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El verano del agua

Por: Isabel Cadenas Cañón

1. Lo primero que vio al llegar fue La Ría. El río, la ría, no sabía si decirle «Mira, este es el río» –palabra más universal, más útil, menos local–, o decirle «Mira, esta es la ría» –la que todas decimos, la de aquí– y explicarle que río es dulce, que ría salada, que ría es ya casi mar. Le dije las dos, explicación incluida. En aquel momento, yo no sabía cuánto castellano sabía esa niña de 9 años que acababa de llegar a Bilbao para pasar el verano lejos del calor de los campamentos de refugiados en los que vive.

Pero sí sabía que este iba a ser el verano del agua.

Un bañador, un gorro, unas gafas y una toalla fueron sus primeras pertenencias aquí. En cuanto descansó del viaje, mi hermana y yo la llevamos a la piscina. Me lo habían dicho ya, que playa y piscina son las actividades preferidas de los y las niñas saharauis que vienen a pasar el verano aquí, pero nunca hubiera podido imaginar lo que iba a ser. El primer día que se metió en el agua, no podía creer esa sensación totalmente nueva en el cuerpo: no paraba de tocar el agua con las manos, con la cara, de chapotear, de sumergirse, de sorprenderse con cada descubrimiento. No paraba de probar, no paraba de reír. Y yo no paraba de llorar: ver cómo su cuerpo iba aprendiendo a flotar, cómo no se cansaba nunca, ni cuando se caía, ni cuando tragaba agua; verla, día tras día, aprender a dar una brazada, luego cuatro seguidas, luego el ancho de la piscina. Pocos privilegios he sentido tan hondos como el privilegio de estar acompañando a descubrir el agua a alguien a quien le han robado su salida al mar.


2. Cuando vio la bola del mundo sobre la mesita de noche de su habitación, se acercó a ella, pasó el dedito por el azul mediterráneo, cruzó el Estrecho y empezó a bajar, pero no hacia la derecha, no, no hacia Argelia, sino hacia la izquierda, pasando por encima de Marruecos y llegando a El Aaiún ocupado. Paró su dedito ahí y me dijo, sin palabras aún pero con toda claridad, de ahí vengo yo. Sáhara dijo una; y Sahara repitió la otra. Después, yo señalé Tinduf en el mapa, el lugar donde están ese otro El Aaiún, ese otro Bojador, esa otra Dajla, esos nombres espejo de cada una de las wilayas que componen los campamentos de refugiados donde vive, y me miró como diciendo no, no, de ahí no, yo vengo de aquí, y siguió señalando el Sáhara ocupado por Marruecos con el dedo, sin mirar a Argelia, como si por un momento los campamentos no existieran, como si no existieran los refugiados, como si no tuviera ninguna relación con esa tierra que acoge a quienes se tuvieron que ir de la suya hace ya 50 años.

«Este no es un programa asistencial. Este es un programa político», me dijeron en la primera entrevista que me hicieron desde Vacaciones en Paz, y ahí supe que sí, que claro, que iba a entrar. Pero eso, que tan claro tuve al principio, se fue transformando en paradoja cuando ella llegó. Una vez fuimos a un curso de grafitis y ella quería, como el resto de las niñas que estaban allí, pintar corazones: fue haciéndolos azules, rojos, amarillos, y el profesor, al saberla saharaui, le pintó su bandera y al lado escribió Sahara aske y yo me emocioné, y le hice una foto con la bandera, y mientras la hacía empezó a crecer en mí una sensación que ya me acompañó todo el verano: a veces, yo, tan amiga de «la causa», que tantas veces le había dicho «Sahara hurra», quería que ella fuera solo una niña; que el verano le trajera, también, el privilegio de no ser nada más que una niña de vacaciones en lugar de un símbolo político, una bandera andante, de llevar todo el peso de 50 años de ocupación sobre ese cuerpecito de apenas 28 kilos.


3. «Mira, esta es tu familia», le dijeron cuando llegué a buscarla. Rarísimo me sonó, y me reactivó el temor que había tenido cuando decidí acoger: que esa niña no fuera a tener hermanitas o hermanitos con los que jugar; que en nuestra casa, al cerrar la puerta, fuéramos solo ella y yo. Aunque, en realidad, esta tampoco era nuestra casa: una amiga de una amiga, a la que no conocía, me prestó su piso en Bilbao para que viviéramos ahí durante los meses de la acogida. «Como yo no puedo hacerlo, al menos apoyar», me dijo.

