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Dan Schreiber: “Las teorías conspirativas hoy se usan como un arma política”

Por: Guillem Pujol

En los últimos años, lo que antes ocupaba los márgenes –conspiraciones, creencias heterodoxas, teorías imposibles, supersticiones contemporáneas– ha ido abriéndose paso hasta el centro del debate público. Ya no habita solo en foros oscuros, sino que atraviesa parlamentos, campañas electorales, discursos oficiales y conversaciones familiares. Lo extraño, lo irracional y lo indemostrable se han convertido, de pronto, en herramientas políticas, en refugio emocional y en forma de resistencia –o de manipulación– frente a un mundo cada vez más complejo y tecnificado.

Ese es, precisamente, el territorio que explora Dan Schreiber en La teoría de todo lo demás. Un viaje al mundo de las rarezas, publicado en castellano por Capitán Swing: un recorrido por historias tan insólitas como reveladoras, protagonizadas por científicos excéntricos, estrellas de Hollywood influidas por profecías apocalípticas, investigadores obsesionados con las plantas, ganadoras del Nobel que rescatan saberes ancestrales o personas que habitan, sin complejos, en la frontera entre la ciencia y la creencia.

Lejos de la burla fácil o el sensacionalismo, Schreiber se aproxima a este universo con una mezcla de humor, curiosidad y rigor, mostrando cómo lo que hoy consideramos absurdo ha estado, en muchos casos, en el origen mismo de algunos de los mayores avances del conocimiento humano. Reflexionamos con el autor sobre la relación entre ciencia y misterio, el auge de las teorías de la conspiración, la fragilidad de la verdad en tiempos digitales y la persistencia humana de creer, incluso cuando no deberíamos.

En tu libro reúnes un conjunto de historias que, aunque puedan parecer extravagantes, hablan de un deseo humano de escapar de la monotonía de la explicación puramente racional. ¿Qué dice eso sobre nuestra relación con el misterio y los límites de la ciencia?

Lo que más me interesa es cómo lo extraño y lo científico suelen ir de la mano, aunque se esconda. Cuando se publica un artículo científico, la parte rara del proceso suele barrerse bajo la alfombra. Nadie quiere decir: “Lo descubrimos porque el científico tuvo una intuición extraña la noche anterior”. Eso se deja para un biógrafo dentro de treinta años.

«Lo que más me interesa es cómo lo extraño y lo científico suelen ir de la mano, aunque se esconda».

Y hemos convertido las creencias no convencionales en algo vergonzante. La gente teme ser juzgada en su vida profesional o por sus amigos. Yo quería mostrar que, a veces, pensar de una forma lateral puede llevar más rápido a un resultado que pensar de manera lineal. No intenta defender nada, solo mostrar cómo ocurrieron ciertos descubrimientos y cómo personas brillantes dedicaron años a ideas que hoy nos parecerían ridículas.

Tengo la sensación de que el valor o la consideración que se le da a las teorías conspirativas ha cambiado mucho en pocos años. Ahora parecen tener un peso mucho más oscuro, incluso un impacto político real. ¿Qué ha cambiado?

Ha cambiado todo. Cuando éramos pequeños, no entendíamos las implicaciones. Pero, además, el contexto político actual lo ha transformado todo. Antes, si alguien hablaba de conspiraciones, desde el poder respondían: “Eso es solo una teoría conspirativa”. Hoy ocurre lo contrario: se usan como arma política. Si alguien hace algo mal, basta con decir: “Hay una conspiración contra mí”, y dejar que Internet haga el resto.

Puedes ausentarte una hora y, al volver, miles de personas habrán construido por ti la narrativa. Eso lo convierte en algo peligroso. Ya no es un tío raro en una cena familiar: ahora puede influir en elecciones, en políticas sanitarias, en decisiones colectivas.

En el libro también hablas del retorno de prácticas “místicas” en un contexto científico. ¿Cómo ves ese resurgir?

