Hay días en que la política española parece escrita por un guionista obsesionado con las metáforas matrimoniales. Junts per Catalunya anuncia un “divorcio” con Pedro Sánchez y, sin embargo, ambos continúan compartiendo techo, mirándose de reojo, calculando si todavía necesitan al otro para pagar la hipoteca de la legislatura. Es una historia de seducciones, gestos estudiados y una tensión permanente que ya no sorprende a nadie. Pero es también –y sobre todo– un ejercicio de hipocresía mutua: cada uno interpreta el papel que más le conviene mientras la política real avanza por otros cauces.
Por un lado, Pedro Sánchez ha perfeccionado el arte del cinismo amable. Sabe que necesita a Junts per Catalunya para no hundirse y despliega, cuando conviene, una coreografía de contrición y seducción: reconocer “retrasos”, insinuar rectificaciones, prometer que “esta vez sí” se cumplirán los acuerdos. Son gestos calculados, que siempre llegan cuando el Gobierno tiene el agua al cuello y necesita reconstruir, como sea, una mayoría que nunca termina de serlo. Estos movimientos ni comprometen de verdad ni obligan a demasiado; solo quieren insuflar la sensación de que el diálogo está vivo, de que hay opciones, de que el naufragio aún puede aplazarse.
Por otro lado está Junts per Catalunya, atrapada en una posición tan incómoda como imprescindible. Llevan semanas exhibiendo un discurso de máxima firmeza, proclamando que el acuerdo con el PSOE está en fase terminal, que la legislatura agoniza. Pero, a la hora de la verdad, no cierran la puerta: bloquean, sí, pero no rompen. Se indignan, pero no ejecutan. Simulan desvincularse, pero no son capaces –ni quieren– empujar el sistema hacia unas elecciones que dejarían la amnistía a medio camino. Es su propia versión de la farsa: gritar mucho, actuar poco y resistir lo suficiente para no perder la pieza central del tablero.
La realidad –cruda, prosaica– es que Junts per Catalunya no tiene alternativa. No puede matar la legislatura hasta que la amnistía sea irreversible. Ese es el núcleo del “baile de las apariencias”: su supervivencia política es ahora inseparable de la ejecución final de la ley que debe proteger a sus dirigentes. Esto explica que hayan optado por una estrategia de resistencia silenciosa: hacer todo el ruido posible para que su base perciba músculo y dignidad, pero mantener suficiente margen para volver a negociar cuando cambien las condiciones.
También explica la incomodidad de ver cómo el aparato de Junts per Catalunya denuncia, con gravedad republicana, el incumplimiento del Estado… mientras en paralelo sostiene, en la práctica, la misma legislatura que critica. Las palabras van en una dirección; los hechos, en otra. Y demasiada gente ya lo ha entendido. El PSOE lo sabe y juega con ventaja. Sabe que Junts per Catalunya necesita tiempo y sabe que, por mucho que gruñan, el bloque independentista no se puede permitir provocar un terremoto que haga descarrilar la amnistía. Por eso Sánchez puede practicar ese estilo tan suyo de gobernanza al límite: ofrecer medio compromiso, anunciar medio paquete de medidas, avanzar medio metro, retroceder un cuarto. Es un ejercicio de cinismo sostenido que solo funciona porque la correlación de fuerzas lo permite y porque nadie quiere asumir el coste de una ruptura real.
Esta “cohabitación hostil” mantiene en suspenso toda la actividad legislativa, pero mantiene igualmente vivo el relato de unas relaciones que aún pueden reconducirse. Es un teatro que sirve a ambos: al PSOE para comprar estabilidad y presentarse como la fuerza dialogante; a Junts per Catalunya para exhibir firmeza mientras prolonga, indefinidamente, la ficción de que son ellos quienes tienen el pulso de la gobernabilidad.
Pero en algún momento la danza dejará de funcionar. Porque este juego de seducciones y reproches permanentes no construye nada y solo aplaza decisiones. Y porque, cuando la amnistía esté finalmente cerrada, Junts per Catalunya tendrá que demostrar si su estrategia era resistir para avanzar o si, sencillamente, no tenía ningún otro lugar al que ir. Igualmente, el PSOE tendrá que dejar de actuar como si el Estado fuera un campo de pruebas y empezar a asumir que cumplir acuerdos no es una concesión, sino una obligación.
Hasta entonces seguiremos asistiendo al baile. Un baile cansado, hecho de gestos que ya no engañan y de palabras que suenan gastadas. Un baile en el que todos saben lo que busca el otro, pero todos prefieren fingir que se trata de una gran partida de ajedrez. Cuando en realidad es, simplemente, una coreografía de supervivencia.
La entrada en prisión de José Luis Ábalos por el caso Koldo-Cerdán ha devuelto a la política española a su estado habitual: un equilibrio precario entre el desgaste permanente y el relato del derrumbe inminente. La imagen de un exministro –uno de los hombres que acompañó a Sánchez en su Peugeot recorriendo España para ganar las primarias hace casi una década– entrando en prisión preventiva parece apuntalar esa lectura de un ciclo que se descompone… pero que no se agota.
La doble verdad: politización judicial y corrupción real
España vive atrapada en una doble verdad difícil de gestionar. Por un lado, existe una politización de la justicia impulsada desde la derecha, en coherencia con aquella consigna de Aznar –“el que pueda hacer, que haga”– que desde hace años marca una estrategia de desgaste sistemático del Gobierno. La ofensiva contra Begoña Gómez –tan instrumentalizada que incluso el abogado de Manos Limpias renunció al caso denunciando su deriva política– y el vía crucis institucional alrededor del ya ex fiscal general Álvaro García Ortiz –primero declarado “no idóneo” por el CGPJ por 8 votos a 7, después inhabilitado por el Supremo en una resolución cuya motivación todavía se desconoce, lo que llevó a la Unión Progresista de Fiscales a denunciar “violencia institucional”– ilustran un clima jurídico-político cada vez más envenenado.
Por otro lado, existen indicios sólidos de corrupción. El caso Ábalos-Cerdán no es una invención mediática ni una pieza más del ruido de fondo. Afecta a dos de las personas más cercanas a Pedro Sánchez, figuras clave en la etapa fundacional de su liderazgo dentro del PSOE. Pretender hacer ver que todo es guerra judicial sería tan ciego como negar la existencia de la guerra judicial. Ambas dimensiones coexisten y se retroalimentan.
La mayoría parlamentaria: cifras, empates y una fragilidad aritmética inédita
Hasta la salida de Ábalos, el bloque de investidura sumaba 179 votos frente a los 171 de la oposición. Esa diferencia permitía aprobar leyes ordinarias con mayoría simple –más “síes” que “noes”– incluso en escenarios de abstención de Junts. Ábalos, pese a su paso al Grupo Mixto, había votado siempre alineado con los socialistas.
Con Ábalos ya en prisión preventiva y, por tanto, sin posibilidad de votar en el Congreso, la aritmética del bloque de la investidura se descompone. Si Junts opta por la abstención, el bloque progresista queda con 171 votos frente a los 171 de la oposición: un empate que, según el reglamento, obliga a repetir la votación –hasta tres veces–. Si la igualdad persiste, la iniciativa decae.
Si, además, Junts decide votar “no”, la oposición sumaría 178 votos, suficientes para tumbar cualquier propuesta. En ese escenario, el voto de Ábalos deja de ser determinante: con él o sin él, la derrota estaría garantizada.
Esta fragilidad numérica abre la puerta a un verdadero bloqueo legislativo. Y tiene efectos concretos: iniciativas como la subida del salario mínimo o la ley de inclusión laboral para personas con discapacidad podrían quedar en el aire si el Gobierno no consigue atraer a Junts o evitar su rechazo.
Junts: poder de bloqueo, libertad limitada
Paradójicamente, el incremento del poder de Junts llega en el peor momento para el propio partido. Sus limitaciones son dos, y ambas estructurales.
La primera es judicial. Puigdemont –y buena parte de la cúpula de Junts– depende de la ejecución efectiva de la amnistía y del cierre de las causas pendientes en el Supremo. No basta con la aprobación de la ley: todo depende de su interpretación en un contexto de resistencia interna dentro del poder judicial. PP y Vox no tienen ningún incentivo para facilitar este horizonte.
La segunda es electoral. Junts atraviesa uno de los momentos más inciertos de los últimos años. La irrupción de Aliança Catalana ha perforado su base territorial y ha alterado la geografía política catalana. La pugna con Orriols no les ha devuelto centralidad; ha generado desmovilización. Convocar elecciones en este contexto sería hacerlo desde la debilidad.
Junts tiene, pues, capacidad para tensar, condicionar y dramatizar su distancia con el Gobierno. Pero no dispone de libertad estratégica para derribarlo sin perjudicar su propio futuro judicial y enfrentarse a unas elecciones para las que no está preparado.
Bloqueo aparente, Gobierno activo: la vía del decreto ley
Con el Congreso estrechado, surge la idea de que el Gobierno no podrá aprobar nada. Pero esa lectura es incompleta. Incluso en escenarios de parálisis legislativa, el Ejecutivo conserva una herramienta clave: el decreto ley, una norma con rango de ley que el gobierno puede aprobar en situaciones de “extraordinaria y urgente necesidad”.
Sánchez ha recurrido a este instrumento en otras etapas para impulsar medidas sociales, como, por ejemplo, el Real Decreto-ley 6/2025, con medidas dirigidas a mejorar los recursos de los sistemas de financiación territorial, el Real Decreto-ley 9/2025 según el cual se ampliaron los permisos de paternidad y maternidad hasta 19 semanas, o, en septiembre, el decreto Real Decreto-ley 10/2025 por el que se adoptaron medidas urgentes contra el genocidio en Gaza y de apoyo a la población palestina.
La diferencia con otras normas es que las leyes ordinarias pasan por un debate parlamentario completo, con enmiendas, con un proceso más largo y con la intervención de las Cortes desde el principio. El decreto-ley, en cambio, lo aprueba primero el Gobierno y luego ya se debate su validez.
Es razonable pensar que, si Sánchez aspira a llegar con vida política hasta 2027, necesite encadenar algunas votaciones “ganadas” en el Congreso. Y en un país que envejece y se precariza, revalorizar pensiones, ampliar el escudo social o reforzar protecciones económicas no es solo política pública: es supervivencia electoral. En ese terreno, a Junts le seguiría resultando difícil justificar un voto en contra –y además alineado con PP y Vox– en determinadas medidas. De hecho, recientemente, pese a haber anunciado la “ruptura del pacto con el PSOE”, respaldaron el Real Decreto que movilizaba 500 millones de euros para el tratamiento e investigación de la ELA y otras enfermedades de alta complejidad.
