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Costa-Gavras: “Para mí la política es el comportamiento que tenemos todos los días con los demás”

Por: Manuel Ligero

Esta entrevista con Costa-Gavras se publicó originalmente en #LaMarea106. Puedes conseguir la revista aquí o suscribirte para recibirla y seguir apoyando el periodismo independiente.

En 2018, una fake new consiguió colarse en las redes sociales de grandes medios de comunicación como el New York Times o el Washington Post: Costa-Gavras había muerto. El bulo resultaba plausible por la avanzada edad del cineasta, que se tomó aquello con humor: «Lo prometo: cuando me muera, avisaré a todo el mundo». Hoy, en Madrid, en una deliciosa mañana de primavera, el director greco-francés, de 92 años, nos recibe haciendo gala del mismo humor afable y sencillo para presentar su película más reciente (nadie se atreve a decir todavía «su última película»): El último suspiro. Trata, precisamente, de la muerte, pero de la muerte como celebración de la vida. De la muerte digna, apacible, indolora que pueden proporcionar los cuidados paliativos. Es un tema que, por razones obvias, le apela directamente, aunque viéndolo nadie lo diría.

Costa-Gavras se esfuerza en hablar español por dos razones: la primera, porque quiere mantener su mente ágil, y la segunda, por la propia dulzura de su carácter. Se esfuerza por resultar cercano a sus interlocutores. Siempre fue así, desde que empezó a chapurrear el idioma hace 65 años, cuando aún era ayudante de dirección y vino a rodar a Torrevieja. «Yo pensaba que con mi escaso español y un poco de francés me haría entender, pero la script girl me dijo: “Para ya. Los técnicos quieren partirte la cara. No entienden nada”», recuerda riendo. «Fue un electricista el que me tomó bajo su protección y me dijo: “Yo te ayudo. Yo te voy a enseñar español”. Virgilio se llamaba. Nunca lo olvidaré. Aquella película [Hola, Robinson, de 1960] no pasará a la historia del cine, pero hicimos una amistad extraordinaria. Así es como España empezó a formar parte de mi vida. Luego conocí a Jorge Semprún… y todo lo demás».

Con ese escueto «todo lo demás» se refiere a Z (1969), La confesión (1970) y Sección especial (1974), las tres obras maestras que escribieron juntos. Con ellas vinieron los premios, el reconocimiento internacional, la consagración de sus carreras. Aunque a Costa-Gavras no le gusta la palabra «carrera». «Los que hacen carrera son los militares y los políticos», dice tirando de ironía. «Nosotros contamos historias. Escribimos para la gente, como ustedes, los periodistas. Es más una pasión que una carrera. Yo cuento historias que me tocan profundamente. Y las cuento con todas las consecuencias: pueden interesar al público o no. Puedo quedar como un idiota o resultar interesante, pero es lo que me gusta hacer. Y creo que esto se lo debo a mi padre, que participó en dos guerras y tuvo una vida muy difícil, llena de aventuras, y le encantaba contar historias. Ese placer de contar historias me ha perseguido desde siempre».

Aquella no fue la única herencia paterna: como hijo de opositor al régimen (su padre era radicalmente antimonárquico), no se le permitió matricularse en la universidad en Grecia, por lo que hizo las maletas con 19 años y se marchó a París a estudiar. De entrada, literatura en la Sorbona; más tarde, cine en el Instituto de Altos Estudios de Cinematografía. Trabajó como ayudante de dirección de Henri Verneuil, Jacques Demy y René Clément. En los años sesenta ya estaba listo para contar sus propias historias, lo que consiguió hacer gracias al apoyo de dos amigos (y camaradas) muy queridos: Yves Montand y Simone Signoret.

Las historias de Costa-Gavras han versado sobre el poder, la tiranía, el colaboracionismo, la resistencia, la justicia, el trabajo, las finanzas… Pero hay un tema muy concreto que le interesa especialmente desde que se puso detrás de una cámara por primera vez: «La relación de mi generación con el comunismo», admite.