Es una mezcla curiosa. Por un lado, vivimos el auge de lo irracional: astrología, tarot, energías… nunca había visto a tanta gente de mi entorno creer en eso sin complejos. Y creo que la pandemia aceleró este proceso: de pronto, cualquiera se sentía con autoridad para hablar como experto en medicina.

«La imaginación, la intuición, la narrativa… han estado siempre ahí. Lo importante es distinguir entre lo que puede acompañar y lo que no puede sustituir a la ciencia».

Lo inquietante es cuando la intuición empieza a pesar más que los datos. Yo soy bastante racional y me preocupa lo que ocurre en lugares como Estados Unidos con la medicina. Pero tampoco hay que eliminar por completo esa parte humana, simbólica. La imaginación, la intuición, la narrativa… han estado siempre ahí. Lo importante es distinguir entre lo que puede acompañar y lo que no puede sustituir a la ciencia.

Mientras hablabas de la intuición y la línea difusa entre lo razonable y lo absurdo, pensé en cómo la locura ha sido tratada históricamente en Occidente: de una posición ambigua, incluso ligada a cierta verdad (como señala Foucault), a su encierro e institucionalización en la modernidad. ¿Crees que hoy las teorías conspirativas y las creencias marginales funcionan como un nuevo “espacio” para aquello que antes se llamaba locura?

Creo que definitivamente estamos etiquetando demasiado rápido a las personas. Hay una tendencia constante a meter a todo el mundo en una caja a partir de un solo dato: lo que creen, a quién votan, a qué le dan “me gusta”. A menudo se dice que las personas que creen en cosas como Bigfoot, por poner un ejemplo, son automáticamente de extrema derecha o simpatizantes de Trump. Y, por mi experiencia personal, eso no siempre es así. Tengo amigos que creen en Bigfoot que son personas perfectamente funcionales, que votan a la izquierda, que tienen una mirada completamente crítica sobre el mundo.

Estamos demasiado obsesionados con clasificar a las personas a partir de un único rasgo. Y eso nos lleva rápidamente a usar la palabra “locura” como forma de deslegitimar, de expulsar al otro del espacio común del diálogo. En cierto modo, sí: la conspiración, la creencia radical o extravagante se han convertido en una nueva forma de estigmatización. Ya no necesitamos un manicomio físico: basta con etiquetar a alguien como “conspiranoico”, “loco” o “irracional” para expulsarlo simbólicamente.

Y, al mismo tiempo, eso convive con una paradoja: cada vez más personas se sienten cómodas expresando públicamente creencias que antes se habrían callado por vergüenza. Esto puede parecer una apertura, pero también puede generar comunidades muy cerradas, autorreferenciales, en las que la creencia se refuerza sin ningún tipo de contraste ni pensamiento crítico.

«Estamos demasiado obsesionados con clasificar a las personas a partir de un único rasgo. Y eso nos lleva rápidamente a usar la palabra “locura” como forma de deslegitimar, de expulsar al otro del espacio común del diálogo».

En términos de “epistemología popular”, es decir, de cómo las personas corrientes elaboran lo que entienden como verdad o conocimiento válido, qué dirías que es más peligroso hoy en día: ¿una credulidad ingenua que acepta cualquier relato alternativo, o un escepticismo absoluto que niega todo lo que no encaje en un marco racional extremadamente estrecho?

Si nos situamos en el plano práctico y material, no hay ninguna duda para mí: la ciencia es lo más importante. La razón por la que millones de personas están vivas hoy es porque la ciencia ha desarrollado medicamentos, tratamientos, tecnologías sanitarias, modelos de prevención. No hay forma de equiparar eso con el pensamiento mágico.

Dicho esto, en términos puramente humanos, ambas dimensiones forman parte de lo que somos. Antes de la ciencia moderna sobreviven miles de años de humanidad, guiados por mitos, relatos, intuiciones, creencias religiosas. Puede que la esperanza de vida fuera menor, pero la imaginación, la construcción simbólica del mundo, también nos trajo hasta aquí. El problema llega cuando esa imaginación sustituye la realidad. He leído testimonios de personas que creen que poseen poderes curativos y convencen a padres de no llevar a sus hijos al hospital. Y ahí la línea se vuelve trágica, letal. Ese es el límite innegociable.