Otro ámbito propicio para que el Ejecutivo recomponga la mayoría del bloque de investidura es el de las políticas sociales de vivienda, siempre que no sean demasiado ambiciosas; si lo fueran, tanto Junts per Catalunya como el PNV tendrían una coartada perfecta ante su electorado para desmarcarse y votar en contra. También en cuestiones de mejora o ampliación de las competencias autonómicas, o en el campo de ayudas y subvenciones a la cultura, el gobierno tendría terreno para recorrer. Recordemos que aquí, la lógica que marca el paso no es la de la aplicación de políticas de izquierdas. Hablamos de supervivencia política.
Una conclusión con cautela
¿Es sostenible este momento? En términos institucionales, sí, por improbable que parezca. El Gobierno está erosionado, pero no está muerto. La legislatura sigue viva porque Sánchez no sobrevive por su fortaleza, sino por la debilidad estratégica de quienes necesitarían hundirlo para sustituirlo. En resumen: la derecha no suma; Junts no puede romper; y la mayoría progresista, pese al desgaste, sigue cohesionada en lo esencial.
Ahora bien, conviene dejar una puerta abierta. Todo puede suceder. Si se demostrara que el caso de corrupción hundiera sus raíces en la estructura orgánica del PSOE –y no solo a personas próximas a Sánchez–, el escenario cambiaría de forma drástica. En ese caso, no solo Junts, sino también Esquerra Republicana o el PNV tendrían muy difícil sostener al Ejecutivo. Por ahora, eso no ha ocurrido. Pero la política española es un terreno donde lo improbable sucede con frecuencia.
El último barómetro del Centro de Estudios de Opinión (CEO) confirma que el PSC continúa siendo la primera fuerza en el Parlamento, pero con síntomas claros de desgaste. La proyección sitúa a los socialistas entre 38 y 40 escaños, pero, según la comparación con el barómetro anterior, esto supone perder entre dos y cuatro diputados.
En cambio, Esquerra Republicana reaviva: se colocaría en segunda posición con 22–23 escaños, lo cual implica ganar entre dos y tres respecto a la encuesta anterior. El movimiento importante se produce alrededor de Junts per Catalunya y Aliança Catalana. Junts caería hasta los 19–20 escaños, cosa que quiere decir dejarse hasta 15–16 diputados en relación con el último barómetro del CEO. Al mismo tiempo, Aliança Catalana, que a las elecciones anteriores había entrado con solo dos diputados, aparece ahora empatada con Junts, también con 19–20 escaños, después de un salto de hasta 18 escaños en la estimación.
Al bloque de la derecha española, el movimiento es más discreto pero significativo: Vox llegaría a los 13–14 diputados y avanzaría el PP, que se quedaría con 12–13 escaños. La tendencia no es tanto un gran crecimiento del PP como el hecho de que el espacio más duro de la derecha (Vox y Aliança Catalana) gana peso relativo. Mientras tanto, Comunes continuaría con unos seis diputados y la CUP se movería entre tres y cuatro, prácticamente estabilizados respecto al barómetro anterior.
Estas cifras dibujan un escenario claro: el PSC continúa al frente, ERC recupera posiciones, Junts se hunde y la extrema derecha –en versión españolista y en versión “autóctona”– consolida una presencia que hace solo unos años parecía imposible en Catalunya. Pero, como siempre pasa con las encuestas, lo importante no son solo los números, sino qué nos dicen sobre el tipo de país que se está configurando.
Aliança Catalana: ¿un partido independentista?
La lectura más obvia es que Aliança Catalana se ha “comido” una parte importante de Junts per Catalunya. Varios análisis apuntan a que alrededor de un 20% de los antiguos votantes de Junts se inclinarían ahora porSílvia Orriols, y que la fidelidad de voto de Junts es una de las más bajas del sistema. Pero el fenómeno va mucho más allá de un simple trasvase dentro del bloque independentista.
El CEO y las crónicas posteriores remarcan un punto crucial: cerca de la mitad de los votantes potenciales de Aliança Catalana no se definen como independentistas. Esto quiere decir que el partido no crece para que represente un “independentismo más puro” o una radicalización coherente del Procés, sino porque se ha convertido en un contenedor amplio de malestar. Un espacio donde confluyen votantes desencantados con Junts, votantes de Vox y del PP, personas que habían optado por ERC, y gente que, sencillamente, no encontraba ninguna opción que verbalizara su frustración.
Aliança Catalana no es, por lo tanto, la continuación del sobiranisme por otros medios, sino otra cosa: una extrema derecha que utiliza la identidad catalana como vehículo para articular un discurso de orden, de miedo y de exclusión. Su relato se centra menos en la construcción de un proyecto de país y más en la construcción de un enemigo: la inmigración, determinados barrios, cierta idea de “invasión” o de “pérdida de la Catalunya de siempre”.
Este detalle –que una parte sustancial de su electorado no sea independentista– es el que tendría que hacer saltar todas las alarmas. Indica que el que se está moviendo no es solo el eje nacional, sino una reconfiguración del voto identitario en clave autoritaria. La etiqueta “catalana” aquí no apunta tanto a un proyecto de emancipación colectiva como una frontera simbólica: un nosotros cerrado, amenazado, que necesita levantar muros (materialmente y culturalmente) para protegerse.
Dicho de otro modo: Aliança Catalana representa el punto de encuentro entre un independentismo agotado y una derecha radical europeizada, que comparte con otras fuerzas del continente la misma fórmula: mezclar precariedad, inseguridad y desigualdad con un discurso culturalista que señala la inmigración como culpable.
Síntoma de un fracaso estructural, no una anomalía repentina
Si miramos el fenómeno en perspectiva, queda claro que el auge de Aliança Catalana no es un rayo caído del cielo, ni el resultado de un único error táctico de los otros partidos. Es el síntoma de un proceso largo de degradación institucional y política, en que las fuerzas de gobierno –en Cataluña, en el Estado y a Europa– han renunciado a abordar de manera seria las raíces materiales del malestar social.
Hace años que amplios sectores de la población conviven con precariedad estructural; con trabajos inestables y mal remunerados, con una crisis de la vivienda galopante y unos alquileres desbocados, y con un Estado infrafinanciado. Y todo esto mientras el 1% acumula cada vez más y más riqueza.
En paralelo, las instituciones europeas han ido consolidando un marco de políticas migratorias abiertamente racistas y seguritarias, con Frontex como emblema de la idea de que las fronteras valen más que las vidas. La migración ha sido convertida en un problema policial y militar, no en una realidad humana a gestionar con derechos y justicia. Esta lógica, asumida por gobiernos de todos los colores, legitima de facto los marcos mentales sobre los cuales opera la extrema derecha.
A todo esto se suma un ecosistema mediático y digital que, demasiado a menudo, vincula de manera acrítica delincuencia e inmigración, alimenta titulares alarmistas y transforma casos puntuales en pruebas irrefutables de un supuesto “caos generalizado”. El resultado es un clima en que el miedo y el resentimiento se normalizan, mientras las causas estructurales –políticas de vivienda, fiscalidad, regulación laboral, redistribución– quedan fuera de foco.
En este contexto, Aliança Catalana no hace nada especialmente original: simplemente ocupa el espacio que los otros han dejado vacío. Convierte el malestar en voto, pero lo hace desplazando la responsabilidad hacia los de siempre: los más vulnerables. No cuestiona los poderes económicos, ni las élites, ni las decisiones estructurales que han llevado hasta aquí. Cuestiona el vecino, el extranjero, “los de abajo” que son percibidos como extraños.
Por eso, centrar el debate exclusivamente en si AC tendrá 18, 19 o 20 diputados es perder de vista la cuestión fundamental: ¿qué piensan hacer las fuerzas que se reivindican democráticas y progresistas ante este malestar? Si la respuesta continúa siendo gestión tecnocrática, parches a corto plazo y una apelación abstracta a unos “valores europeos” que hace tiempos que no se traducen en políticas reales, el terreno continuará siendo propicio para que la extrema derecha crezca.
El CEO no nos dice solo quién va ganando la carrera por la Generalitat. Nos dice, sobre todo, que una parte creciente del país ha dejado de creer que la política sirva para mejorar la vida. Mientras esto no cambie, Aliança Catalana continuará siendo mucho más que una encuesta favorable: será el espejo incómodo de un sistema que hace años que deja demasiada gente atrás.
En los últimos años, lo que antes ocupaba los márgenes –conspiraciones, creencias heterodoxas, teorías imposibles, supersticiones contemporáneas– ha ido abriéndose paso hasta el centro del debate público. Ya no habita solo en foros oscuros, sino que atraviesa parlamentos, campañas electorales, discursos oficiales y conversaciones familiares. Lo extraño, lo irracional y lo indemostrable se han convertido, de pronto, en herramientas políticas, en refugio emocional y en forma de resistencia –o de manipulación– frente a un mundo cada vez más complejo y tecnificado.
Ese es, precisamente, el territorio que explora Dan Schreiber enLa teoría de todo lo demás. Un viaje al mundo de las rarezas, publicado en castellano por Capitán Swing: un recorrido por historias tan insólitas como reveladoras, protagonizadas por científicos excéntricos, estrellas de Hollywood influidas por profecías apocalípticas, investigadores obsesionados con las plantas, ganadoras del Nobel que rescatan saberes ancestrales o personas que habitan, sin complejos, en la frontera entre la ciencia y la creencia.
Lejos de la burla fácil o el sensacionalismo, Schreiber se aproxima a este universo con una mezcla de humor, curiosidad y rigor, mostrando cómo lo que hoy consideramos absurdo ha estado, en muchos casos, en el origen mismo de algunos de los mayores avances del conocimiento humano. Reflexionamos con el autor sobre la relación entre ciencia y misterio, el auge de las teorías de la conspiración, la fragilidad de la verdad en tiempos digitales y la persistencia humana de creer, incluso cuando no deberíamos.
En tu libro reúnes un conjunto de historias que, aunque puedan parecer extravagantes, hablan de un deseo humano de escapar de la monotonía de la explicación puramente racional. ¿Qué dice eso sobre nuestra relación con el misterio y los límites de la ciencia?
Lo que más me interesa es cómo lo extraño y lo científico suelen ir de la mano, aunque se esconda. Cuando se publica un artículo científico, la parte rara del proceso suele barrerse bajo la alfombra. Nadie quiere decir: “Lo descubrimos porque el científico tuvo una intuición extraña la noche anterior”. Eso se deja para un biógrafo dentro de treinta años.
«Lo que más me interesa es cómo lo extraño y lo científico suelen ir de la mano, aunque se esconda».
Y hemos convertido las creencias no convencionales en algo vergonzante. La gente teme ser juzgada en su vida profesional o por sus amigos. Yo quería mostrar que, a veces, pensar de una forma lateral puede llevar más rápido a un resultado que pensar de manera lineal. No intenta defender nada, solo mostrar cómo ocurrieron ciertos descubrimientos y cómo personas brillantes dedicaron años a ideas que hoy nos parecerían ridículas.
Tengo la sensación de que el valor o la consideración que se le da a las teorías conspirativas ha cambiado mucho en pocos años. Ahora parecen tener un peso mucho más oscuro, incluso un impacto político real. ¿Qué ha cambiado?