La izquierda contra Stalin

«La lucha de Stalin contra Hitler fue fundamental», nos cuenta el cineasta. «En la batalla de Stalingrado, Hitler perdió 500.000 soldados y aquello a nosotros nos pareció algo extraordinario. Luego, poco a poco, nos fuimos dando cuenta de la verdad, cesó aquel entusiasmo por Stalin y yo me propuse contar lo contrario». Lo hizo explícitamente en La confesión, en la que adaptaba el libro del checoslovaco Artur London, exbrigadista durante la guerra civil española, superviviente de los campos de concentración nazis y viceministro de Asuntos Exteriores que fue víctima de la purga estalinista organizada alrededor del llamado «proceso Slansky». Aquella película, que mostraba los crueles interrogatorios a los que fueron sometidos los acusados, fue severamente criticada por los comunistas ortodoxos. A pesar de todo, Yves Montand, que se dejó la piel interpretando a London (perdió 12 kilos durante el rodaje para darle verosimilitud a su torturado personaje), también recibió telegramas de felicitación por parte de muchos militantes. La película se cerraba con la imagen de una pintada real en mitad de la trágica Primavera de Praga de 1968: «Lenin, despierta. Se han vuelto locos».

«La confesión se estrenó en España cuando aún vivía Franco y cambiaron algunos diálogos en el doblaje –explica Costa-Gavras–. London dice en la película: “Yo sigo siendo comunista”. Y explica por qué, pero eso en España no se oyó. La película no iba en contra de la ideología del comunismo sino contra Stalin y lo que hizo con esta ideología. ¿Qué es el comunismo? Yo no lo sé, porque nunca ha habido una auténtica aplicación».

Los comunistas fieles a Moscú le acusaron de venderse a los americanos, pero les cerró la boca con su siguiente título: Estado de sitio (1973). Simone Signoret contaba en sus memorias lo que significó esta película: «Desmonta y pone a la luz el funcionamiento de la CIA en América Latina. Con la ayuda de Allende rodó esta película en Chile antes de que Chile cayera. Nunca nadie ha mostrado un film-documento tan terrorífico y tan riguroso sobre la CIA». Era lógico, claro, que Costa-Gavras se ocupara de saldar cuentas con la dictadura chilena en Desaparecido (1982), con la que ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar al mejor guion. Después se atrevió también con el conflicto palestino-israelí en Hannah K. (1983), una película que volvió a encender la polémica: narraba la historia de un palestino que quiere recuperar su casa familiar y de la abogada judía que lo defiende. La cinta, tras las protestas israelíes, fue retirada abruptamente de la cartelera estadounidense.

«En un cierto momento, Arafat hizo amistad con Isaac Rabin. Ambos llegaron a un acuerdo para parar el conflicto, pero mataron a Rabin y la situación desde entonces es peor y peor, hasta llegar al terrible estado actual», expone el director. «Rodamos Hannah K. con actores y técnicos israelíes y palestinos. Todos juntos. Pasé mucho tiempo allí y el tema me afectó mucho. Llegué a entrevistarme con 12 alcaldes palestinos y todos decían lo mismo: queremos paz, una relación directa con Israel, nada de violencia… Todo eso se acabó. Murió. Es una tragedia».

Costa-Gavras
Ángela Molina abraza a Costa-Gavras durante el rodaje de El último suspiro, calificada por la crítica como «su mejor película en 20 años». WANDA FILMS

En 2021 Costa-Gavras publicó un libro junto a Edwy Plenel, entonces director de Mediapart, titulado Todas las películas son políticas. Es algo que cree realmente y lo aplica incluso a un título tan íntimo y reflexivo como El último suspiro. «La política no es votar por la izquierda, por el centro o por la derecha cada cuatro años –explica–. Para mí la política es el comportamiento que tenemos todos los días con los demás, cómo nos tratamos, cómo nos cuidamos unos a otros. Esta relación continua es la política. Vivir todos juntos en una ciudad es una manera de hacer política. Y hacer cine o teatro implica también una relación. Lo que usted va a escribir, este triángulo que ahora tenemos usted, yo y sus lectores es completamente político. No podemos escapar de eso».


‘El ultimo suspiro’, de Costa-Gavras, se estrenó en cines el pasado mes de abril y se encuentra ya disponible en la plataforma de Movistar+.

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La Coordinadora Juvenil Socialista (CJS) reivindica el legado comunista medio siglo después de la muerte de Franco

Por: Guillermo Martínez

La Coordinadora Juvenil Socialista (CJS) reunió en torno a un millar de personas en la plaza del Campillo del Nuevo Mundo el pasado 22 de noviembre, en Madrid. Entre sus objetivos, reivindicar el legado comunista que aseguran les precede y exhibir músculo organizativo.

