La primera temporada de Respira, una serie de Netflix con un hospital público de València como epicentro de la trama, cierra con un capítulo en el que unas fuertes lluvias hacen estragos.
Cuando lo estás viendo estos días y no sabes en qué momento se ha rodado este producto de ficción, es bastante improbable pensar en otra cosa que no sea la dana del 29 de octubre de 2024, y que están, cómo no, recreando los efectos de las inundaciones que dejaron más de 200 víctimas mortales. Pero no. No es la dana por la que la justicia está investigando la gestión del gobierno de Mazón la que Netflix nos ofrece en pantalla, porque el capítulo, titulado Gota fría, se grabó antes de que aquella dana destrozara la vida de miles de familias.
“Primero te vuelves un poquito loco y dices: ¿esto es casualidad o qué? Pregunté de dónde salió la cifra que se mencionaba en la serie y, por lo que me dijeron, fue algo fortuito, una elección del director, David Pinillos, que pensó que reflejaba bien que había llovido mucho. Pero luego se produjo esa coincidencia y es muy loco”, dice Borja Luna, el actor que interpreta a un combativo sindicalista jefe de oncología, en una entrevista en El Periódico. Esa casualidad fue rodar algo que pasa pero que aún no había pasado.
Y en el fondo, lo que ocurre es que, pese a que nos sorprenda la coincidencia, no es una casualidad que las lluvias sean cada vez más torrenciales, como tampoco es una casualidad lo que cuenta la serie en su segunda temporada: las vidas que cuesta la privatización de un hospital.
Estrenada a finales del pasado octubre, si la ves hoy, también se podría pensar que las órdenes que da el CEO de la empresa que gestiona este hospital público en la ficción son las mismas que ha podido dar el CEO del grupo Ribera, en la vida real, en el hospital público de Torrejón de Ardoz, según las grabaciones de una reunión a las que ha tenido acceso El País y cuya publicación ha supuesto lo que es: un escándalo.
Aitana Sánchez-Gijón, cirujana en la serie, junto Gustavo Salmerón, que interpreta al gestor privado del hospital. NETFLIX
Sin hacer espóiler, la serie, de manera muy resumida, viene a contarnos todo este negocio en el que se ha convertido el sistema sanitario desde hace tiempo: las políticas de una presidenta de derechas, representada por una genial Najwa Nimri, que desprecia la sanidad pública y que termina tratándose de un cáncer de mama en el hospital público que quiere privatizar. Para ello, pone al frente a un CEO que, para que le cuadren las cuentas de resultados –es decir, para que el beneficio sea cada vez mayor–, desbarata el servicio público y se vende a una gran farmacéutica. La letra pequeña, como siempre, acaba afectando a los débiles, a los pacientes, que son derivados a otros centros cuando sus informes clínicos dicen, como si fueran clientes, que no son rentables.
El empresario se pasea en chaqueta, con chaleco y corbata, por los pasillos de un hospital de profesionales quemados que han llegado a montar una huelga sin servicios mínimos; quita y pone a directores según le bailen el agua –enorme Aitana Sánchez-Gijón en su papel de cirujana implacable–; y mientras recorta en la limpieza de quirófanos con otra empresa –y hay que cerrarlos porque se infectan– y cierra las puertas de urgencias –porque “es un coladero” de gente enferma que no da dinero–, el CEO ficticio potencia otros servicios como la atención al parto, al que dota de las mejores instalaciones pensando, a la vez, en la rentabilidadde los tratamientos de fertilidad. Hace fotos al equipo, lo anuncia en una valla publicitaria. Quiere que las mujeres –con un parto sin complicaciones se gana bastante pasta, dice, las demás que se vayan a otro– elijan el Joaquín Sorolla, que así se llama el hospital ficticio. Y fíjense –qué coincidencia otra vez–, en el Hospital de Torrejón, la de maternidad y parto respetado es la primera unidad de referencia destacada en su página web.
No es que los guionistas sean adivinos. La ficción suele partir de la realidad, del contexto. Y por eso la serie, con sus buenas dosis de culebrón, parece adelantar cosas que aún no han pasado o cosas que pasan de las que no nos hemos enterado o querido enterar. Por cierto, en el capítulo final de la segunda temporada se celebran elecciones. Y sale el resultado.