Ha cambiado todo. Cuando éramos pequeños, no entendíamos las implicaciones. Pero, además, el contexto político actual lo ha transformado todo. Antes, si alguien hablaba de conspiraciones, desde el poder respondían: “Eso es solo una teoría conspirativa”. Hoy ocurre lo contrario: se usan como arma política. Si alguien hace algo mal, basta con decir: “Hay una conspiración contra mí”, y dejar que Internet haga el resto.
Puedes ausentarte una hora y, al volver, miles de personas habrán construido por ti la narrativa. Eso lo convierte en algo peligroso. Ya no es un tío raro en una cena familiar: ahora puede influir en elecciones, en políticas sanitarias, en decisiones colectivas.
En el libro también hablas del retorno de prácticas “místicas” en un contexto científico. ¿Cómo ves ese resurgir?
Es una mezcla curiosa. Por un lado, vivimos el auge de lo irracional: astrología, tarot, energías… nunca había visto a tanta gente de mi entorno creer en eso sin complejos. Y creo que la pandemia aceleró este proceso: de pronto, cualquiera se sentía con autoridad para hablar como experto en medicina.
«La imaginación, la intuición, la narrativa… han estado siempre ahí. Lo importante es distinguir entre lo que puede acompañar y lo que no puede sustituir a la ciencia».
Lo inquietante es cuando la intuición empieza a pesar más que los datos. Yo soy bastante racional y me preocupa lo que ocurre en lugares como Estados Unidos con la medicina. Pero tampoco hay que eliminar por completo esa parte humana, simbólica. La imaginación, la intuición, la narrativa… han estado siempre ahí. Lo importante es distinguir entre lo que puede acompañar y lo que no puede sustituir a la ciencia.
Mientras hablabas de la intuición y la línea difusa entre lo razonable y lo absurdo, pensé en cómo la locura ha sido tratada históricamente en Occidente: de una posición ambigua, incluso ligada a cierta verdad (como señala Foucault), a su encierro e institucionalización en la modernidad. ¿Crees que hoy las teorías conspirativas y las creencias marginales funcionan como un nuevo “espacio” para aquello que antes se llamaba locura?
Creo que definitivamente estamos etiquetando demasiado rápido a las personas. Hay una tendencia constante a meter a todo el mundo en una caja a partir de un solo dato: lo que creen, a quién votan, a qué le dan “me gusta”. A menudo se dice que las personas que creen en cosas como Bigfoot, por poner un ejemplo, son automáticamente de extrema derecha o simpatizantes de Trump. Y, por mi experiencia personal, eso no siempre es así. Tengo amigos que creen en Bigfoot que son personas perfectamente funcionales, que votan a la izquierda, que tienen una mirada completamente crítica sobre el mundo.
Estamos demasiado obsesionados con clasificar a las personas a partir de un único rasgo. Y eso nos lleva rápidamente a usar la palabra “locura” como forma de deslegitimar, de expulsar al otro del espacio común del diálogo. En cierto modo, sí: la conspiración, la creencia radical o extravagante se han convertido en una nueva forma de estigmatización. Ya no necesitamos un manicomio físico: basta con etiquetar a alguien como “conspiranoico”, “loco” o “irracional” para expulsarlo simbólicamente.
Y, al mismo tiempo, eso convive con una paradoja: cada vez más personas se sienten cómodas expresando públicamente creencias que antes se habrían callado por vergüenza. Esto puede parecer una apertura, pero también puede generar comunidades muy cerradas, autorreferenciales, en las que la creencia se refuerza sin ningún tipo de contraste ni pensamiento crítico.
«Estamos demasiado obsesionados con clasificar a las personas a partir de un único rasgo. Y eso nos lleva rápidamente a usar la palabra “locura” como forma de deslegitimar, de expulsar al otro del espacio común del diálogo».
En términos de “epistemología popular”, es decir, de cómo las personas corrientes elaboran lo que entienden como verdad o conocimiento válido, qué dirías que es más peligroso hoy en día: ¿una credulidad ingenua que acepta cualquier relato alternativo, o un escepticismo absoluto que niega todo lo que no encaje en un marco racional extremadamente estrecho?
Si nos situamos en el plano práctico y material, no hay ninguna duda para mí: la ciencia es lo más importante. La razón por la que millones de personas están vivas hoy es porque la ciencia ha desarrollado medicamentos, tratamientos, tecnologías sanitarias, modelos de prevención. No hay forma de equiparar eso con el pensamiento mágico.
Dicho esto, en términos puramente humanos, ambas dimensiones forman parte de lo que somos. Antes de la ciencia moderna sobreviven miles de años de humanidad, guiados por mitos, relatos, intuiciones, creencias religiosas. Puede que la esperanza de vida fuera menor, pero la imaginación, la construcción simbólica del mundo, también nos trajo hasta aquí. El problema llega cuando esa imaginación sustituye la realidad. He leído testimonios de personas que creen que poseen poderes curativos y convencen a padres de no llevar a sus hijos al hospital. Y ahí la línea se vuelve trágica, letal. Ese es el límite innegociable.
Hay una historia en el libro que me fascinó especialmente: el caso de Tu Youyou.
Es una historia magnífica. Tu Youyou ganó el Nobel combinando conocimiento ancestral chino y tecnología moderna. Consultó un texto de hace 1.600 años que mencionaba una planta, el qinghao, y a partir de ahí logró aislar el principio activo que hoy es clave contra la malaria: la artemisinina.
«La imaginación, la construcción simbólica del mundo, también nos trajo hasta aquí. El problema llega cuando esa imaginación sustituye la realidad».
Hay además un detalle hermoso: su nombre, Youyou, no es una palabra, sino el sonido que hace un animal —un ciervo— en un poema donde precisamente aparece esa planta. Y cuando ese principio activo llega a Occidente, se bautiza como Artemisia, por la diosa griega Artemisa, siempre asociada a un ciervo. Es una coincidencia simbólica que no explica la ciencia, pero que añade profundidad humana a la historia.
La otra historia que me ha sorprendido ha sido la de Cleve Baxter, el hombre que conectó un polígrafo a una planta. ¿Qué pasó exactamente?
Baxter trabajaba con polígrafos para el FBI. Una noche, en su oficina, conectó la máquina a la hoja de una planta que tenía allí. Primero quiso ver qué ocurría si la regaba, pero en un momento dado pensó en quemarla. Y la aguja se disparó justo cuando tuvo esa intención. Eso le llevó a preguntarse si la planta estaba reaccionando al pensamiento, no al acto. Desde ahí empezó a hacer experimentos extrañísimos: salía a la calle, provocaba en sí mismo una sensación intensa de miedo (por ejemplo, casi cruzar delante de un coche), anotaba la hora, y al volver comparaba esas horas con el registro del polígrafo. Y encontraba picos coincidentes.
¿Demostrable? No lo sé. ¿Poético? Muchísimo. ¿Revelador de una intuición humana más profunda? También. Hoy sabemos que las plantas sí se comunican a través de redes subterráneas. No telepatía, claro, pero sí una complejidad que no imaginábamos. A veces quienes se adelantan lo hacen de forma torpe, pero no necesariamente desde el vacío.
Para cerrar: ¿hay alguna teoría de la conspiración que te resulte mínimamente convincente o comprensible?
No creo en ninguna de las clásicas. Pero cuanto más las estudio, más comprendo por qué la gente cae en ellas. Por ejemplo, la del falso alunizaje: creo plenamente que llegamos a la Luna, pero la narrativa alternativa es fascinante. No vivo guiado por conspiraciones, pero sí por la sincronía, por la coincidencia significativa. Si tengo que tomar una decisión importante y de repente escucho una canción que menciona uno de los lugares entre los que dudo, probablemente me incline por ese. Soy narrador: mi cerebro busca historias. Pero eso no sustituye jamás a la razón en lo que de verdad importa.
«Hay un espacio huérfano. Hay un espacio a crear plurinacional de verdad, no creado desde el despacho de una universidad de Madrid con las antenas rotas respecto a lo que significa Euskadi y, sobre todo, Catalunya. Creo que nos toca a las izquierdas soberanistas, independentistas, autodeterministas, federalistas, confederalistas crear esa izquierda plurinacional que durante tanto tiempo se ha pedido». Con estas palabras, Gabriel Rufián (ERC) ponía punto final al curso político antes del receso estival del Congreso, despertando inquietud entre la variada constelación de partidos a la izquierda del PSOE y, quizá, alimentando cierta ilusión en una parte del electorado hoy huérfano de representación. Más tarde, a través de un post en la red X, desarrollaría un poco más su propuesta, que culminaba con un eslogan de tono claramente pragmático: «Menos pureza y más cabeza».
Al cabo de pocos días, las principales partes implicadas –especialmente ERC, pero también el BNG o Unidas Podemos a través de Pablo Iglesias– cerraban la puerta a la creación de un nuevo partido de «unidad» de la izquierda. Esto, sin embargo, era lo esperable. Lo que desean los partidos políticos es, por encima de todo, garantizar su propia supervivencia. En rarísimas ocasiones resulta justificable ceder parte de su poder (o todo su poder) en aras de un resultado incierto. Pero la idea ya estaba lanzada; una idea que, huelga decir, no se improvisa de un día para otro.
El factor humano
Una lectura cínico-realista del movimiento de Rufián debe hacerse en clave personal. Esta lectura no pretende demonizarlo, pues cuando hablamos de política representativa el desmesurado ego de sus protagonistas, salvo alguna rara excepción, debe darse por descontado.
Por un lado, Rufián sabe que su carrera política en su partido ha tocado techo. Intentó poner un pie en Catalunya presentándose a las elecciones municipales de Santa Coloma de Gramenet en 2023, pero quedó en tercera posición y consiguió solo cuatro de los 27 concejales en disputa. Santa Coloma de Gramenet es un feudo socialista y era impensable que cayera en manos republicanas. Aun así, los cuatro ediles obtenidos por ERC quedaron demasiado lejos de los 17 del PSC. Rufián dimitiría poco después para centrarse en su papel en el Congreso de los Diputados.
Luego está la cuestión de su encaje en la narrativa hegemónica del independentismo. En Catalunya, los sectores que han hecho seña de identidad del mantra «primero la independencia, luego ya veremos» –y que representan el núcleo duro del independentismo conservador– siempre han visto con recelo a Rufián por dos razones. La primera es que Rufián se expresa mejor en castellano que en catalán y eso, para algunos, es pecado capital. Y la segunda, que es uno de los pocos independentistas catalanes que en la etapa pos-Procés se ha negado a desvincular el nacionalismo de la cuestión de clase. Es decir, que su público mayoritario no es ni estrictamente catalán ni estrictamente independentista. Así que, si Rufián quiere continuar en política, tiene dos opciones: mantenerse como portavoz de su grupo parlamentario en el Congreso o… aventurarse hacia lo desconocido.