“Vamos a plantar cara al fascismo en cualquiera de sus formas”, señaló Marta Hernández, portavoz del Colectivo, a La Marea minutos antes del comienzo de la concentración, a las 21 horas. “Queremos reivindicar la memoria revolucionaria de las cientos de miles de trabajadoras que dieron no solo su libertad, sino su vida en muchos casos, para luchar contra la dictadura franquista”, añadió Hernández.

La movilización incluyó interpretaciones musicales y dos discursos leídos con efusividad y determinación a modo de mitin por parte de miembros de la CJS, colectivo integrado en el Movimiento Socialista. Los pronunciamientos han estado dirigidos de forma directa a explicar cómo “los trabajadores que lucharon contra el régimen franquista no lo hicieron por un régimen como el que tenemos ahora; lo hacían por un futuro en el que no hubiera explotación ni opresión de ningún tipo”, en palabras de la portavoz.

La del sábado es la primera convocatoria que la CJS realiza en materia de memoria democrática, apenas unos días después de este 20 de noviembre, cuando se han cumplido 50 años de la muerte de Francisco Franco. Tal y como ha subrayado Hernández, “como juventud trabajadora nos sentimos en la obligación de dar un paso adelante con la intención de demostrar que somos más, que estamos organizadas y vamos a combatir al fascismo donde y como haga falta”.

Desde la perspectiva esgrimida por la CJS, “el poder económico y político de la dictadura se mantiene en la burguesía actual, y aunque haya habido cierto avance en derechos y libertades, no se ha dado una ruptura plena con el régimen franquista”. Por otra parte, el aspecto memorialista ha estado presente en la movilización cuando varios militantes de la Coordinadora han exhibido los rostros de personas que fallecieron durante la transición, tales como Arturo Ruiz, Luis Montero, Yolanda González, Vicente Basanta, María Luz Nájera, Juan Mañas, Carlos González y Luis Cobo.

Escenario de reacción y fascismo totalitario

Por otro lado, Hernández ha asegurado que no es cierta “la idea que se quiere construir de una juventud apática, conservadora y desmovilizada”. Sin embargo, ha alertado del auge reaccionario que experimenta la sociedad en su conjunto. Así lo ha explicado: “Expresiones que durante años eran parte de la derechización de la sociedad, en momentos de crisis como estos crecen exponencialmente y se radicalizan. Lo vemos con el racismo, el clasismo o el machismo”.

Su propuesta basa sus raíces en un análisis de lo que desde la CJS denominan “crisis histórica del capitalismo y la ofensiva que conduce a un escenario de reacción y fascismo totalitario en Europa«. Por eso, consideran que “para que haya una alternativa para la clase obrera, no se puede confiar en el capitalismo ni en los partidos que lo apuntalan”. Así pues, el Colectivo ahora se enfoca en “recomponer un partido político y un programa revolucionario que permita avances reales enmarcados en la ruptura con el régimen franquista y el surgido tras la Transición”, en palabras de la portavoz.

Críticas a la actual clase política

Estos comentarios vertidos por Hernández han sido las líneas maestras que más tarde han desarrollado en los dos discursos que han retumbado en la plaza después de escuchar una versión en directo de Mami que voy pa’ la mani de Gata Cattana.

“Franco y su bando tenían un programa muy claro: aplastar a la clase trabajadora y sus esperanzas de cambio. Volver a asentar el orden capitalista amenazado. Y durante 40 años cumplió ese programa a sangre y fuego. Fue la dictadura de los señoritos, de los generales, de los obispos y los burgueses”, afirmó el primer militante del colectivo que se dirigió a los concentrados. Detrás de él, el mensaje escrito de “romper lo atado y bien atado”; delante, en torno a 1.000 personas, según la Coordinadora, que aplaudían y agitaban sus banderas rojas iluminadas por las bengalas rojas que prendieron en dos ocasiones.

Asimismo, el joven comunista también denunció la reforma política auspiciada tras la muerte del dictador en 1975: “Tras 40 años de terror franquista estas mismas élites entendieron que hacía falta un nuevo pacto social y político”. En este sentido, recordó que “la alternativa que se ofreció al pueblo trabajador fue: o monarquía parlamentaria con el heredero de Franco a la cabeza, o un nuevo golpe militar fascista”.