No fue un gran acto –al menos, no fue lo que acostumbra a ser denominado como un gran acto– el día en que Antonio sintió que alguien escuchaba su historia, que podía contar que a su padre y a su madre los mataron cuando él era un niño de tres años, que no recordaba sus rostros, pero que quería, con todo su corazón, saber dónde estaban sus restos. Por eso, aquella mañana sin prensa, sin focos, sin políticos, como casi todos los últimos sábados de mes, Antonio, con una vieja foto pegada al pecho como única prueba física de la desaparición de quienes lo habían traído a este mundo, pedía, junto a otras víctimas del franquismo en la sevillana Plaza de la Gavidia, que alguien lo ayudara a buscar sus huesos.
No fue tampoco lo que se conoce como un gran acto el día en que Paqui y su amiga Isabel –con la misma determinación y alegría de una Thelma y una Louise que aceleran aun sabiendo que van a despeñarse– arrancaron el coche camino de un juzgado de Aracena a poner una denuncia por el hallazgo de una fosa. En menos de tres minutos fueron despachadas. Pero ellas hicieron lo que creían que tenían que hacer.
Tampoco se considera un homenaje, en los términos habituales, el empeño de Manuel por honrar a sus bisabuelos Luisa y Antonio, y el amor inquebrantable que se profesaban y que un cura intentó separar cuando ya eran ancianos, en los últimos años de sus vidas.
Cecilio Gordillo porta una fotografía de su familiar. RMHSA
Por supuesto, no fueron grandes actos aquellas conferencias que, cualquier día de la semana, en cualquier pueblo, sin sillas con cartel de reservado, con frío, con calor, en cualquier aula, en la plaza más inesperada, dieron José María o José Luis o Pura o Ángel o Emilio o Susana. O Cecilio, siempre Cecilio. Puede que por no haber no hubiera ni mucha gente. Porque en estos actos, además, casi todo el mundo se conoce de esos mismos actos, ajenos a aniversarios y conmemoraciones protocolarias, que, por otro lado, no está mal que las haya. Todo lo contrario.
Durante muchos años, las víctimas del franquismo, en estos formatos caseros, voluntariosos, altruistas, en los que muchas veces Lucía puso –y sigue poniendo– su música y su voz, han pedido ser reconocidas en público por el Estado, que durante esos mismos años –muchos años– ha mirado para otros lugares.
Se han aprobado leyes, es cierto. Hay quien opina que se ha avanzado, también. Pero no es menos cierto que sola estaba Paqui cuando los restos de Queipo salieron de la Basílica de la Macarena. Solo estuvo José cuando, delante de la tumba de su padre en un pueblito de Portugal al que tuvo que exiliarse toda la familia, le dijo que por fin, después de tanto miedo y silencio, había adquirido la nacionalidad española.
Solas han estado durante demasiado tiempo las víctimas del franquismo, también las de la Transición, que continúan –todas ellas– observando perplejas cómo se siguen celebrando actos fascistas de manera impune, cómo continúan sin juzgarse en este país unos crímenes de lesa humanidad o cómo las encuestas dan cada vez más apoyo a la ultraderecha entre los más jóvenes.
Puede que los de este año, cuando se cumple medio siglo de la muerte del dictador Franco, ese número redondo que siempre invita a celebración, sean los que todo el mundo conoce como los grandes actos. Pero han sido todos esos pequeños eventos juntos, sin fecha, los que han permitido tejer la memoria de este país en los últimos tiempos, la de niños como Antonio, la primera persona mencionada en este artículo, que no logró encontrar a sus padres y que ya no vive para seguir buscándolos. En estos momentos de fastos, conviene no olvidarlo.
Delante del retrato del marqués de Remisa,el banquero español más importante del siglo XIX y dueño de las históricas minas de Riotinto, hay un escritorio de madera de caoba americana con decoraciones de madera de limoncillo de Ceilán. El detalle no es menor. Como tampoco lo es que una mesa tenga por patas a un hombre negro. O que un azucarero de cristal esté arrastrado, en forma de adorno, por figuras que representan a dos esclavos. Todas estas obras y objetos permanecen hoy expuestos en el Museo del Romanticismo, uno de los 23 museos públicos de Madrid que forman parte de la investigación realizada por Aurora Fernández Polanco y Pablo Martínez en el libro En busca del pueblo (Akal, 2025).
Aurora Fernández Polanco y Pablo Martínez. Foto: Juan Carlos Mohr
«Una mirada atenta a las colecciones evidencia la dinámica extractiva de la modernidad europea que alcanza nuestros días. Su disposición en pinturas, salas y vitrinas naturaliza y legitima la presente extracción de materias primas para su consumo desmedido», escriben en un fragmento de la obra. «Pensar en la descolonización del museo pasa también, en paralelo, por limitar el tráfico global de algunas mercancías. Por ajustar la vida material al contexto en aras de hacerla más sencilla», añaden.
