez, se fundamenta en la creación de
mecanismos para crear ventajas cooperativas entre las naciones, que
permitan compensar las asimetrías existentes entre los países del
hemisferio. Se basa en la creación de Fondos Compensatorios para
corregir las disparidades que colocan en desventaja a las naciones
débiles frente a las principales potencias; otorga prioridad a la
integración latinoamericana y a la negociación en bloques
subregionales, buscando identificar no solo espacios de interés
comercial sino también fortalezas y debilidades para construir
alianzas sociales y culturales. En palabras de Milos Alcalay,
anterior representante de la República Bolivariana de Venezuela ante
Naciones Unidas: “Cuando
la cooperación Sur-Sur ha sido instrumentalizada de manera
sistemática y continua, ha demostrado ser un mecanismo útil para
enfrentar la realidad mundial y reducir la vulnerabilidad de nuestros
países frente a los factores internacionales adversos. Ha logrado
maximizar la complementariedad entre nuestros países. Sin embargo, y
así debemos reconocerlo, sus potencialidades yacen allí, a la
espera de su explotación y uso eficiente. Hasta ahora se ha
subutilizado. Se ha desaprovechado como instrumento que ofrece
oportunidades viables para procurar, individual y colectivamente,
mayor crecimiento económico, desarrollo sostenible y para
asegurarnos una participación más efectiva en el sistema económico
mundial”.
Estas iniciativas –por ejemplo, la petrolera Petrocaribe, o el
canal televisivo Telesur–, con un talante social, buscando
distanciarse de Washington, chocan con todo lo que implementa el
imperialismo estadounidense, secundado por la Unión Europea muchas
veces, para entorpecerlas y/o frenarlas.
Los
movimientos panafricanistas que hoy se están dando en el Sahel
africano, con un claro contenido antiimperialista y socialista, están
ayudando a varios países de
África occidental – que anteriormente eran colonias francesas– a
comenzar la construcción de algo nuevo, un bloque que mira con
buenos ojos a Rusia –heredera de la Unión Soviética, la que ayudó
mucho al sufrido continente africano– y a China, hablando con un
lenguaje marxista y anticolonialista. Producto de esas dinámicas
Mali, Chad, Senegal, Níger y Costa de Marfil expulsaron de sus
territorios a las tropas francesas que allí permanecían como
fuerzas neocolonialistas, lo cual provocó la airada protesta del
presidente Emmanuel Macron –hablando siempre desde su arrogancia
imperial– acusando a Burkina Faso –e indirectamente a Traoré
(¿ya estará sentenciado a muerte, tal como hicieron con Sankara?)–
de “ingratitud”,
pues esas naciones habrían “olvidado
agradecerle”
a Francia todo el esfuerzo por “civilizarlos”. Eso trae a
colación la abominable expresión del ministro francés decimonónico
Jules Ferry, quien sin la más mínima vergüenza pudo decir: “Las
razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber:
el de civilizar a las razas inferiores” (hiper
mega sic). Esa ideología, totalmente repugnante, está vigente hoy,
y un primermundista –como Macron– puede ejercerla sin
preocuparse, normalizándola.
A
esto es imprescindible oponer lo dicho por el referido Ibrahim
Traoré, actualmente mandatario de Burkina Faso –uno de los países
más empobrecido del mundo, pero muy rico en minas de oro (quinto
productor en África), litio y uranio–, quien intenta inaugurar un
nuevo tipo de integración regional, no con intereses capitalistas,
sino desde el ideario socialista: “¿Por
qué África, rica en recursos, sigue siendo la región más pobre
del mundo? Los jefes de Estado africanos no deberían comportarse
como marionetas en manos de los imperialistas”,
afirmó Traoré.