Tuve que haberlo entendido en ese momento, pero en realidad no lo he entendido hasta casi el final, a la hora de hacer balance, de pasar por la cabeza todo esto que he vivido con el cuerpo: acoger es, también, que la acojan a una. Primero alrededor de la idea de la niña, después alrededor de su presencia hermosa, se empezó a tejer a una red que nos ha estado sosteniendo: nos han prestado una casa, nos han regalado ropa, nos han dado de comer, en la peluquería le han cortado el pelo gratis –«para contribuir»–, personas que apenas conocía se han convertido en amigas, amigas se han convertido en comadres, a la distancia y en persona, mi hermana ha sido su aliada acuática, mi padre la ha llevado al campo, y ejércitos de niñas y niños le han enseñado a hacer pulseras, a coger olas, a hacer castillos de arena, a patinar, a saber el orden exacto en que se comen los huevos Kinder. Y claro, suena a cliché, pero todo eso es poco comparado con lo que ella nos ha enseñado a nosotras.


4. Su última semana aquí coincidió con Aste Nagusia, la Semana Grande, las fiestas de Bilbao. Salió todos los días: bailó en la romería, hizo turno en una txosna y, ante todo, se enamoró de Marijaia, esa señora rubia y con los brazos en alto que simboliza nuestras fiestas. Se hizo fotos con ella y llevaba un collar con su imagen que no se quitó nunca.

El último día de fiestas, en esa ría a la que nunca llamó río, nos despedimos de Marijaia. Ella decía que no entendía por qué la quemaban. Pero yo creo que sí: «Se va Marijaia, se acaban las fiestas, me voy yo», me dijo, ya en castellano, y me preguntó qué iba a hacer yo ahora, y allí, en la ría, mientras pensaba qué responderle, donde había empezado, se terminó este verano: el verano más ocupado, el verano más ocioso. El verano de la acogida, el verano del agua.

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Enseñar en tiempos revueltos: escuchar, imaginar, desobedecer

Por: Luis Rico
En un contexto de aumento de la ecoansiedad y del rechazo o hastío de los problemas sociales y ambientales en las aulas, escuchar el dolor para poner un suelo común al malestar, además de cultivar la esperanza y la desobediencia puede impulsar el tránsito de un presente apocalíptico y totalitario a un futuro ecosocial justo.

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¿Por qué la Europa fortaleza incomoda a Trump?

Por: Guillem Pujol

Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.

Durante décadas, la relación entre Estados Unidos y Europa se sostuvo sobre una premisa casi incuestionable: la alianza transatlántica era el eje central del orden político y de seguridad occidental, un marco hoy cuestionado por el giro de Trump y por la deriva hacia una Europa fortaleza.

Desde la Segunda Guerra Mundial y a lo largo de la Guerra Fría, Europa fue presentada como el socio natural de Washington. Un espacio político afín, basado –al menos en el relato– en valores compartidos como la democracia liberal, el multilateralismo y el Estado de derecho. Esa narrativa empieza hoy a resquebrajarse.

En diciembre de 2025, la administración Trump hizo explícito ese cambio de rumbo al publicar su nueva Estrategia de Seguridad Nacional. El documento introduce una ruptura significativa con la tradición diplomática estadounidense. Europa deja de aparecer como un aliado estratégico central y pasa a ser descrita como una región que debe asumir por sí misma su defensa y resolver sus “crisis internas”. El texto, además, incorpora una retórica cargada de referencias culturales y civilizatorias. Alerta sobre una supuesta “erosión” del proyecto europeo y cuestiona su rumbo político.

La ruptura transatlántica: cuando Europa deja de ser aliada

Las fricciones entre Washington y Bruselas no se explican solo en términos retóricos. En las últimas semanas, la tensión se ha visto agravada por las actuaciones de la Comisión Europea contra grandes plataformas tecnológicas estadounidenses, en aplicación de la nueva legislación digital europea. En abril de 2025, la Comisión impuso a Meta una multa de 200 millones de euros por incumplir el Reglamento de Mercados Digitales (DMA). Bruselas consideró que su modelo de consentimiento para la publicidad personalizada no ofrecía a los usuarios una alternativa real con menor uso de datos personales.

Más recientemente, la Comisión sancionó a X —la antigua Twitter, propiedad de Elon Musk— con una multa de 120 millones de euros por vulneraciones del Reglamento de Servicios Digitales (DSA). Las infracciones estaban relacionadas con la falta de transparencia publicitaria, el acceso limitado a datos para investigadores y un sistema de verificación considerado potencialmente engañoso. El caso de X ha adquirido, además, una dimensión política añadida. La cercanía pública de Musk al entorno de Donald Trump ha llevado a interpretar estas sanciones como parte de una ofensiva regulatoria europea contra empresas estadounidenses y, por extensión, contra su agenda política.