El libro muestra, por tanto, cómo ese pasado colonial, la violencia contenida en esos objetos, continúa presidiendo estos lugares que, por otra parte, están financiados con dinero público. Sin un cartel que diga que eso es una oda al extractivismo, que eso es una apología de la esclavitud, que eso, en efecto, es algo que no debería exponerse así, sin ninguna explicación, sin un contexto que haga entender por qué se produjeron los expolios, por qué, por ejemplo, Napoleón se llevó a Egipto a más de cien arqueólogos o por qué, como explicó la autora a su nieta ante el hallazgo de un prendedor de carey familiar, hubo un tiempo en el que se hacían objetos con los caparazones de estas bellas tortugas. «¿Las mataban para hacer esto?», vino a decir la niña. «Y probablemente sin este libro, que ha entrenado la mirada crítica decolonial, no hubiera hecho ese comentario a mi nieta», reflexiona Fernández Polanco sobre la necesidad de explicar el mundo para poder transformarlo.
Por eso la obra es también una inmersión en el presente, una llamada a la acción hoy: «Está el azucarero y la mesa de caoba, pero esto es como las fresas que nos comemos, como la fruta que comemos. Es decir, cómo se puede ver en los productos que consumimos las trazas de la división racial del trabajo y la explotación laboral», explica Pablo Martínez. En una conversación por Zoom, los autores transitan, como en el paseo entre amigos que es, además, este libro, por las ideas que lo pergeñaron. Una de ellas, la conciencia ecosocial, pensar qué idea tenemos de ciudad, qué tenemos en nuestro entorno. Y, por supuesto, la idea de pueblo, de mirar desde abajo, salir al encuentro de algo que no sea solo el discurso que emiten los museos en algunos de sus montajes.
Retrato del Marqués de Remisa, de 1844, de Vicente María López Portaña, con la mesa de caoba y madera de limoncillo de Ceilán, de 1833. Cedida
¿Qué es el pueblo?
Pablo Martínez: En ningún momento pensamos en el pueblo como identidad, como una cosa cerrada. No había ningún interés identitario o esencialista; era casi una operación contraria. Era jugar desde ese concepto para darle, a partir de la cultura material, respuestas mucho más poéticas y que amplían la idea de pueblo a través de los pueblos que no están o no aparecen, porque esto que pasó en Torre Pacheco se puede rastrear en la historia de Madrid.
¿En qué sentido?
Pablo: Madrid es una ciudad de origen árabe en la que, como en el resto de España, han convivido distintas culturas. Y la reivindicación que se hace ahora del momento fundacional de España como nación en los Reyes Católicos, que expulsaron tanto a árabes como a judíos, está muy presente en los museos. El Naval, por ejemplo, empieza su recorrido con los Reyes Católicos, por no hablar del de América o el de Historia de Madrid, que inicia su relato con Felipe II. Por eso el libro responde también a cuestiones de actualidad que son constantes en nuestra historia.
Aurora Fernández Polanco: Comenzamos simplemente diciendo «a ver si podemos hacer una genealogía de la modernidad from below», que dicen los de estudios culturales, desde abajo. Y ese ahí abajo podría ser un concepto muy amplio. O sea, pueblo puede ser una copia, una cerámica en relación a un cuadro al óleo. Pueblo es lo pequeño, lo que ha pasado desapercibido en ese sentido. Y es muy importante que lo digamos hoy.
Pablo y yo habíamos trabajado juntos en proyectos que se dedicaban a pensar y a escribir con imágenes y por eso pensamos en salir de la digitalización y ponernos frente a los objetos palpables, materiales. ¿Y si gracias a esa deriva reescribimos determinados relatos que nos inspiran estos objetos? Pues vamos a hacerlo.
Así que pueblo, en resumen, es una metáfora para lo menor. Es todo lo que no es el high. Porque la estética moderna empieza como un asunto propio de las clases ociosas. Realmente lo que buscábamos también era aquello que no respondía al entorno de clases y estamentos privilegiados. Como historiadoras del arte, hemos estado acostumbradas a que las bellas artes eran las chulitas. La cerámica griega no cae en el examen, lo que cae es la escultura griega. Y eso ha ido conformando un mundo en el que lo de arriba ha primado y ha aplastado a lo supuestamente de abajo. Queríamos revolver ese mundo.