En
el orden de establecer una nueva modalidad de relación Sur-Sur, es
imprescindible hablar de las ayudas que presta Cuba socialista a
otros países, incluso habiéndosela ofrecido a Estados Unidos luego
del huracán Katrina que golpeó inclemente en Nueva Orleans, no
aceptada por el imperio. La revolución cubana no regala lo que le
sobra, no hace caridad: comparte solidariamente con sus hermanos del
continente y de otras latitudes. Pese al embargo criminal del que
viene siendo objeto desde el momento de su nacimiento, su cooperación
genuina con otros pueblos del Sur es un hecho paradigmático. En la
actualidad cerca de 40.000 profesionales y técnicos cubanos prestan
sus servicios en alrededor de 100 países. Además de brigadistas
voluntarios que trabajan en
cooperativas agrícolas y proyectos sociales en distintas partes del
Sur global, la isla apoya
solidariamente a más de 15 países a través del método de
alfabetización “Yo sí puedo”, desarrollado en Cuba, el cual
contribuyó a que casi dos millones de personas aprendieran a leer y
escribir en varios pueblos latinoamericanos. Pero la ayuda más
emblemática está dada por las brigadas
médicas.
Ellas están en la actualidad en 56
países con 24.000 personas trabajando (médicos, estomatólogos,
enfermeros, técnicos sanitarios), dando consulta en las diferentes
especialidades médicas (muchas veces en zonas inhóspitas, donde
profesionales locales no van), atendiendo también en catástrofes
naturales y crisis sanitarias –epidemias, por ejemplo–, a lo que
hay que agregar 1) la Operación Milagro, destinada a la atención de
patologías oculares, con 3 millones de personas atendidas, y 2) la
Escuela Latinoamericana de Medicina de La Habana –-ELAM–, de
amplio reconocimiento internacional, dedicada a la formación de
personal de salud con un enfoque en solidaridad, atención primaria
(preventiva) y servicio a comunidades vulnerables, que hoy forma, de
manera totalmente gratuita, a jóvenes de 120 países. O igualmente
el apoyo solidario que dio la isla a Angola en términos militares
–377.000 soldados y 56.000 oficiales en rotaciones durante 16 años,
con un pico de 50.000 efectivos en 1988– para lograr su
independencia y su triunfo en la guerra civil apoyando las fuerzas de
izquierda del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA).
¿Es
posible la cooperación Sur-Sur?
La
construcción de espacios de cooperación Sur-Sur, articulados a
partir de los problemas y las dificultades comunes, ofrece una
perspectiva diferente en la que el elemento central no está dado por
el afán de acumulación capitalista ni por las aspiraciones
hegemónicas, sino que se manifiesta a lo largo de un eje más humano
basado en otra ética, no solo la del individualismo feroz: buscar
soluciones para los problemas de la pobreza y el hambre, diseñar
nuevos caminos hacia el desarrollo, defender las autonomías
nacionales y las potestades soberanas, alejándose así de la presión
dominante de los países del Norte próspero, que lo único que
buscan, más allá de retorcidos discursos altruistas que nadie puede
creer, es continuar con el saqueo del Sur. El conjunto de problemas
no resueltos por el capitalismo (hambre, atraso, inseguridad,
enfermedad, analfabetismo, dependencia técnica, financiera y
cultural) requiere de soluciones distintas y, sobre todo, reclama el
valor de la solidaridad entre los pobres como factor común y
compartido. Tal vez pueda ser éste un motor hasta ahora poco
explorado, capaz de conducir a acuerdos de nuevo tipo, con otra
inspiración y con otras finalidades.
Una nueva cooperación Sur-Sur debe ir más allá de un acuerdo económico ventajoso, el cual une por un tiempo, sólo mientras dura el interés concreto en juego, pero que no trasciende. Esta nueva cooperación debe servir para generar desarrollo social sostenible, para todas y todos por igual, sin condicionamientos. Si no, no es cooperación. Lo que queda claro, a partir de los ejemplos vistos más arriba, es que solo se puede lograr eso desde una ética socialista.
Blog del autor: https://mcolussi.blogspot.com/