Gabriel Rufián comparte mesa con Mertxe Aizpurua (EH Bildu) en un desayuno informativo en el hotel Ritz de Madrid. LUIS SOTO / SOPA / REUTERS
¿Existe ese espacio político?
Un partido de corte confederal que, desde posiciones de izquierda, asuma la pluralidad de España como principal muro de contención frente a la ofensiva de la extrema derecha de PP-VOX. Ese sería, resumidamente, el corazón de la propuesta política del portavoz de ERC en el Congreso; una propuesta que puede leerse como espejo invertido de lo que representó Podemos. Si Podemos nació cuestionando la hegemonía del PSOE desde la izquierda y relegando a un segundo plano la cuestión plurinacional, Rufián pretende ubicar la plurinacionalidad en el centro de su discurso. Esto, hipotéticamente, lo coloca en una posición inicial algo más cómoda que la que defendió Podemos, en tanto que podría conseguir que el votante nacionalista de «centro» vasco o catalán prefiera un partido situado algo más a la izquierda de lo que votaría en condiciones normales, pero que al menos garantice la defensa de su identidad nacional frente al rodillo centralista de la derecha.
Y es justo decir que tanto Sumar como el PSOE pueden tener cierto interés en que el proyecto funcione. Los primeros porque la plataforma que propone Rufián podría ser un salvavidas electoral para un proyecto político que se ha quedado demasiado lejos de la ilusión que llegó a generar. Las encuestas del CIS no le dan más de un 8% del total de votos, lejos del 12,3% que consiguió en las elecciones de julio de 2023. Para la familia socialista, la historia es la de siempre: necesitan que su izquierda sea lo suficientemente fuerte como para disputarle la mayoría absoluta al binomio pseudofascista de PP-VOX. Y necesitan, además, que dicho partido acepte en cierto modo el statu quo parlamentario y no pretenda ni romper ni girar «el tablero».
Hay señales de que el baile para cautivar a Rufián ya se ha puesto en marcha. Su percepción general en los medios estatales ha ido mejorando hasta el punto de que casi parece que no se trate de un independentista catalán; sus enfrentamientos con Alvise se han viralizado en redes sociales, y a menudo se le utiliza como contrapunto seductor frente al estilo «enfadado» de Pablo Iglesias. Y para no quitarle méritos a Rufián, es de justicia decir que con el tiempo se ha consolidado como uno de los mejores oradores del Congreso.
Veremos cómo avanza todo en los próximos meses. La partida no ha hecho más que comenzar.
Esta entrevista con Cristina Farré se publicó originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerla en catalán aquí.
Quedamos en una cafetería del centro de la ciudad condal. Es una tarde agradable, templada. Cristina Farré llega con paso decidido. Tiene una energía que descoloca: habla rápido, con intensidad, con esa clase de convicción que solo se ha visto en personas que realmente se han jugado la piel. Su libro, Ho vam donar tot (editado por Manifest Llibres), se ha convertido en un pequeño fenómeno: no solo rescata la memoria del Partido Comunista Internacionalista (PCI), sino que recuerda qué significaba realmente luchar contra el franquismo cuando la lucha comportaba prisión, tortura, exilio o muerte. Es un libro escrito con el pulso de quien sabe que decir la verdad tiene un precio —y que, aun así, hay que pagarlo.
Ella fue quien, en plena agitación estudiantil de 1969, lanzó el busto de Franco por una ventana de la Universidad de Barcelona. La acción tuvo un enorme eco político, pero nunca se supo quién había sido la autora. Ahora, medio siglo después, lo explica con la naturalidad de quien ya no le debe nada a nadie. Es solo un fragmento de una vida marcada por la lucha antifranquista, la clandestinidad, la prisión, el exilio en Argelia, Colombia y Cuba, y el regreso a una Barcelona posolímpica que la hizo sentirse extraña en su propia tierra. Fundó la asociación ELNA, dedicada a la educación emocional y al empoderamiento de jóvenes y familias, convencida de que solo cambiando la manera de relacionarnos podemos cambiar algo más profundo.
Cuando terminamos la entrevista, la acompaño hasta Via Laietana, delante del edificio de la policía. Cada mes, un martes, allí se reúnen asociaciones que reivindican memoria y reparación para las víctimas de la tortura franquista. Hoy, ella será la encargada del parlamento. Experiencia vital no le falta. Tiene claro lo importante de estos actos porque, como dice, «no se puede perder la memoria porque, si se pierde, se pierde todo».
Escribes que el libro está dedicado a quienes dejaron la vida en el camino revolucionario y a las nuevas generaciones que no lo vivieron, pero deben saberlo. Pero las encuestas dicen que los jóvenes actuales son más de derechas que nunca. ¿Qué esperanza tienes en las nuevas generaciones?
Hay un giro a la derecha global, no solo entre los jóvenes. Es un fenómeno mundial. Pero también hay mucha más gente joven implicada de lo que parece. Hay una parte de la juventud que vive en el espejismo de la opulencia, pero es una ilusión. Y, aun así, si comparas con otros lugares del mundo, somos unos privilegiados. El problema es que eso no llena a nadie. No tenemos pisos, no tenemos expectativas, y no hay una militancia como la de antes. Nosotros nos dejábamos la piel, literalmente. Trabajábamos en la fábrica, después hacíamos reuniones, sabíamos que podían detenernos o matarnos, pero íbamos. Ahora eso no se puede repetir. Hay que pensar la militancia de otra manera.
Ese desencanto general quizá tiene que ver con la sensación de que ya no se puede cambiar nada. Para ti, ¿qué significa «cambiar el mundo» hoy?
El mundo está mucho peor que cuando yo militaba. En aquel momento había un contexto internacional: revoluciones por todas partes, esperanzas compartidas. Sabíamos que era posible. Después, desde los centros de inteligencia y el capitalismo mundial —sobre todo los Estados Unidos—, lo orquestaron todo muy bien: la droga, la represión, las divisiones internas. Y consiguieron desmantelarlo todo.
Pero la llama de querer una humanidad más justa, sin discriminaciones, eso no se apaga nunca. Puede quedar escondida, pero siempre está ahí. Nosotros no triunfamos, pero aún estamos aquí para recordar que hay que seguir picando piedra. Y eso, a muchos jóvenes, les emociona.
También decías que tenemos la barriga llena.
No es exactamente eso. Lo que digo es que no nos hagamos ilusiones: la militancia no será la misma. Hay que adaptar los valores a las circunstancias actuales. Si quieres movilizar a la gente, no puedes limitarte a hacer un cartelito y ya está. Eso no sirve. Hace falta trabajo de base: puerta a puerta, hablar con la gente, convencerla. Si no hacemos eso, no avanzaremos.
¿Qué condiciones han cambiado?
Primero, la esperanza internacional. Nosotros sabíamos que la revolución era posible porque pasaba en todas partes: Vietnam, Cuba, Argelia, el Sáhara… Había un contexto. Después, el capitalismo mundial y los Estados Unidos supieron desactivarlo todo muy bien: represión, infiltraciones, droga, mil estrategias. Aniquilaron movimientos enteros, como las Panteras Negras. La llama continúa, sin embargo. Hay gente que, aunque no diga nada, no soporta las crecientes desigualdades. Y eso siempre puede estallar.
También dices que el mundo es privilegiado pero, al mismo tiempo, no. Sin piso, sin trabajo estable, sin expectativas…
Sí. Somos privilegiados si nos comparamos con África, Asia o América Latina. Pero las condiciones de vida aquí también se han degradado mucho. Aunque se tenga trabajo, es precario. Pero, aun así, no podemos esperar que la militancia sea igual. Antes sabíamos que podían matarnos, torturarnos o encarcelarnos en cualquier momento. Y seguíamos. Eso hoy es impensable.
Quizá también hay un pesimismo general, una sensación de impotencia.
Y tanto. Pero yo siempre respondo lo mismo: no sé si la revolución es posible, pero es absolutamente necesaria. Y esa es la diferencia. La humanidad no puede aguantar indefinidamente esta degradación. La situación es tan insostenible que tiene que estallar. Cada vez hay más desigualdades, y esto no puede durar para siempre.
Portada de Ho vam donar tot. MANIFEST LLIBRES
Encaminaste tu militancia hacia el PCE(i), aunque tu familia lo había hecho hacia el Front Nacional de Catalunya. ¿Por qué te decantaste por el comunismo y no por el anarquismo o el catalanismo?
Lo que más me movió fue el internacionalismo. Siempre he pensado que no tiene que haber fronteras, que cada uno debe poder vivir donde quiera. Me siento muy catalana, pero la revolución la habría hecho en cualquier lugar. Además, viví de cerca la cuestión del Sáhara Occidental, y eso me marcó. En aquel momento, el único partido realmente internacionalista era el PCI.
El anarquismo no lo encontré en mi camino, pero hoy día me entendería perfectamente. El otro día, un chico de un colectivo anarquista me abrazó y me dijo que le había gustado mucho el libro. Le dije: «Si me invitáis, voy». Porque ahora lo que me interesa es encontrar acuerdos mínimos con quien quiera destruir este mundo injusto. Estamos hablando de la supervivencia de la humanidad, no de matices.
Pero la crítica al Estado y al capitalismo también forma parte del anarquismo.
Sí, pero no lo encontré. Y ahora, a estas alturas, me da igual. El otro día un chico anarquista me abrazó y me dijo que le gustaría que fuera a una casa okupada a hablar. Y voy a ir. Ahora lo importante es destruir este mundo injusto. El resto son matices.
Volviendo a Cataluña: dices que el fracaso del 1-O fue no entender que una revolución requiere sacrificios.
Es que es evidente. Cuando te embarcas en algo así, sabes que habrá muertos, presos, represión. No puedes fingir que no lo sabías. La burguesía catalana pensaba que se lo regalarían. Y no. Nadie regala nada. Siempre lo digo: no hay ninguna revolución en el mundo que haya triunfado sin pagar un precio.
¿Crees que, si se hubiera ido hasta el final, había posibilidades reales?
Si se hubiera planificado bien, quizá sí. Pero no puedes dejar la dirección en manos de partidos que representan a la burguesía catalana. O la independencia la lideran las clases populares, o será más capitalismo catalán. Y a mí eso no me interesa.
Has sido una pionera también dentro del movimiento feminista, organizando, entre otros hitos, la primera huelga en una prisión de mujeres. ¿Crees que es una de las luchas más fructíferas?
Sí, sin duda. En el PCI teníamos muchas mujeres con responsabilidades. Éramos el único partido que tenía más mujeres que hombres en el Comité Central. Pero eso no quiere decir que no hubiera machismo. También teníamos que luchar contra eso dentro del partido. Ahora sí que ha habido avances: más incorporación de la mujer al trabajo, más concienciación. Pero también veo cosas que me preocupan. Cuando una chica me dice que es normal que su novio le controle el móvil «porque así no tiene nada que esconder», pienso: ¿qué es lo que hemos avanzado, realmente? Llevo cincuenta años luchando contra esto. La extrema derecha ha hecho mucho daño con su discurso antifeminista, y pese a los avances, creo que hemos progresado poco. Poquito, sinceramente.