La mesa velador con un esclavo. Cedida
He leído que a sus estudiantes (de Bellas Artes) les dice que en vez de esculturas van a tener que hacer botijos.
Aurora: Lo digo mucho en relación con la gente que vive de espaldas al cambio climático. Y me refiero, además, a lo hecho con amor, con tiempo. Un canto a los oficios. La búsqueda de otra modernidad que no sea la extractivista del cemento y la máquina.
Humanizar la vida desde el arte.
Pablo: Sí, la Institución Libre de Enseñanza influyó en muchos museos. Y algunos de sus miembros tenían influencia de William Morris y del movimiento Arts and Crafts. Para ellos la cultura, más allá de dar rédito en las cuentas o el balance económico de un país –lo que hoy llamaríamos la obsesión por las industrias culturales, por la cultura como objeto de consumo–, mejora la calidad de vida y la cultura democrática de un país.
En Paisanaje –un colectivo que aborda la crisis ecosocial desde el arte– también tenemos esta idea de relacionarnos con la cultura no solamente como un objeto de consumo, o con la producción, la cantidad y la acumulación. Sino pensar en cómo las artes –y aquí podríamos pensar en las artesanías o las artes culinarias también– pueden incidir en la vida de las personas y transformar los modos en que nos alimentamos o empezamos a pensar en tener menos cosas, pero mucho más significativas de nuestra experiencia.
Aurora: Para pensar que el arte y la cultura pueden humanizar la vida habría que repensar los conceptos de arte y de vida. Porque si no, estamos en la misma estructura fragmentada establecida por la modernidad. Las cosas están organizadas así: el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Agricultura, el Ministerio de Obras Públicas… Pero para mí, con la crisis ecosocial que estamos atravesando, la cultura tenía que estar atravesando todos los ministerios. Hay que cambiarlo todo, empezar otra vez a restaurar valores, morales y materiales «desde abajo».
«Para pensar que el arte y la cultura pueden humanizar la vida habría que repensar los conceptos de arte y de vida».
Pablo: El museo ha sido un aparato que ha generado jerarquías estéticas, de significados. Por eso, para nosotros, irnos a los museos menores era una operación política, intentar dar otro sentido a esta relación de la cultura, el ocio y la vida. Además, el museo nos sigue pareciendo una institución central. Y no solo a nosotros. Una de las primeras decisiones que ha tomado Trump ha sido ir en contra de los Smithsonian. Y cuando el ministro dice que va a descolonizar los museos, es portada del ABC durante varias semanas seguidas.
¿Pero cómo se puede descolonizar un museo?
Pablo: Los medios, en general, simplifican la descolonización con objetos que son fetiche, como podría ser el oso polar en el calentamiento global o el lince en la recuperación de un ecosistema, ¿no? Y aquí son las momias de Atacama o el tesoro de los Quimbayas. Pero hay que ir un poco más allá de esos objetos para pensar en el modo en que el despojo colonial ha configurado nuestros hábitos en la Europa fortaleza. Por ejemplo, Françoise Vergès habla de cómo el rastro colonial del tabaco de la explotación de la plantación esclavista aparece en el retrato de un burgués fumando tabaco en el XIX.
«El daño ya está hecho y la reparación es muy difícil. Por eso todas las políticas de restitución de piezas no dejan de ser políticas diplomáticas en el presente que son muy importantes, pero que en realidad no acaban con la violencia extractiva de los países del llamado primer mundo».
Ahora, ¿cómo se puede descolonizar los museos? No tenemos la solución. Es complicado porque también hay parte del entuerto que ya no tiene solución. El daño ya está hecho y la reparación es muy difícil. Por eso todas las políticas de restitución de piezas no dejan de ser políticas diplomáticas en el presente que son muy importantes, pero que en realidad no acaban con la violencia extractiva de los países del llamado primer mundo, que sigue existiendo. De todas formas, sí hay avances. Aunque una de nuestras conclusiones tentativas es que no se pueden descolonizar los museos de a uno, sino que hay que desmontar la separación por disciplinas (arte/artesanía, los de aquí/los de allí…).
¿Por ejemplo?
La Tate Britain, cuando ha repuesto su colección, te explica quién aparece en el cuadro: si trabajaba con esclavos, por ejemplo. O la exposición que hicieron el año pasado en el Thyssen comisariada por Andrea Pacheco, en la que revisaban colecciones del museo y aparecían esclavistas retratados.