La oradora de la CJS, que al igual que su compañero articuló su discurso sin apenas bajar la mirada para leer los papeles, añadió que “quienes dieron su vida en las trincheras, en las fábricas, en las cárceles y en el exilio no lucharon por ver a Ábalos o Cerdán en el poder. La lucha de los que nos precedieron era una lucha por un horizonte sin cadenas, una lucha por la revolución”.

En cuanto al auge reaccionario en la sociedad, esta militante de la CJS afirmó que “la falsa política de oportunistas y burócratas luchando por sillones es la que crea el campo para el avance del fascismo”. Asimismo, se pronunció “contra el giro autoritario y la amenaza fascista, contra una vida atada a trabajar para enriquecer a nuestros jefes, contra el imperialismo genocida y sus guerras”.

El acto llegó a su fin con la interpretación por parte de un coro de algunas canciones clásicas de la Guerra Civil y del antifascismo. Entre ellas, Gallo negro gallo rojo y En la plaza de mi pueblo, esta última acompañada por las palmas y las voces de los concentrados. Eran ya las 22.15 horas cuando plegaron las banderas rojas y los asistentes vaciaron la plaza del Campillo del Nuevo Mundo.

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Cristina Farré: “Es evidente que la Transición fue una operación cosmética”

Por: Guillem Pujol

Esta entrevista con Cristina Farré se publicó originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerla en catalán aquí.

Quedamos en una cafetería del centro de la ciudad condal. Es una tarde agradable, templada. Cristina Farré llega con paso decidido. Tiene una energía que descoloca: habla rápido, con intensidad, con esa clase de convicción que solo se ha visto en personas que realmente se han jugado la piel. Su libro, Ho vam donar tot (editado por Manifest Llibres), se ha convertido en un pequeño fenómeno: no solo rescata la memoria del Partido Comunista Internacionalista (PCI), sino que recuerda qué significaba realmente luchar contra el franquismo cuando la lucha comportaba prisión, tortura, exilio o muerte. Es un libro escrito con el pulso de quien sabe que decir la verdad tiene un precio —y que, aun así, hay que pagarlo.

Ella fue quien, en plena agitación estudiantil de 1969, lanzó el busto de Franco por una ventana de la Universidad de Barcelona. La acción tuvo un enorme eco político, pero nunca se supo quién había sido la autora. Ahora, medio siglo después, lo explica con la naturalidad de quien ya no le debe nada a nadie. Es solo un fragmento de una vida marcada por la lucha antifranquista, la clandestinidad, la prisión, el exilio en Argelia, Colombia y Cuba, y el regreso a una Barcelona posolímpica que la hizo sentirse extraña en su propia tierra. Fundó la asociación ELNA, dedicada a la educación emocional y al empoderamiento de jóvenes y familias, convencida de que solo cambiando la manera de relacionarnos podemos cambiar algo más profundo.

Cuando terminamos la entrevista, la acompaño hasta Via Laietana, delante del edificio de la policía. Cada mes, un martes, allí se reúnen asociaciones que reivindican memoria y reparación para las víctimas de la tortura franquista. Hoy, ella será la encargada del parlamento. Experiencia vital no le falta. Tiene claro lo importante de estos actos porque, como dice, «no se puede perder la memoria porque, si se pierde, se pierde todo».

Escribes que el libro está dedicado a quienes dejaron la vida en el camino revolucionario y a las nuevas generaciones que no lo vivieron, pero deben saberlo. Pero las encuestas dicen que los jóvenes actuales son más de derechas que nunca. ¿Qué esperanza tienes en las nuevas generaciones?

Hay un giro a la derecha global, no solo entre los jóvenes. Es un fenómeno mundial. Pero también hay mucha más gente joven implicada de lo que parece. Hay una parte de la juventud que vive en el espejismo de la opulencia, pero es una ilusión. Y, aun así, si comparas con otros lugares del mundo, somos unos privilegiados. El problema es que eso no llena a nadie. No tenemos pisos, no tenemos expectativas, y no hay una militancia como la de antes. Nosotros nos dejábamos la piel, literalmente. Trabajábamos en la fábrica, después hacíamos reuniones, sabíamos que podían detenernos o matarnos, pero íbamos. Ahora eso no se puede repetir. Hay que pensar la militancia de otra manera.