En el libro también hablas del silencio con tus hijos y de la importancia de la lengua. ¿Qué relación ves entre identidad y lengua?
Para mí, lengua e identidad son inseparables. Hace 15 años que nunca cambio de lengua. Si alguien me habla en castellano y lleva 30 años viviendo aquí, le respondo en catalán y le digo: «Te hablaré despacio, porque alguien tiene que ayudarte». La lengua es cultura, es huella, es memoria.
Esto pasa en todas partes. En Argelia, por ejemplo, los autores que escriben en francés también arrastran esa colonización mental. Pero en el caso catalán hay un problema añadido: la mezcla de población y unas políticas lingüísticas desastrosas. No sé si las próximas generaciones vivirán en catalán. Y es triste, pero así es.
También criticas duramente la Transición…
Es que es evidente que la Transición fue una operación cosmética. Si en 2021 apalean jóvenes en la calle por defender a Pablo Hasél, ¿eso es democracia? Si tenemos a un rey corrupto y a un rapero en prisión, ¿eso es una democracia? Es una democracia heredera del franquismo. Y en Europa tampoco veo democracias auténticas. Pero aquí, menos todavía: las cloacas del Estado son profundas. Un Estado puede funcionar sin cloacas. Pero un Estado autoritario, no.
¿Te costó volver del exilio?
Mucho. Fue lo más duro. Volver a una Barcelona consumista, postolímpica, donde mucha gente que yo conocía se había vendido por un cargo. Yo venía de la clandestinidad y me encontré un país irreconocible. Pero poco a poco me impliqué en movimientos feministas, asociaciones, solidaridad… Todo lo que consideré necesario. Organizativamente, no me he sentido a gusto en ningún sitio. Pero colaboro con todo lo que me parece justo.
Para acabar: ¿qué esperas de este libro?
Lo he escrito por deber, como un tributo a mi generación y a todos los que lucharon. No es un libro de historia, es un relato de vida, de convicciones. He tardado siete años en escribirlo, dudando mucho, intentando no herir a nadie. Y un día lo ves impreso y piensas: «Ya está». Pero es justo lo contrario: es cuando todo empieza.
Me ha sorprendido mucho la respuesta, la cantidad de gente que me escribe, que me llama, que quiere hablar del libro. Incluso les doy unas tarjetas de cerámica con mi contacto. Y me dicen cosas maravillosas. Creo que este libro no tiene caducidad. Es para el presente y para el futuro. Si sirve para que un solo joven piense que el mundo se puede cambiar, ya habrá valido la pena.
Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Amazon ha anunciado una nueva oleada de despidos que afectará a miles de trabajadores en todo el mundo. La empresa más poderosa del planeta en comercio electrónico justifica la decisión con palabras que suenan limpias y modernas: reorganización, agilidad, eficiencia, innovación. Pero detrás de este vocabulario se esconde la vieja política del beneficio: reducir costes laborales, concentrar poder y desmantelar la capacidad colectiva de los trabajadores.
Los despidos llegan en un momento de beneficios récord. Amazon sigue aumentando ingresos, expandiendo mercados e invirtiendo sumas descomunales en su propia infraestructura tecnológica. No hay crisis: hay estrategia. El mensaje que transmite es claro: hay que reducir personas para hacer sitio a máquinas. La llamada “inteligencia artificial generativa” no es aquí una consecuencia, sino la excusa perfecta para justificar un cambio de modelo laboral.
Hacer sitio a los robots
La compañía proyecta automatizar una gran parte de sus operaciones durante los próximos años. Esto significa menos trabajadores humanos y más robots, más algoritmos, más centros de datos y más control digital. Los despidos forman parte de una reestructuración destinada a adaptarse a esta nueva etapa, en la que el capital tecnológico sustituye al trabajo como fuente directa de valor.
La paradoja es brutal: nunca hasta ahora una empresa había dependido tanto del trabajo humano –desde repartidores hasta ingenieros de software– y nunca antes lo había tratado como un simple obstáculo. Las nuevas máquinas no llegan para aliviar la carga laboral ni para mejorar las condiciones de trabajo, sino para desplazar, controlar y abaratar.
El discurso corporativo presenta la transformación digital como una necesidad natural, casi biológica. La tecnología se convierte en una fuerza abstracta e inevitable que lo arrastra todo. Pero la verdad es que las decisiones las toman personas muy concretas: directivos, inversores, fondos especulativos que presionan para aumentar los márgenes. Cuando esos actores hablan de “optimización”, quieren decir despidos. Cuando hablan de “reorganización”, quieren decir concentración de poder.
La automatización se ha convertido en la coartada perfecta para ocultar una operación política: la consolidación de un nuevo capitalismo digital basado en la precariedad, la vigilancia y la desposesión. No hay nada inevitable en esto. Es una elección.
La deshumanización del trabajo
La implantación masiva de sistemas automatizados transforma la relación entre trabajador y empresa. Cada paso, cada pausa, cada error puede registrarse y cuantificarse. El trabajo deja de ser un espacio de cooperación para convertirse en una sucesión de datos, tiempos y movimientos optimizados. El resultado es una deshumanización progresiva: el trabajador deja de ser sujeto para convertirse en variable.
Este proceso tiene consecuencias sociales evidentes. A medida que las empresas tecnológicas ganan peso, se erosiona la capacidad de los Estados para regularlas. Amazon no solo controla el comercio y la logística; controla el flujo de información, los servidores donde se almacenan millones de datos públicos y privados, y una parte creciente de la infraestructura digital del planeta. Su poder no es solo económico: es estructural.
España como espejo
En las oficinas de Amazon en Madrid y Barcelona, cientos de trabajadores han sabido que sus puestos de trabajo desaparecerán. No se trata de personal logístico, sino de trabajadores cualificados que han contribuido a la expansión de la compañía en Europa. El mensaje interno es tan previsible como frío: hay que adaptarse a los nuevos tiempos.
Pero “adaptarse” significa, en realidad, aceptar una regresión. Cuando una empresa con beneficios multimillonarios reduce plantilla, no está mejorando la eficiencia: está degradando la propia noción de trabajo. El único objetivo es responder a la lógica del mercado financiero, no a ninguna necesidad productiva.
El vacío sindical y la resistencia posible
Amazon ha construido su imperio evitando, siempre que ha podido, la presencia sindical. Las pocas secciones sindicales existentes operan bajo presión y con un margen de acción muy limitado. La compañía utiliza herramientas de vigilancia y control interno para detectar cualquier intento de organización colectiva. Esta hostilidad sistemática al sindicalismo es una de las claves del éxito del modelo Amazon: sin representación, sin voz, sin contrapoder.
Por eso es tan urgente reivindicar el papel de los sindicatos y la negociación colectiva. Solo con organización es posible frenar la impunidad de estas corporaciones globales. Si los trabajadores de Amazon –y de tantas otras plataformas– pudieran negociar en igualdad de condiciones, el relato de la “automatización inevitable” perdería fuerza.
Recuperar el sentido del progreso
La tecnología puede ser emancipadora, pero solo si está al servicio de la vida y no del beneficio. El progreso no consiste en sustituir humanos por máquinas, sino en liberar a los seres humanos de formas de explotación absurdas. Si la inteligencia artificial sirve para precarizar, controlar y excluir, entonces no es progreso: es un retroceso disfrazado de innovación.
Es imprescindible recuperar el sentido colectivo de la palabra progreso. Esto implica replantear la relación entre economía y tecnología, poner límites a los gigantes digitales y exigir que las inversiones en automatización vayan acompañadas de garantías laborales, formación y reparto del tiempo de trabajo.
Contra la inevitabilidad
Cada vez que una empresa anuncia despidos y atribuye la causa a la tecnología, se construye un relato de inevitabilidad que desactiva la crítica. Es una narrativa poderosa porque convierte una decisión económica en un hecho natural. Pero detrás de cada robot que entra en un almacén hay una persona despedida, una vida reorganizada, un derecho que se desvanece.
No es la inteligencia artificial quien despide: son las personas que la utilizan para ampliar su poder. Y si hay una inteligencia realmente necesaria hoy, es la colectiva: la que nace de la solidaridad entre trabajadores, de la defensa organizada de los derechos y de la capacidad de imaginar un futuro donde la tecnología no sea una herramienta de exclusión, sino de justicia.
Cuando Amazon habla de eficiencia, los trabajadores deberían responder con otra palabra más antigua y más digna: derechos.
Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Nueva York despierta con un aire distinto. Después de años en los que la política municipal parecía una sucesión de inercias, la ciudad ha elegido como alcalde a Zohran Mamdani, un joven de 34 años que se define abiertamente como “democratic socialist” y que ha ganado con un discurso claro: recuperar la ciudad para quienes la hacen posible. Su victoria –con un 50,4% de los votos frente al 41,6% de Andrew Cuomo– no solo rompe con la rutina política. Señala el cansancio de una mayoría silenciosa y, sobre todo, la voluntad de empezar a corregir el rumbo de un Partido Demócrata que hace tiempo olvidó a la clase trabajadora.
La primera clave de su campaña fue la concreción: autobuses gratuitos, congelación de los alquileres regulados hasta 2030, guarderías sin coste para menores de cinco años, protección para inquilinos en barrios presionados por fondos inmobiliarios y un plan para aumentar el parque de vivienda social. No se trataba de grandes gestos ideológicos ni de promesas vaporosas para atraer inversión, sino de algo más elemental: hacer la vida respirable. En una ciudad donde pagar el alquiler es una forma de ansiedad crónica, la propuesta resonó como una evidencia.
La segunda clave fue el método. En lugar de confiar en consultoras, Mamdani organizó una estructura de base: cien mil voluntarios llamaron a tres millones de puertas. A pie de calle, sin filtros, sin la obsesión por el relato, emergió un diagnóstico compartido. La política tradicional se había acostumbrado a escuchar solo a quienes ya podían hacerse escuchar. Esta campaña hizo justamente lo contrario: amplificó al inquilino, al trabajador del metro, al repartidor, al estudiante atrapado en alquileres imposibles. La victoria no fue fruto de una genialidad individual, sino de un territorio social dispuesto a movilizarse.
Socialismo democrático
Mamdani se define como “democratic socialist” e integra la corriente representada a nivel nacional por Bernie Sanders. Según datos biográficos, reconoce que el impulso de su campaña de 2016 le influyó para adoptar esa etiqueta. Su programa –transporte público gratuito en autobús, congelación de alquileres regulados, guarderías gratuitas, salario mínimo de 30 dólares para 2030, impuestos a las grandes fortunas– encaja con la nueva izquierda urbana que reivindica derechos sociales antes que concesiones al mercado. Su victoria manda una señal: la estrategia progresista que habla de clases trabajadoras, vivienda asequible y servicios públicos puede ganar en la gran ciudad.