«Que petroleras como Repsol financien actividades en museos por importes tan bajos demuestra no solo las alianzas con la industria del petróleo, sino que museos que están dedicados a la creación de posibles futuros están asociados a la destrucción del planeta».
Reflexionan sobre cómo las relaciones de los museos con las grandes corporaciones perpetúan las desigualdades entre el norte y el sur.
Pablo: Que petroleras como Repsol financien actividades en museos por importes tan bajos como 20.000 o 40.000 euros para garantizar que lleve su logo, por encima incluso que el del Gobierno, demuestra no solo las alianzas con la industria del petróleo, sino que museos que están dedicados a la creación de posibles futuros están asociados a la destrucción del planeta. Es demencial.
Una puede pensar, imaginando mundos, que el nombre, Comala, viene de aquel pueblo literario de la primera novela de Juan Rulfo. “El juego semántico da para mucho”, bromea Cindy Norori, de Nicaragua, en una videoconferencia desde Madrid junto a su compañera Mercedes Rodríguez, originaria de Colombia. El caso es que La Comala viene del comal, el utensilio de barro en el que allá, en su tierra, sus abuelas hacían las tortillas. Se sienten seguras en esta metafórica cocina que definen como un espacio comunitario donde se cuecen las ideas, un proyecto que trata de reconocer y dignificar los cuidados, un sector esencial muy precarizado que aún rezuma altas dosis de colonialismo.
La Comala es una pequeña cooperativa de trabajo asociado nacida en 2017 en Madrid con cuatro socias fundadoras, todas ellas originarias de países latinoamericanos. “Todas las socias trabajadoras cotizan al régimen de la Seguridad Social, lo que permite acceso a mayor prestación y adaptarnos al volumen de horas trabajadas, acceso a formación profesional bonificada, cobertura ante accidentes profesionales y todas las demás prestaciones de una persona trabajadora”, avisan en su página web, bien destacado en letras negritas, a modo de declaración de principios. Porque –y ellas mismas lo recuerdan– vienen de donde vienen, de un sector discriminado históricamente que inició hace nada su procedimiento para el Convenio 189 de la OIT. Esto es: ser considerado y protegido como un trabajo decente.
“Tenemos un enfoque de servicios de atención centrada en la persona, que implica un cambio en la forma de atender y acompañar. Trabajamos con un enfoque estratégico de intervención comunitaria, tratando de complementar los servicios de otras estructuras que actualmente trabajan también prestando apoyo a personas, hogares y entidades”, explican. Y por eso mismo entienden que su proyecto solo cabía en los valores y principios que promueve el cooperativismo: “Tratamos de satisfacer necesidades de las personas frente al beneficio económico. Una alternativa de empleo propio en condiciones dignas en el marco de una economía social y solidaria”.
Mercedes lo traduce muy claramente y es algo que trata de hacer entender a quien llega por primera vez: “Esto no es una empresa al uso, no es la empresa de Florentino Pérez”. La Comala, de hecho, comenzó por la estructura: “Éramos inicialmente cuatro. Ya estábamos cerca o habíamos pasado los 50 años. Y alguien dijo que iba a haber un curso de cooperativismo. La más reacia era yo. Nos apuntamos. Era muy básico”, rememora Mercedes, que por entonces no tenía ni idea de las complicaciones y burocracia que puede conllevar su constitución, de la angustia por tener que dar de baja a compañeras por la irregularidad sobrevenida, o lo que supone una baja médica de larga duración en este tipo de empresa. Lidiaban –y lidian– con la Ley de Extranjería, con el asilo. Y no querían tampoco perder la mochila que traían: desde educación infantil hasta restauración; desde los cuidados a la formación y comunicación. Unos dos años después de aquel curso, el 10 de diciembre de 2017, fueron al notario y celebraron, por partida doble, el Día de los Derechos Humanos.
Compañeras de La Comala el día de la presentación de resultados de la evaluación 2024.
“Al principio, si teníamos un servicio de 4 horas, lo repartíamos entre dos. Luego llegó uno de media jornada. Y luego la jornada completa. Y así fuimos, poco a poco”, prosigue Mercedes. Hoy son 16 socias y 24 trabajadoras que dan servicio a unas 150 personas usuarias –“No las llamamos clientes para romper la lógica capitalista”– en cuidados, limpieza en el hogar y en entidades en barrios como Vallecas. “El boca a boca, la calidad y la calidez nos han permitido llegar a más instituciones. Ahora mismo estamos en un momento de consolidación, de fortalecimiento de áreas internas para una estructura de crecimiento más sólida de adentro hacia afuera«, analiza Cindy.
