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El auge de Aliança Catalana, más allá de las encuestas

Por: Guillem Pujol

Este artículo ha sido publicado originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerlo en catalán aquí.

El último barómetro del Centro de Estudios de Opinión (CEO) confirma que el PSC continúa siendo la primera fuerza en el Parlamento, pero con síntomas claros de desgaste. La proyección sitúa a los socialistas entre 38 y 40 escaños, pero, según la comparación con el barómetro anterior, esto supone perder entre dos y cuatro diputados.

En cambio, Esquerra Republicana reaviva: se colocaría en segunda posición con 22–23 escaños, lo cual implica ganar entre dos y tres respecto a la encuesta anterior. El movimiento importante se produce alrededor de Junts per Catalunya y Aliança Catalana. Junts caería hasta los 19–20 escaños, cosa que quiere decir dejarse hasta 15–16 diputados en relación con el último barómetro del CEO. Al mismo tiempo, Aliança Catalana, que a las elecciones anteriores había entrado con solo dos diputados, aparece ahora empatada con Junts, también con 19–20 escaños, después de un salto de hasta 18 escaños en la estimación.

Al bloque de la derecha española, el movimiento es más discreto pero significativo: Vox llegaría a los 13–14 diputados y avanzaría el PP, que se quedaría con 12–13 escaños. La tendencia no es tanto un gran crecimiento del PP como el hecho de que el espacio más duro de la derecha (Vox y Aliança Catalana) gana peso relativo. Mientras tanto, Comunes continuaría con unos seis diputados y la CUP se movería entre tres y cuatro, prácticamente estabilizados respecto al barómetro anterior.

Estas cifras dibujan un escenario claro: el PSC continúa al frente, ERC recupera posiciones, Junts se hunde y la extrema derecha –en versión españolista y en versión “autóctona”– consolida una presencia que hace solo unos años parecía imposible en Catalunya. Pero, como siempre pasa con las encuestas, lo importante no son solo los números, sino qué nos dicen sobre el tipo de país que se está configurando.

Aliança Catalana: ¿un partido independentista?

La lectura más obvia es que Aliança Catalana se ha “comido” una parte importante de Junts per Catalunya. Varios análisis apuntan a que alrededor de un 20% de los antiguos votantes de Junts se inclinarían ahora por Sílvia Orriols, y que la fidelidad de voto de Junts es una de las más bajas del sistema. Pero el fenómeno va mucho más allá de un simple trasvase dentro del bloque independentista.

El CEO y las crónicas posteriores remarcan un punto crucial: cerca de la mitad de los votantes potenciales de Aliança Catalana no se definen como independentistas. Esto quiere decir que el partido no crece para que represente un “independentismo más puro” o una radicalización coherente del Procés, sino porque se ha convertido en un contenedor amplio de malestar. Un espacio donde confluyen votantes desencantados con Junts, votantes de Vox y del PP, personas que habían optado por ERC, y gente que, sencillamente, no encontraba ninguna opción que verbalizara su frustración.

Aliança Catalana no es, por lo tanto, la continuación del sobiranisme por otros medios, sino otra cosa: una extrema derecha que utiliza la identidad catalana como vehículo para articular un discurso de orden, de miedo y de exclusión. Su relato se centra menos en la construcción de un proyecto de país y más en la construcción de un enemigo: la inmigración, determinados barrios, cierta idea de “invasión” o de “pérdida de la Catalunya de siempre”.

Este detalle –que una parte sustancial de su electorado no sea independentista– es el que tendría que hacer saltar todas las alarmas. Indica que el que se está moviendo no es solo el eje nacional, sino una reconfiguración del voto identitario en clave autoritaria. La etiqueta “catalana” aquí no apunta tanto a un proyecto de emancipación colectiva como una frontera simbólica: un nosotros cerrado, amenazado, que necesita levantar muros (materialmente y culturalmente) para protegerse.

Dicho de otro modo: Aliança Catalana representa el punto de encuentro entre un independentismo agotado y una derecha radical europeizada, que comparte con otras fuerzas del continente la misma fórmula: mezclar precariedad, inseguridad y desigualdad con un discurso culturalista que señala la inmigración como culpable.

Síntoma de un fracaso estructural, no una anomalía repentina

Si miramos el fenómeno en perspectiva, queda claro que el auge de Aliança Catalana no es un rayo caído del cielo, ni el resultado de un único error táctico de los otros partidos. Es el síntoma de un proceso largo de degradación institucional y política, en que las fuerzas de gobierno –en Cataluña, en el Estado y a Europa– han renunciado a abordar de manera seria las raíces materiales del malestar social.

Hace años que amplios sectores de la población conviven con precariedad estructural; con trabajos inestables y mal remunerados, con una crisis de la vivienda galopante y unos alquileres desbocados, y con un Estado infrafinanciado. Y todo esto mientras el 1% acumula cada vez más y más riqueza.

En paralelo, las instituciones europeas han ido consolidando un marco de políticas migratorias abiertamente racistas y seguritarias, con Frontex como emblema de la idea de que las fronteras valen más que las vidas. La migración ha sido convertida en un problema policial y militar, no en una realidad humana a gestionar con derechos y justicia. Esta lógica, asumida por gobiernos de todos los colores, legitima de facto los marcos mentales sobre los cuales opera la extrema derecha.

A todo esto se suma un ecosistema mediático y digital que, demasiado a menudo, vincula de manera acrítica delincuencia e inmigración, alimenta titulares alarmistas y transforma casos puntuales en pruebas irrefutables de un supuesto “caos generalizado”. El resultado es un clima en que el miedo y el resentimiento se normalizan, mientras las causas estructurales –políticas de vivienda, fiscalidad, regulación laboral, redistribución– quedan fuera de foco.

En este contexto, Aliança Catalana no hace nada especialmente original: simplemente ocupa el espacio que los otros han dejado vacío. Convierte el malestar en voto, pero lo hace desplazando la responsabilidad hacia los de siempre: los más vulnerables. No cuestiona los poderes económicos, ni las élites, ni las decisiones estructurales que han llevado hasta aquí. Cuestiona el vecino, el extranjero, “los de abajo” que son percibidos como extraños.

Por eso, centrar el debate exclusivamente en si AC tendrá 18, 19 o 20 diputados es perder de vista la cuestión fundamental: ¿qué piensan hacer las fuerzas que se reivindican democráticas y progresistas ante este malestar? Si la respuesta continúa siendo gestión tecnocrática, parches a corto plazo y una apelación abstracta a unos “valores europeos” que hace tiempos que no se traducen en políticas reales, el terreno continuará siendo propicio para que la extrema derecha crezca.

El CEO no nos dice solo quién va ganando la carrera por la Generalitat. Nos dice, sobre todo, que una parte creciente del país ha dejado de creer que la política sirva para mejorar la vida. Mientras esto no cambie, Aliança Catalana continuará siendo mucho más que una encuesta favorable: será el espejo incómodo de un sistema que hace años que deja demasiada gente atrás.

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