La reacción de los sectores tradicionales confirma la sacudida. Grandes donantes intentaron frenar su ascenso; veteranos del partido deslizaron advertencias sobre seguridad y caos fiscal. Sin embargo, el electorado ya no confía en ese repertorio del miedo. La seguridad se entiende también como la posibilidad de pagar el alquiler, llegar al trabajo en transporte digno y criar hijos sin hipotecar la vida entera. Cuando la estabilidad se vuelve inaccesible, defender el statu quo deja de parecer sensato.
Lo más notable es el voto joven. La franja de 18 a 29 años apoyó a Mamdani con una contundencia que no se explica solo por redes sociales o estética política. Se explica por un cambio de horizonte: esta generación no compara con el pasado idealizado de sus padres, sino con la precariedad real que habita aquí y ahora. Cuando el futuro se encoge, la imaginación electoral se expande.
Sacar al Partido Demócrata del centro
La victoria, además, tiene un efecto catalizador dentro del propio Partido Demócrata. No basta con celebrar la pluralidad; hay que gobernarla. Muchos cargos locales han tomado nota: aunque los sondeos advierten desde hace años del descontento urbano, pocos dirigentes se atrevieron a traducir ese hartazgo en política pública. Mamdani lo ha hecho, demostrando que las políticas sociales no son un suicidio electoral, sino un instrumento competitivo. La victoria obliga a reabrir debates que muchos daban por cerrados: vivienda pública, transporte gratuito parcial, impuestos al capital inmobiliario, financiación de cuidados. Nada de eso es radical; radical es normalizar la expulsión residencial.
Muchos interpretan esta elección como una anomalía. Con más atención, parece lo contrario: el retorno de una lógica adormecida. El Partido Demócrata, desde hace décadas, ha adoptado una posición cómoda en los centros urbanos: retórica progresista, políticas económicas moderadas, promesas de accesibilidad que nunca se materializan. Este equilibrio permitió neutralizar tensiones internas, pero tuvo un coste: la desconexión con la vida cotidiana de quienes habitan la ciudad sin poder permitirse sus escaparates. Con Mamdani, esa fractura deja de ser un secreto.
Su victoria envía un mensaje interno claro: la esperanza electoral no pasa por seguir gesticulando al centro, sino por reconstruir un bloque que hable de salarios, vivienda, transporte y cuidados. Lo relevante no es que sea socialista, sino que está devolviendo a la conversación política derechos que, poco a poco, se fueron presentando como lujos.
Por supuesto, gobernar será otra historia. La maquinaria institucional de Nueva York no está diseñada para facilitar transformaciones profundas. Habrá resistencias de la policía, del lobby inmobiliario, de agencias municipales y, eventualmente, de compañeras y compañeros de partido. Y, sin embargo, por primera vez en décadas, alguien podrá disputar el sentido común desde dentro del despacho, no desde la protesta externa. Eso ya es una victoria política en sí misma.
El efecto simbólico también es profundo. Nueva York, la ciudad del mito, del skyline como postal ideológica, llevaba tiempo convertida en un producto financiero. Esta elección no es solo un giro electoral, sino un recordatorio generacional: cuando la política se desconecta de la vida, algo acaba explotando. Y cuando aparece alguien que propone volver a unirlas, incluso parcialmente, la ciudad escucha.
Mamdani no resolverá todos los problemas de Nueva York. Pero su victoria demuestra que hay espacio para otra conversación: una donde la clase trabajadora no aparezca como fotograma testimonial, sino como sujeto político. Lo que ocurre ahora es incierto. Lo que ya ocurrió, no: la ciudad más emblemática de Estados Unidos acaba de enviar un mensaje al corazón de su propio partido. Escuchad. Volved. Todavía estáis a tiempo.
Este artículo se ha publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
En los últimos años, la extrema derecha ha crecido en Cataluña y en muchos países europeos. Pero si queremos entender por qué pasa, no basta con analizar los discursos políticos o los resultados electorales. Hay que observar las causas estructurales: la desigualdad económica, la precariedad y la frustración social. El auge de la extrema derecha es un síntoma directo de cómo la democracia se está vaciando en un contexto donde el futuro parece cada vez más incierto.
Los datos son contundentes y revelan una realidad que alimenta el malestar. En Cataluña, el 1% más rico concentra el 28% de la riqueza y el 10% más rico acumula el 60%. Mientras tanto, la mitad más pobre de la población debe repartirse un escaso 5% de la riqueza total. Cataluña es una de las comunidades más desiguales del Estado, pese a ser también una de las más ricas. El problema no es la falta de prosperidad, sino que esta prosperidad queda en pocas manos y no llega a la mayoría.
El fin del pacto del progreso: cuando el esfuerzo ya no sirve
Durante décadas, el relato de la meritocracia funcionó como un mecanismo de contención. Se prometía que, con esfuerzo y formación, cualquiera podría prosperar. Pero esa promesa se ha roto. Las personas jóvenes trabajan más horas por salarios más bajos, pagan precios desorbitados por la vivienda y ven cómo su proyecto vital se retrasa indefinidamente. La precariedad y la imposibilidad de acceder a una vida autónoma convierten el futuro en una amenaza. Cuando el progreso deja de existir como horizonte, aumentan la rabia y la desconfianza en el sistema.
El descontento no es solo emocional: tiene lugares concretos y perfiles muy definidos. En los barrios populares y las periferias urbanas, el tejido económico se ha debilitado mientras los centros de las ciudades se han transformado en escaparates para el turismo y la inversión inmobiliaria. La sensación de abandono y desconexión política crece. Y cuando las izquierdas renuncian a ofrecer una alternativa creíble, el discurso del resentimiento encuentra espacio para arraigar.
Cuando la democracia no cambia nada, el autoritarismo ofrece una salida fácil
Una democracia que no mejora la vida de la gente se convierte en una representación vacía. Si la percepción es que nada cambia, votes a quien votes, el sistema pierde legitimidad. Es el terreno perfecto para que el populismo autoritario se presente como la solución inmediata a problemas profundos. La extrema derecha transforma la rabia en identidad, sustituyendo el conflicto de clase por un conflicto cultural: nosotros contra ellos. Los culpables pasan a ser migrantes, feministas, políticos o periodistas, en lugar de las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad.
Los sectores medios que ven cómo retroceden económicamente viven en un riesgo constante. Su objetivo deja de ser avanzar y pasa a ser simplemente no caer más abajo. Ese miedo, combinado con la experiencia cotidiana de precariedad, crea el contexto ideal para que los discursos de seguridad, orden e identidad se vuelvan seductores.
Desigualdad, poder e imaginación política limitada
La concentración de riqueza implica también concentración de poder mediático, económico y cultural. Los grandes actores empresariales definen qué futuro es posible y cuál no. La política se convierte en una disputa simbólica mientras las estructuras materiales del poder permanecen intactas. Cuando el futuro desaparece como proyecto colectivo, cada cual busca soluciones individuales y la democracia se debilita.
El auge de la extrema derecha en Cataluña y en Europa no es un accidente, sino la consecuencia de años de incapacidad para revertir la desigualdad y garantizar derechos materiales. El antifascismo retórico no sirve si no se acompaña de mejoras reales en la vida de la gente. Solo reconstruyendo las condiciones materiales de la igualdad se puede frenar el populismo autoritario.
Redistribuir riqueza y poder para recuperar la democracia
Enfrentar a la extrema derecha significa hablar de salarios, fiscalidad justa, vivienda accesible y servicios públicos fuertes. Significa reconocer que la economía no es neutra y que cada decisión presupuestaria afecta a la vida de millones de personas. Si no se redistribuyen la riqueza y el poder, el descontento social seguirá creciendo y será aprovechado por proyectos políticos que prometen soluciones rápidas pero destructivas.
Cuando la democracia solo sirve para gestionar la supervivencia y el futuro deja de existir como una promesa compartida, la puerta del fascismo queda abierta de par en par. La lucha contra la extrema derecha es, sobre todo, una lucha por la igualdad y por volver a creer que la política puede cambiar las cosas.
Llego a las 8:35 a Atocha desde Sants-Estació y corro para coger un taxi. La sesión comienza a las 9:00 en punto y me gustaría estar presente para observar el desfile de políticos. Pero algo ocurre que, por trágico, me hace reír: el taxista no sabe dónde está el Senado y se dirige hacia un restaurante con el mismo nombre, y en mi cabeza resuena el mantra popular: “¿De qué sirve el Senado…?”. Le digo que creo que no es allí, y juntos miramos Google Maps. Me deja a medio kilómetro del Senado. Llego a las 9:13.
La de hoy es una comparecencia excepcional: un presidente comparece en una comisión de investigación por un caso de corrupción que le salpica de cerca. Eso explica la expectación mediática con, se dice, periodistas de todo el globo. Está bautizada como “Comisión sobre los contratos, licencias, concesiones, ayudas y otras operaciones del Gobierno y del sector público relacionadas con la intermediación de Koldo García Izaguirre y con las demás personas vinculadas a la trama investigada en la Operación Delorme, y respecto a los presuntos delitos relativos a la corrupción que tengan una relación, directa o indirecta, o conexión con las mismas”. Un título un poco largo.
La comparecencia comienza con la intervención de la señora Caballero, quien le achaca una retahíla de negligencias e ilegalidades, a las que Sánchez comienza respondiendo tranquilo, con una sonrisa irónica: “Un gusto estar aquí…”. Risas generalizadas en la sala de prensa, que entiende bien de qué va la cosa: Sánchez ha venido a pelear. Es decir, a seducir a indecisos, a convencer a los convencidos y a intentar ridiculizar al enemigo. Perderá tiempo ante las preguntas difíciles; se alargará allá donde crea que pueda ganar algo. El PP esperará cazarle en alguna pregunta. Y los partidos pequeños intentarán tener un instante donde brillar. Pero la Comisión difícilmente revelará nada nuevo.
Cuando le preguntan, en referencia al informe de la Unidad Central Operativa del caso Koldo en el que se explica que, presuntamente, Ábalos y Koldo utilizaban los términos “chistorras” y “lechugas” para referirse respectivamente a los billetes de 500 euros y 100 euros, el presidente responde que otros preferían las “madalenas” y los “bizcochos” —en alusión al lenguaje en clave de la trama de corrupción del PP en Valencia—. Cuando le preguntan sobre quién iba en el Peugeot, responde, con una sonrisa, que “depende del día”. Cuando el senador de Vox, con una vena del cuello hinchada, le pregunta “¿por qué se ríe si está compareciendo en una comisión de investigación?”, el presidente responde que “esto se parece más a una comisión de difamación”. Y después, ante el enfado del presidente de la comisión y la afirmación de que “esto es serio”, Sánchez responde: “Bueno, yo creo que esto es un circo”.