Hay una historia en el libro que me fascinó especialmente: el caso de Tu Youyou. 

Es una historia magnífica. Tu Youyou ganó el Nobel combinando conocimiento ancestral chino y tecnología moderna. Consultó un texto de hace 1.600 años que mencionaba una planta, el qinghao, y a partir de ahí logró aislar el principio activo que hoy es clave contra la malaria: la artemisinina.

«La imaginación, la construcción simbólica del mundo, también nos trajo hasta aquí. El problema llega cuando esa imaginación sustituye la realidad».

Hay además un detalle hermoso: su nombre, Youyou, no es una palabra, sino el sonido que hace un animal —un ciervo— en un poema donde precisamente aparece esa planta. Y cuando ese principio activo llega a Occidente, se bautiza como Artemisia, por la diosa griega Artemisa, siempre asociada a un ciervo. Es una coincidencia simbólica que no explica la ciencia, pero que añade profundidad humana a la historia.

La otra historia que me ha sorprendido ha sido la de Cleve Baxter, el hombre que conectó un polígrafo a una planta. ¿Qué pasó exactamente?

Baxter trabajaba con polígrafos para el FBI. Una noche, en su oficina, conectó la máquina a la hoja de una planta que tenía allí. Primero quiso ver qué ocurría si la regaba, pero en un momento dado pensó en quemarla. Y la aguja se disparó justo cuando tuvo esa intención. Eso le llevó a preguntarse si la planta estaba reaccionando al pensamiento, no al acto. Desde ahí empezó a hacer experimentos extrañísimos: salía a la calle, provocaba en sí mismo una sensación intensa de miedo (por ejemplo, casi cruzar delante de un coche), anotaba la hora, y al volver comparaba esas horas con el registro del polígrafo. Y encontraba picos coincidentes.

¿Demostrable? No lo sé. ¿Poético? Muchísimo. ¿Revelador de una intuición humana más profunda? También. Hoy sabemos que las plantas sí se comunican a través de redes subterráneas. No telepatía, claro, pero sí una complejidad que no imaginábamos. A veces quienes se adelantan lo hacen de forma torpe, pero no necesariamente desde el vacío.

Para cerrar: ¿hay alguna teoría de la conspiración que te resulte mínimamente convincente o comprensible?

No creo en ninguna de las clásicas. Pero cuanto más las estudio, más comprendo por qué la gente cae en ellas. Por ejemplo, la del falso alunizaje: creo plenamente que llegamos a la Luna, pero la narrativa alternativa es fascinante. No vivo guiado por conspiraciones, pero sí por la sincronía, por la coincidencia significativa. Si tengo que tomar una decisión importante y de repente escucho una canción que menciona uno de los lugares entre los que dudo, probablemente me incline por ese. Soy narrador: mi cerebro busca historias. Pero eso no sustituye jamás a la razón en lo que de verdad importa.

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Lo irracional y los nuevos totalitarismos

Por: José Ovejero

3 de noviembre

Aquí estoy, un lunes por la mañana en un bus de camino a Madrid mientras asisto al espectáculo penoso de Mazón mintiendo sin parar. Si un político puede mentir no ya sobre asuntos dudosos o que no se conocen lo suficiente sino sobre datos que son dominio público, y echando la culpa a inocentes, es porque una parte considerable de la prensa reproducirá su discurso sin cuestionarlo. El partidismo y la desvergüenza de muchos directores de medios es una de las razones principales de la baja calidad de la democracia. Pero estoy diciendo una obviedad, así que para qué seguir.


Pero sigo: en un mundo ideal, ni siquiera debería importar que un juez o un periodista tenga una ideología determinada si al mismo tiempo tuviera la honestidad profesional de desear esclarecer los hechos, y no de influir en la vida política, obteniendo con ello recompensas y poder.