Una Europa ideológicamente compatible, pero estratégicamente incómoda

Sin embargo, la paradoja es más profunda de lo que parece. Desde un punto de vista ideológico, muchos de los valores que hoy está adoptando la Unión Europea –securitización, cierre de fronteras, énfasis en el orden, la defensa y el control– podrían encajar sin demasiadas fricciones con el imaginario político de Trump. Y, sin embargo, esta no es la Europa que Trump desea.

Lo que el trumpismo rechaza no es tanto la deriva autoritaria o securitaria de la Unión Europea, sino su unidad. Una Europa que actúa como bloque y coordina políticas migratorias, militares y regulatorias proyecta poder de forma conjunta. Eso la convierte en un potencial competidor económico, político y estratégico. Trump no quiere una Europa fuerte y cohesionada, aunque sea conservadora o autoritaria. Preferiría una Europa fragmentada, atomizada en Estados nación, incapaz de disputar hegemonías y más fácil de presionar bilateralmente.

Migración y control: cómo la UE consolida la Europa fortaleza

Es precisamente aquí donde la evolución reciente de la Unión Europea resulta clave. Recientemente (Diciembre 2025), los Veintisiete aprobaron un nuevo paquete de reformas en materia de migración y asilo que consolida el llamado Pacto Europeo de Migración. El acuerdo supone un salto cualitativo en la lógica de la Europa fortaleza. Representa, además, uno de los procesos de securitización más ambiciosos del proyecto europeo desde su fundación.

La nueva normativa introduce varios elementos centrales. En primer lugar, la creación de centros de retorno en países terceros, fuera del territorio comunitario. Allí serán trasladadas las personas cuyas solicitudes de asilo hayan sido rechazadas. Estos centros no se ubicarán en suelo europeo, sino en Estados que firmen acuerdos específicos con la UE. Es el caso de Albania o de países africanos que actúan como socios migratorios. Se trata de una externalización explícita del control fronterizo y del sistema de asilo.

En segundo lugar, la Unión ha aprobado una lista común de países de origen considerados “seguros”. Entre ellos figuran Marruecos, Túnez, Egipto, Bangladesh o Colombia, además de los países candidatos a la adhesión. Las solicitudes de asilo procedentes de estos Estados podrán ser tramitadas de forma acelerada y con menores garantías. La presunción es clara: no existiría persecución estructural. En la práctica, esto reduce de forma significativa las posibilidades de protección internacional.

El tercer eje del acuerdo es la ampliación del mandato de Frontex, la agencia europea de control de fronteras. Frontex refuerza su capacidad operativa dentro de la UE, pero también gana margen para actuar fuera de las fronteras comunitarias. Coordina devoluciones, apoya a autoridades de terceros países y participa en operaciones conjuntas. La frontera europea deja así de ser una línea geográfica fija. Se convierte en un espacio móvil, proyectado hacia el exterior.

El problema para Trump no es Europa, sino su unidad

Este conjunto de medidas no puede entenderse únicamente como una respuesta técnica a la gestión migratoria. Forma parte de una transformación más amplia del proyecto europeo. Recupera una lógica históricamente conocida: la de una potencia que se concibe a sí misma como moralmente superior. Una potencia legitimada para actuar más allá de sus límites territoriales en nombre del orden, la estabilidad o la seguridad. Es una lógica profundamente vinculada al pasado colonial europeo.

Mientras Trump se distancia y cuestiona la utilidad estratégica de Europa, la Unión avanza hacia una mayor integración en ámbitos clave como las fronteras, la seguridad y la defensa. Pero lo hace sacrificando parte del relato democrático que había sostenido su legitimidad política. La cohesión se construye ahora sobre el control, la exclusión y la militarización. No sobre derechos, ciudadanía o solidaridad.

La paradoja es, por tanto, doble. Por un lado, Europa adopta políticas que ideológicamente podrían encajar con el trumpismo. Por otro, lo hace desde la unidad y refuerza su capacidad de actuar como bloque. Es justamente esa combinación —autoritarismo más integración— la que incomoda a Trump. No porque contradiga sus valores, sino porque contradice sus intereses.

El resultado es un escenario inquietante: una Unión Europea que se consolida como fortaleza, que actúa cada vez más como un actor imperial y que, al mismo tiempo, pierde el respaldo político de su histórico aliado. Una Europa más fuerte, sí, pero también más cerrada, más militarizada y cada vez menos distinta del proyecto económico y racial que la historia europea ha sabido reinventar bajo nuevos nombres.

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