Ahora bien: que consiga escaparse de las preguntas no implica que el Peugeot deje de perseguirle. Recordemos que Sánchez debe gran parte de su trayectoria al relato que construyó en las primarias de 2014, viajando en coche por todo el Estado y oponiéndose al por aquel entonces establishment del partido. Ahora ese recuerdo épico ha quedado manchado para siempre. ¿Quién iba en el coche aparte de Pedro Sánchez? Ábalos, Koldo y Santos Cerdán. No siempre, probablemente. Pero muchas veces.
Miren Uxue Barcos, del Grupo Confederal de Izquierdas, le preguntará si fallaron los mecanismos internos de control del partido, a lo que el presidente responderá: “Creo que el comité acertó en reconocer que podíamos mejorar los mecanismos internos, y de hecho modificamos el código para hacer… etc., y luego solicitamos una auditoría externa adicional…”. Es decir, que sí, que fallaron. Bien.
La mayoría del tiempo de las intervenciones —y de las respuestas— es filler. Relleno. Contenido vacío. Es en estos momentos cuando me permito desconectar de la pantalla y observar a mi alrededor. Sin ánimo de ofender a nadie, y menos a mis colegas periodistas, constato que es fácil distinguir dos clases: los famosos, que pasean más y se dejan ver; y los no famosos, que teclean más y se ven menos. Cierro paréntesis.
El senador de Compromís aprovecha su intervención para quejarse de que Mazón todavía no haya comparecido en esta misma comisión de investigación. Es cierto. El PP tiene mayoría absoluta en esta cámara, razón por la cual Sánchez está hoy aquí, a diferencia del president de la Generalitat del País Valencià.
Cuando comienza la comparecencia del senador Eduard Pujol, de Junts per Catalunya, algunos compañeros de medios catalanes, que estaban relajados a un lado, hablando, corren de vuelta a sus respectivas sillas. A Junts per Catalunya, grosso modo, Sánchez les tiende la mano y les recuerda que con el PP estarían mucho peor. También trata de no humillar a un orador poco hábil, seguramente con la intención de reconducir las relaciones con la formación de Puigdemont.
Durante toda la comparecencia, el presidente responde a unas cuantas cuestiones que “no tiene constancia” o que “no se acuerda bien”. Este tipo de frases no son la forma más convincente de defenderse, pero sí la más segura. Para empezar, te protegen ante una acusación de falso testimonio.
Por algún motivo que desconozco, Bildu es el único partido que ha sido capaz de hacer preguntas directas sin necesidad de añadir un contexto específico en el cual, de alguna manera, se vean beneficiados; y se agradece, pues también facilita las respuestas algo (no del todo) más directas. Por ejemplo:
—¿Cómo se financiaron durante la campaña de las primarias de 2014? —Con una asociación sin ánimo de lucro.
—¿Cómo conoció al señor Aldama? —No me acuerdo.
—¿Tomó usted la decisión de que Koldo custodiara los avales con los resultados de las primarias? —No, no la tomé yo.
El plato principal se deja para el final. Había dudas sobre quién participaría, por parte del PP, en la comisión de investigación. Unos rumores que en realidad solo afectan a una pequeña minoría —siendo generoso— de la población, pues, seamos honestos: ¿a cuántos senadores y senadoras podría enumerar usted?
En todo caso, el privilegio recae en el senador Miranda, quien entra con un cuchillo entre los dientes. No le dejará respirar y le atacará por todos los costados. Le preguntará por su hermano, por su mujer, por Venezuela y por Maduro: “¿Es Venezuela una dictadura, sí o no? ¿Sí o no? ¿A favor o en contra del régimen de Maduro? ¿A favor o en contra?”
Sánchez responderá sin rebajar esa sonrisa constante que, después de horas, ya parece más impostada. “Diga alguna verdad, alguna ni que sea”, le espeta Miranda a Pedro Sánchez ante la elusión constante a sus preguntas. Cuando Sánchez se ve apurado, pone el foco en Madrid y en el hermano de Ayuso. Ahí tiene un filón.
Pero no se consigue sacar nada en claro, más allá de que sí, que el PSOE pagaba (paga) en cash algunas retribuciones. Aunque esto sea legal siempre y cuando exista un justificante, es una imagen que incomoda a todo político, y Pedro Sánchez, si es algo, es político.
La sesión acaba con un tono brusco. Supongo que quien crea en la corrupción total que presenta el PP estará más convencido hoy de que es así. Y quien crea en la honestidad del presidente, seguirá creyendo en ella.
¿Y la verdad dónde estará?
Pues seguramente un poco aquí y un poco allá. O mucho aquí y poco allá. Pero lo que está claro es que deberemos esperar para conocerla.
Este artículo fue publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Hace apenas unos años, Silicon Valley parecía haber tocado techo con la fantasía del metaverso y la fiebre de las criptomonedas. Pero el capitalismo tecnológico nunca muere: solo cambia de disfraz. Ahora, la nueva utopía se llama inteligencia artificial, y su promesa ha vuelto a encender los mercados, las conferencias y las imaginaciones. Todo vuelve a empezar: discursos redentores, inversiones multimillonarias y una fe colectiva en el progreso automático. La pregunta es hasta cuándo puede crecer una promesa antes de colapsar bajo su propio peso.
La nueva fe digital tiene cifras de epopeya. El gasto global en proyectos de inteligencia artificial podría alcanzar 1,5 billones de dólares antes de que acabe 2025. Solo en la bolsa estadounidense, las empresas vinculadas a la IA han generado el 80% del crecimiento total de este año. Nvidia, el fabricante de chips más poderoso del mundo, ha superado los tres billones de capitalización, mientras que OpenAI, una empresa privada que aún no es rentable, ronda ya los 500.000 millones. Incluso Sam Altman, su director ejecutivo, ha reconocido que “hay partes de la IA que son, literalmente, un poco burbuja”. No es una confesión menor en un sector acostumbrado a convertir la duda en una cuestión de fe.
Una burbuja alimentada por el reflejo del capital
Lo que hoy se vende como una revolución puede ser también una ficción colectiva. La industria de la IA se ha convertido en un ecosistema de dependencias circulares, donde los mismos actores invierten unos en otros para mantener viva la ilusión del crecimiento. OpenAI está en el centro: ha firmado un acuerdo de 100.000 millones de dólares con Nvidia para construir centros de datos, otro multimillonario con AMD, y recibe financiación masiva de Microsoft y Oracle. A su vez, Nvidia invierte en start-ups que necesitan sus propios chips para sobrevivir. Es un circuito cerrado, un bucle financiero que confunde la demanda con su reflejo. El valor se reproduce sobre sí mismo como un espejo infinito.
Ese mecanismo ya se ha visto antes. Las burbujas siempre comienzan con un relato convincente y terminan sosteniéndose sobre su propia sombra. “Cuando estalle, será mucho peor, y no solo para la IA”, advertía hace poco Jerry Kaplan, pionero de la informática. Los síntomas son claros: proyectos faraónicos sin financiación real, inversores minoristas persiguiendo el oro digital y una infraestructura que crece más rápido que la necesidad que debía justificarla. El auge de los megacentros de datos es el ejemplo más visible: instalaciones que devoran energía y agua a un ritmo insostenible y que podrían quedar obsoletas antes de amortizarse. “Estamos creando un desastre ecológico fabricado por el ser humano”, alertaba el propio Kaplan, recordando que detrás de la pantalla hay un paisaje que se calienta y se seca.
Los límites técnicos del sueño artificial
Pero el problema de fondo no es solo financiero, sino cognitivo. La burbuja de la IA se infla también sobre una promesa tecnológica que empieza a mostrar sus límites. Los modelos de lenguaje que sostienen la euforia —como GPT o Claude— ya rozan el techo de sus capacidades. Su aparente inteligencia no es comprensión, sino estadística: no piensan, predicen. Operan dentro de los márgenes del lenguaje, sin ningún acceso real al mundo. Son sistemas que correlacionan palabras, no que entienden ideas.
El crecimiento exponencial de datos y parámetros no ha generado un salto cualitativo, sino repeticiones más sofisticadas de lo mismo. Es como si estos modelos hubieran llegado al límite de su propia lógica, atrapados en una espiral autorreferencial. Eso hace aún más frágil la narrativa que los rodea. La idea de que la inteligencia artificial pueda razonar o descubrir por sí misma ha sido la gran fantasía que ha justificado su financiación desmesurada. La palabra “singularidad” —ese punto en el que la máquina supuestamente superará al ser humano— se ha convertido en el eslogan de un capitalismo de la fe, donde los inversores compran un futuro que la propia ciencia empieza a cuestionar.
Mientras tanto, los datos materiales siguen hablando de exceso. OpenAI todavía no ha obtenido beneficios. Nvidia vive de una demanda que ella misma contribuye a generar. Microsoft y Amazon intentan transformar la ola de entusiasmo en suscripciones o servicios en la nube. Todo parece crecer, pero lo que crece es la especulación. No hay industria capaz de sostener indefinidamente este ritmo de inversión sin un retorno real. El precedente es conocido: Nortel, el gigante canadiense de las telecomunicaciones, financiaba a sus propios clientes para mantener la demanda artificialmente alta antes de desaparecer con el estallido de la burbuja puntocom.
Los defensores del sector aseguran que, aunque haya exceso, la infraestructura quedará para el futuro. Es el argumento clásico: la burbuja de internet también dejó la fibra óptica que hizo posible la red global. Pero el problema no es invertir en tecnología, sino hacerlo sin criterio ni límites, como si el planeta fuera infinito y la energía inagotable. La actual fiebre de inversión está provocando un traslado colosal de recursos hacia proyectos privados que prometen innovación, pero externalizan sus costes ecológicos y sociales. La disrupción, como siempre, es para unos pocos; la factura, para todos.
Todo esto se parece más a una crisis espiritual que a una tecnológica. La industria habla de “revolución cognitiva”, pero lo que ha producido es un capitalismo cada vez más dependiente de una infraestructura opaca, centralizada y energéticamente insostenible. No hay nada más humano que sobrevalorar nuestro ingenio y subestimar sus límites. La IA no es una excepción, sino la última expresión de esa vieja arrogancia.
Las burbujas no estallan por falta de potencial, sino por exceso de fe. Y esta, la fe en una inteligencia artificial capaz de hacerlo todo, empieza a agrietarse. Cuando la realidad vuelva a pedir cuentas —cuando los beneficios no lleguen, cuando los modelos dejen de mejorar, cuando el relato ya no se sostenga— descubriremos si la IA era, como aseguran sus profetas, la clave del futuro o simplemente el último espejismo de un sistema que solo sabe reinventar sus propias promesas.
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Peter Thiel no es solo un millonario excéntrico. Cofundador de PayPal, Palantir y uno de los primeros inversores de Facebook, es también una de las figuras más controvertidas –es decir, más peligrosas– del capitalismo tecnológico que cada vez domina más ámbitos de la vida democrática de Estados Unidos. Su influencia va mucho más allá de las finanzas: alcanza la ideología, la política y las tecnologías de vigilancia masiva.