Ese desencanto general quizá tiene que ver con la sensación de que ya no se puede cambiar nada. Para ti, ¿qué significa «cambiar el mundo» hoy?

El mundo está mucho peor que cuando yo militaba. En aquel momento había un contexto internacional: revoluciones por todas partes, esperanzas compartidas. Sabíamos que era posible. Después, desde los centros de inteligencia y el capitalismo mundial —sobre todo los Estados Unidos—, lo orquestaron todo muy bien: la droga, la represión, las divisiones internas. Y consiguieron desmantelarlo todo.

Pero la llama de querer una humanidad más justa, sin discriminaciones, eso no se apaga nunca. Puede quedar escondida, pero siempre está ahí. Nosotros no triunfamos, pero aún estamos aquí para recordar que hay que seguir picando piedra. Y eso, a muchos jóvenes, les emociona.

También decías que tenemos la barriga llena.

No es exactamente eso. Lo que digo es que no nos hagamos ilusiones: la militancia no será la misma. Hay que adaptar los valores a las circunstancias actuales. Si quieres movilizar a la gente, no puedes limitarte a hacer un cartelito y ya está. Eso no sirve. Hace falta trabajo de base: puerta a puerta, hablar con la gente, convencerla. Si no hacemos eso, no avanzaremos.

¿Qué condiciones han cambiado?

Primero, la esperanza internacional. Nosotros sabíamos que la revolución era posible porque pasaba en todas partes: Vietnam, Cuba, Argelia, el Sáhara… Había un contexto. Después, el capitalismo mundial y los Estados Unidos supieron desactivarlo todo muy bien: represión, infiltraciones, droga, mil estrategias. Aniquilaron movimientos enteros, como las Panteras Negras. La llama continúa, sin embargo. Hay gente que, aunque no diga nada, no soporta las crecientes desigualdades. Y eso siempre puede estallar.

También dices que el mundo es privilegiado pero, al mismo tiempo, no. Sin piso, sin trabajo estable, sin expectativas…

Sí. Somos privilegiados si nos comparamos con África, Asia o América Latina. Pero las condiciones de vida aquí también se han degradado mucho. Aunque se tenga trabajo, es precario. Pero, aun así, no podemos esperar que la militancia sea igual. Antes sabíamos que podían matarnos, torturarnos o encarcelarnos en cualquier momento. Y seguíamos. Eso hoy es impensable.

Quizá también hay un pesimismo general, una sensación de impotencia.

Y tanto. Pero yo siempre respondo lo mismo: no sé si la revolución es posible, pero es absolutamente necesaria. Y esa es la diferencia. La humanidad no puede aguantar indefinidamente esta degradación. La situación es tan insostenible que tiene que estallar. Cada vez hay más desigualdades, y esto no puede durar para siempre.

Cristina Farré
Portada de Ho vam donar tot. MANIFEST LLIBRES

Encaminaste tu militancia hacia el PCE(i), aunque tu familia lo había hecho hacia el Front Nacional de Catalunya. ¿Por qué te decantaste por el comunismo y no por el anarquismo o el catalanismo?

Lo que más me movió fue el internacionalismo. Siempre he pensado que no tiene que haber fronteras, que cada uno debe poder vivir donde quiera. Me siento muy catalana, pero la revolución la habría hecho en cualquier lugar. Además, viví de cerca la cuestión del Sáhara Occidental, y eso me marcó. En aquel momento, el único partido realmente internacionalista era el PCI.

El anarquismo no lo encontré en mi camino, pero hoy día me entendería perfectamente. El otro día, un chico de un colectivo anarquista me abrazó y me dijo que le había gustado mucho el libro. Le dije: «Si me invitáis, voy». Porque ahora lo que me interesa es encontrar acuerdos mínimos con quien quiera destruir este mundo injusto. Estamos hablando de la supervivencia de la humanidad, no de matices.

Pero la crítica al Estado y al capitalismo también forma parte del anarquismo.

Sí, pero no lo encontré. Y ahora, a estas alturas, me da igual. El otro día un chico anarquista me abrazó y me dijo que le gustaría que fuera a una casa okupada a hablar. Y voy a ir. Ahora lo importante es destruir este mundo injusto. El resto son matices.