Ambas insisten en otro eje fundamental en la cooperativa: la formación. La mayoría ha obtenido ya el certificado de socio-sanitarias. Y destacan también su compromiso ecológico: “No usamos productos abrasivos, hemos desterrado el amoníaco, y la lejía, lo justo”. En un chat, las comaleras comparten sus trucos de limpieza. Pero sobre todo, intercambian una forma de ver la vida: “Comalear los cuidados implica una forma de abordar el trabajo de cuidados de manera colectiva, solidaria y feminista”, concluyen.
Cuidados desde la intergeneracionalidad
Alicia Carrillo es la CEO de Macrosad. Pero ella misma se autocorrige y dice que no, que no es. Que tiene la suerte de ser la CEO de Macrosad, un grupo cooperativo dedicado a los cuidados –“del ciclo completo de la vida”, especifica– nacido hace 30 años en Jaén. “Trabajamos el sector de los cuidados fundamentalmente, pero también la infancia, la educación, la salud mental, la recuperación de menores, personas con diversidad funcional. Y lo hacemos para la administración pública, mayoritariamente. Tenemos una cooperativa matriz y después cooperativas por segmentos”, explica.
Desde sus inicios hasta ahora, Macrosad cuenta con 97 centros de trabajo repartidos por toda España y casi más de 23.000 familias atendidas. “Somos casi 9.000 los profesionales que formamos hoy la familia Macrosad. Y ya te digo, muy orgullosa de estar en el grupo al que pertenecemos”, insiste desde la sede central, en el parque tecnológico Geolit, en la misma provincia andaluza desde donde han ido creciendo todos estos años.
Entonces, volviendo hacia atrás, la palabra intergeneracional no estaba en las políticas, mucho menos en las conversaciones, en las casas, donde había que cuidar niños y personas mayores por separado, como si fuera un sacrilegio hacerlo junto, donde no había nadie para hacerlo. Pero fue ese término, ese concepto, desde ese primer momento, el motor que ha hecho de este proyecto su razón de ser.
“Para nosotros, las relaciones son únicas y hace mucho tiempo que nos dimos cuenta de que podíamos transformar o ayudar a mejorar la sociedad a través de la intergeneracionalidad. Cuando nadie todavía sabía pronunciar esta palabra –ahora hasta las pensiones son intergeneracionales, ¿no?– nosotros aplicábamos ya una política intergeneracional en nuestro servicio”, explica Carrillo. Es –resumen– una forma de entender el sistema de cuidados, de rehabilitación, de educación.
En su estructura, el CINTER (Centro Intergeneracional de Referencia), creado en 2018 en el municipio granadino de Albolote, ha sido pionero en España. “Une a menores de 0 a 3 años con personas mayores en un enclave especial, un centro de alojamientos para personas mayores que, a su vez, dispone de un centro de día y una escuela infantil”, afirma Carrillo, que anuncia la próxima apertura de otro centro intergeneracional, el CININ, en Dos Hermanas (Sevilla). El objetivo de este tipo de establecimientos es aunar la intervención educativa con la social para ayudar a construir comunidades más cohesionadas e inclusivas, según recoge el proyecto.
“Cuando una persona mayor está con un niño, siempre se le dibuja una sonrisa, esto está más que sabido. Pero al revés, hace 20 años, no se veía igual, no se entendía que una persona mayor pudiera enriquecer a un niño. Imagínate entrar con un bebé a una residencia. En aquel momento, nos costó romper muchas barreras”, rememora Carrillo, que considera que, aunque queda muchísmo por mejorar –y por hacer–, el sistema de cuidados ha avanzado en los últimos años.
No obstante –admite–, el sistema continúa siendo un laberinto para muchas familias que se enfrentan por primera vez a situaciones de dependencia. “Muchas veces no sabemos por dónde empezar y es el principal problema. Qué paso tenemos que seguir, cómo tengo que solicitar una ayuda, qué herramientas tengo en mi comunidad autónoma… Porque, al final, esto depende mucho de cada comunidad autónoma”, reflexiona la directiva.
Este reportaje pertenece a ‘Altacoop, el altavoz de las cooperativas’, un proyecto que cuenta con el apoyo del PERTE de la Economía Social y de los Cuidados del Gobierno de España.