En un ensayo de 2009 titulado The Education of a Libertarian, Thiel escribió que “la libertad y la democracia ya no son compatibles”. La frase resume gran parte de su pensamiento: cree que el progreso exige decisiones impopulares, liderazgos fuertes y, sobre todo, que las mayorías no interfieran en los planes de las élites innovadoras.
Thiel combina libertarianismo económico, darwinismo social y una visión casi religiosa del futuro. Defiende la idea de que los individuos más brillantes deben liderar sin trabas burocráticas ni regulaciones. Según esta lógica, el Estado solo sirve si protege la innovación y castiga la disidencia.
Ha sido promotor de ideas radicales como las seasteads –ciudades flotantes sin leyes nacionales– y ha invertido millones en investigación sobre la inmortalidad, la inteligencia artificial y la criogenia. Todo ello desde una visión tecnocrática que idealiza un futuro gobernado por ingenieros, algoritmos y capital privado.
Palantir, vigilancia y control: la distopía hecha software
Uno de los proyectos más polémicos de Thiel es Palantir Technologies, una empresa especializada en el análisis masivo de datos y la vigilancia predictiva. El nombre proviene de El Señor de los Anillos: las piedras mágicas que permiten ver a distancia. Pero, como en la novela de Tolkien, su uso tiende a corromper.
Palantir ha trabajado con el Pentágono, la CIA y especialmente con ICE (la agencia de inmigración de Estados Unidos), proporcionando herramientas para rastrear, perfilar y detener a personas migrantes. En 2021, sus contratos públicos superaron los 1.500 millones de dólares. No es una startup cualquiera: es una pieza clave del nuevo complejo militar-digital.
A diferencia de otros magnates tecnológicos, Thiel no oculta su posicionamiento ideológico. Fue uno de los pocos multimillonarios de Silicon Valley que apoyó públicamente a Donald Trump en 2016. También financió las campañas de candidatos ultraconservadores como J.D. Vance y Blake Masters, defensores de restringir el voto, controlar internet y restaurar un “orden natural” jerárquico.
Su proximidad con pensadores neorreaccionarios como Curtis Yarvin refuerza esta preocupación. Yarvin propone un modelo posdemocrático en el que Estados Unidos sería gobernado como una empresa, por un CEO vitalicio. Thiel no ha suscrito abiertamente esta idea, pero sí ha financiado espacios donde se promueve.
Peter Thiel defiende la innovación radical, incluso si implica destruir lo que existe. Su visión es la de un mundo reconstruido desde cero, donde los valores ilustrados –igualdad, libertad, derechos humanos– son obstáculos a superar. Para él, la democracia es un lastre y la historia, un campo de batalla donde solo sobreviven los mejores.
Su lectura de pensadores como Carl Schmitt –jurista del Tercer Reich– o Leo Strauss le permite justificar “la excepción” como forma legítima de gobierno. En su mundo ideal, el soberano no es el pueblo, sino el empresario. No se trata de política, sino de eficiencia.
¿Un nuevo tipo de mesías tecnológico?
Thiel ha dicho públicamente que “la muerte es un problema técnico pendiente de resolver”. Y ha invertido millones en empresas biotecnológicas que buscan prolongar la vida indefinidamente. Su ambición no es solo dominar el mercado: es conquistar el tiempo, el cuerpo y la conciencia.
En este sentido, no estamos ante un simple inversor: es un ideólogo, un estratega y un actor con capacidad para modelar el futuro político y tecnológico. Su figura recuerda a los industriales del siglo XX que financiaron el ascenso del autoritarismo en Europa. Solo que, esta vez, el poder no se viste de uniforme, sino de algoritmo.
Peter Thiel es al mismo tiempo síntoma y motor de un ecosistema donde el capital, la tecnología y la ideología convergen. Un ecosistema que, lejos de reforzar la democracia, la pone en cuestión. En nombre de la eficiencia, del futuro o de la libertad, se diseñan hoy sistemas que concentran poder, desmantelan derechos y reducen lo común a datos.
¿Puede la democracia sobrevivir al asalto del tecnoautoritarismo? ¿Y qué ocurre cuando los amos del código quieren reescribir el contrato social? Thiel, con su fortuna, su influencia y sus ideas radicales, encarna esa pregunta. Y, por ahora, va ganando.
Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.
Una nueva generación política asoma la cabeza en Estados Unidos. Más joven, más diversa y más comprometida con causas sociales y climáticas. En Nueva York, su rostro tiene nombre y apellido: Zohran Mamdani. Con 33 años, hijo de inmigrantes y diputado de Queens, es el gran favorito para convertirse en alcalde de la ciudad más grande del país. Mamdani representa a una generación que ha crecido en medio de la precariedad, el estallido de las rentas urbanas y el cambio climático.
Raíces diversas, mirada global
Zohran Mamdani nació en Kampala, Uganda, hijo de dos intelectuales de origen indio: el reconocido académico poscolonial Mahmood Mamdani y la cineasta Mira Nair. Su infancia, marcada por los traslados constantes, pasó primero por Sudáfrica y después, definitivamente, por Nueva York. Esa trayectoria vital le ha dejado un sello de hibridación cultural que hoy proyecta sin complejos: se define como socialista, musulmán y neoyorquino, y lo hace con la misma naturalidad con la que habla de vivienda asequible o transporte público gratuito.
Antes de la política, Mamdani trabajó como asesor de familias a punto de perder su casa. En aquellas oficinas de Queens, sentado frente a personas que se enfrentaban al desahucio, vio de cerca la violencia cotidiana de un mercado inmobiliario salvaje. Esa experiencia es la semilla de buena parte de su discurso político: hacer de la vivienda un derecho y no una mercancía.
El salto a la política
En 2020 se presentó a las primarias demócratas para representar el distrito 36 de la Asamblea Estatal de Nueva York, que incluye Astoria y Long Island City. Su rival era una diputada consolidada, con años de implantación y apoyo del establishment. Contra todo pronóstico, Mamdani ganó. Su victoria sorprendió porque no solo derrotaba a una figura veterana, sino que lo hacía desde una campaña de raíz comunitaria, con voluntarios, puerta a puerta y un mensaje directo: poner la vida por encima de los intereses inmobiliarios y financieros.
Desde entonces, ha sido reelegido con facilidad y se ha hecho un nombre en la escena progresista. Su activismo no se ha limitado al Parlamento: lo vimos en primera fila durante la huelga de hambre de los taxistas neoyorquinos, exigiendo condonación de la deuda, o defendiendo el piloto de autobuses gratuitos en Queens. Siempre con un estilo distinto: menos institucional y más cercano a los movimientos sociales.
Una agenda de ciudad
El paso siguiente ha sido inevitable: presentarse a la alcaldía de Nueva York. Lo anunció a finales de 2024 y el pasado junio sorprendió derrotando a Andrew Cuomo, el exgobernador, en las primarias demócratas. El contraste no podía ser más claro: un exlíder caído en desgracia, símbolo del poder tradicional, contra un diputado joven, sin miedo de identificarse como socialista y con un discurso de raíz popular. Mamdani no solo ganó; abrió la puerta a una reconfiguración profunda del Partido Demócrata neoyorquino.
Su programa es ambicioso. Propone congelar los alquileres en viviendas reguladas y construir 200.000 nuevos pisos asequibles. Defiende la gratuidad de los autobuses y la creación de supermercados municipales para combatir la especulación con los precios de los alimentos. Quiere ampliar la educación preescolar universal y establecer un sistema público de cuidado infantil que alivie la carga de las familias trabajadoras. También plantea un impuesto más alto para las grandes fortunas y para las corporaciones que concentran beneficios astronómicos mientras la ciudad sufre déficits crónicos en servicios básicos.
El momento clave del debate
Una de las imágenes que más han circulado durante la campaña es el debate televisivo entre candidatos. La moderadora preguntó cuál sería el primer viaje oficial que harían como alcaldes. Uno tras otro, todos respondieron: Israel. Cuando le llegó el turno, Mamdani rompió el guion. Dijo que su primer viaje sería a visitar a inquilinos amenazados de desahucio en la propia ciudad, porque “los problemas más urgentes de Nueva York no están a miles de kilómetros de distancia, sino aquí mismo, en casa”. La escena generó un silencio incómodo en la sala, pero también consolidó su imagen como el candidato capaz de desafiar consensos establecidos y priorizar a la gente por delante de la diplomacia simbólica.
El legado de Bernie Sanders
Para entender a Mamdani hay que entender a Bernie Sanders. Él mismo reconoce que entró en política después de la campaña presidencial de Sanders en 2016. Aquel movimiento demostró que había millones de personas dispuestas a apoyar una agenda socialista democrática en Estados Unidos. Mamdani recoge esa antorcha y la lleva al terreno municipal.
Lo que Sanders hizo con la sanidad pública o la educación universitaria, Mamdani lo intenta con la vivienda y el transporte. Es el mismo impulso, pero aplicado a la escala urbana. Y cuenta con el apoyo de figuras clave del ala izquierda demócrata, como Alexandria Ocasio-Cortez e Ilhan Omar, que ven en él un proyecto capaz de hacer tangible lo que a menudo queda en grandes discursos nacionales.
La diferencia, sin embargo, es que Mamdani puede ponerlo en práctica en una ciudad de ocho millones de habitantes. Si logra gobernar Nueva York, demostrará que el socialismo democrático no es solo un lema electoral, sino una política viable en la capital financiera del mundo.
Elecciones y encuestas
Las elecciones a la alcaldía de Nueva York se celebrarán el 4 de noviembre de 2025. A estas alturas, todas las encuestas publicadas lo sitúan en cabeza, con una ventaja clara sobre el candidato republicano. Los sondeos le dan entre un 55 y un 60% de intención de voto, una distancia suficiente para consolidarlo como el favorito indiscutible. La pregunta que flota no es si ganará, sino con qué margen y hasta qué punto podrá mantener intacta su agenda al llegar a la alcaldía.
Por supuesto, su agenda choca con enormes resistencias. Los lobbies inmobiliarios, el sector financiero y buena parte de la prensa conservadora ya lo etiquetan como “extremista”. También tendrá que negociar con un estado —el de Nueva York— que a menudo limita el margen de acción de la alcaldía en materia fiscal y legislativa. Y no será fácil mantener la confianza de su base electoral si los cambios no llegan con rapidez. Su apuesta por reformar la policía y reducir el papel represivo de las instituciones penitenciarias puede chocar con sectores que exigen mano dura ante el aumento de ciertos delitos, en un clima marcado por el creciente autoritarismo de Donald Trump. Sea como sea, Mamdani, por ahora, no solo no se ha echado atrás, sino que ha desafiado al presidente a un debate público. Veremos si con el tiempo se convierte en una alternativa real no solamente para Nueva York, sino para todo el país.