Volviendo a Cataluña: dices que el fracaso del 1-O fue no entender que una revolución requiere sacrificios.

Es que es evidente. Cuando te embarcas en algo así, sabes que habrá muertos, presos, represión. No puedes fingir que no lo sabías. La burguesía catalana pensaba que se lo regalarían. Y no. Nadie regala nada. Siempre lo digo: no hay ninguna revolución en el mundo que haya triunfado sin pagar un precio.

¿Crees que, si se hubiera ido hasta el final, había posibilidades reales?

Si se hubiera planificado bien, quizá sí. Pero no puedes dejar la dirección en manos de partidos que representan a la burguesía catalana. O la independencia la lideran las clases populares, o será más capitalismo catalán. Y a mí eso no me interesa.

Has sido una pionera también dentro del movimiento feminista, organizando, entre otros hitos, la primera huelga en una prisión de mujeres. ¿Crees que es una de las luchas más fructíferas?

Sí, sin duda. En el PCI teníamos muchas mujeres con responsabilidades. Éramos el único partido que tenía más mujeres que hombres en el Comité Central. Pero eso no quiere decir que no hubiera machismo. También teníamos que luchar contra eso dentro del partido. Ahora sí que ha habido avances: más incorporación de la mujer al trabajo, más concienciación. Pero también veo cosas que me preocupan. Cuando una chica me dice que es normal que su novio le controle el móvil «porque así no tiene nada que esconder», pienso: ¿qué es lo que hemos avanzado, realmente? Llevo cincuenta años luchando contra esto. La extrema derecha ha hecho mucho daño con su discurso antifeminista, y pese a los avances, creo que hemos progresado poco. Poquito, sinceramente.

En el libro también hablas del silencio con tus hijos y de la importancia de la lengua. ¿Qué relación ves entre identidad y lengua?

Para mí, lengua e identidad son inseparables. Hace 15 años que nunca cambio de lengua. Si alguien me habla en castellano y lleva 30 años viviendo aquí, le respondo en catalán y le digo: «Te hablaré despacio, porque alguien tiene que ayudarte». La lengua es cultura, es huella, es memoria.

Esto pasa en todas partes. En Argelia, por ejemplo, los autores que escriben en francés también arrastran esa colonización mental. Pero en el caso catalán hay un problema añadido: la mezcla de población y unas políticas lingüísticas desastrosas. No sé si las próximas generaciones vivirán en catalán. Y es triste, pero así es.

También criticas duramente la Transición…

Es que es evidente que la Transición fue una operación cosmética. Si en 2021 apalean jóvenes en la calle por defender a Pablo Hasél, ¿eso es democracia? Si tenemos a un rey corrupto y a un rapero en prisión, ¿eso es una democracia? Es una democracia heredera del franquismo. Y en Europa tampoco veo democracias auténticas. Pero aquí, menos todavía: las cloacas del Estado son profundas. Un Estado puede funcionar sin cloacas. Pero un Estado autoritario, no.

¿Te costó volver del exilio?

Mucho. Fue lo más duro. Volver a una Barcelona consumista, postolímpica, donde mucha gente que yo conocía se había vendido por un cargo. Yo venía de la clandestinidad y me encontré un país irreconocible. Pero poco a poco me impliqué en movimientos feministas, asociaciones, solidaridad… Todo lo que consideré necesario. Organizativamente, no me he sentido a gusto en ningún sitio. Pero colaboro con todo lo que me parece justo.

Para acabar: ¿qué esperas de este libro?

Lo he escrito por deber, como un tributo a mi generación y a todos los que lucharon. No es un libro de historia, es un relato de vida, de convicciones. He tardado siete años en escribirlo, dudando mucho, intentando no herir a nadie. Y un día lo ves impreso y piensas: «Ya está». Pero es justo lo contrario: es cuando todo empieza.

Me ha sorprendido mucho la respuesta, la cantidad de gente que me escribe, que me llama, que quiere hablar del libro. Incluso les doy unas tarjetas de cerámica con mi contacto. Y me dicen cosas maravillosas. Creo que este libro no tiene caducidad. Es para el presente y para el futuro. Si sirve para que un solo joven piense que el mundo se puede cambiar, ya habrá valido la pena.

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