4 de noviembre

Ahora en otro bus de camino al pueblo de mi madre. Nunca he querido ir en coche a todas partes, no solo por razones medioambientales, sino porque me parece que ya vivo en un burbuja demasiado sólida; está bien montar en metro y en autobús, me saca de mi vida de escritor que no tiene que ir a trabajar a las nueve cada día. Aunque a juzgar por el tráfico que entraba en Madrid esta mañana buena parte de esos trabajadores tampoco se encuentra en los autobuses y el metro. En este autobús interurbano viajan sobre todo gente mayor e inmigrantes.

Hace años me hicieron una pregunta absurda en una entrevista: «¿Qué haces cuando vas en metro?». «Eso –respondí–, ir en metro». «Ya, pero al mismo tiempo, ¿vas mirando el móvil?». No, la verdad es que procuro no mirar mucho el móvil, salvo por alguna razón concreta, como dar una respuesta rápida a un correo, porque si lo hago me olvido de la gente que va a mi alrededor, que es en principio más interesante que hacer scroll en una red social. Aunque a mi alrededor la inmensa mayoría no hace nada interesante. Mira el móvil.


Pensando en lo que escribía la semana pasada sobre el ascenso del irracionalismo y la similitud con las primeras décadas del siglo pasado. En Alemania hubo en los años veinte y treinta un auge de todo tipo de doctrinas esotéricas que contagiaron a no pocos dirigentes nazis. También de teorías médicas con poco o ningún fundamento científico (helioterapia, curas hipnóticas, homeopatía…). Si una sociedad basada en el racionalismo capitalista había llevado a la Gran Guerra y a la descomposición social –que se manifestaría en las revoluciones marxistas y la crisis del 29–, quizá había que buscar la verdad fuera de la ciencia tradicional y el sentido común burgués. Lo irracional siempre ha sido el refugio de quienes se sienten perdidos en su mundo, a menudo con razones para ello.

Ahora también asistimos a un incremento de adeptos a teorías irracionalistas; terraplanistas a los que se da voz en programas televisivos –porque sus guionistas suponen que hay un público para ellos–; también programas que chapotean en la poco apetitosa sopa cocinada con ideas de extrema derecha, noticias falsas, extraterrestres y fenómenos paranormales; movimientos antivacunas que llegan a instalarse en los más altos niveles de la política estadounidense; conspiranoias de todo tipo… y no es que las incluya aquí porque no crea en conspiraciones de gran alcance, pero que poco tienen que ver con chemtrails y con la inyección de microchips y mucho con alianzas internacionales para defender intereses antidemocráticos. No me parece casual que todo esto vaya de la mano de la fe ciega y, por definición, irracional de millones de votantes en líderes que se presentan como salvadores y se acompañan del gesto y la parafernalia de dictadores en ciernes, mientras afirman las cosas más descabelladas. Da igual además que cumplan o no sus promesas, que sus políticas sean o no nocivas para la mayoría; la fe en ese ser especial –llámalo Trump, llámalo Milei– es independiente de lo que hagan. La recompensa no es el milagro, sino el consuelo de creer con entusiasmo en algo compartido.

Leo en un periódico que muchos migrantes que votaron a Trump están decepcionados con él… pero lo volverían a votar. Igual que otros votan a un político que habla con su perro muerto.


5 de noviembre

Sin embargo, los demócratas han vencido en Virginia y Nueva Jersey y Mamdani va a ser alcalde de Nueva York. Cualquier derrota de la deriva autoritaria y sin corazón de Trump es como para celebrar. Esperemos, por el bien del mundo, que haya más. Y lo que más me alegra es que los jóvenes hayan sido un factor fundamental en la victoria de Mamdani. Ante el mantra de que los jóvenes son cada vez más de (extrema) derecha resulta refrescante ver que no todo es como nos lo cuentan.

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El Flus Flus (3)

Por: Radio Topo

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