
Por Manu Pineda, publicado originalmente para Público.
Tuve el privilegio de tratar a Marcelino Camacho, histórico dirigente comunista y fundador de Comisiones Obreras, el mayor sindicato del país. Marcelino, fresador e hijo de ferroviario, con una inteligencia forjada a base de vida, golpes y mucha formación, me dejó una enseñanza que sigo teniendo presente:
«La izquierda tiene que ser como la máquina del tren: tirar de los vagones, pero pegadita a ellos».
Si la locomotora se adelanta demasiado y se separa de los vagones, el tren no anda, y la máquina no sirve de nada. Lo mismo ocurre en política: cuando la izquierda se aleja de la clase trabajadora, del pueblo, de la mayoría social, deja de cumplir su misión. En vez de ser una herramienta útil, se convierte en algo extraño, distante, incluso hostil para aquellos a los que dice defender.
Cuando el fascismo daba vergüenza
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el fascismo era motivo de vergüenza. Nadie se atrevía a reivindicarlo abiertamente, porque sus crímenes, su racismo y su brutalidad pesaban en la memoria colectiva. Hoy, en cambio, lo vemos crecer con normalidad: políticos que hacen bandera del odio, tertulianos que convierten la crueldad en espectáculo, algoritmos que premian la humillación. Lo que antes generaba repulsa, hoy arranca aplausos.
Ese cambio no ha sido casual. Detrás hay millones de euros invertidos: jueces, medios, think tanks y fortunas dedicadas a blanquear lo que llamamos neofascismo, esa mezcla de autoritarismo, xenofobia y neoliberalismo salvaje. Pero sería ingenuo culpar solo a la derecha. Si hoy el fascismo no da vergüenza, también es porque la izquierda ha perdido la confianza del pueblo.
Una izquierda que se aleja
La soberbia, la arrogancia y un cierto esnobismo han hecho más daño que cien tertulianos ultras. Mientras la vida se precarizaba, demasiadas veces respondimos con tecnocracia fría, discursos llenos de jerga incomprensible y muchas, muchas luchas intestinas.
Hablamos como si estuviésemos presentando una tesis doctoral o dirigiéndonos a un comité de expertos, en lugar de hablar claro con quienes sufren los embates de la vida.
La gente que se siente abandonada no busca doctorados: busca certezas. Y si no se las damos nosotros, acaba encontrándolas en discursos falsos y crueles. Ese es el error de base: la mayoría no nos apoyará solo porque llevemos la etiqueta de «izquierda». Esa etiqueta importa poco. Lo que la gente quiere es vivienda digna, pensiones seguras, hospitales públicos que funcionen, educación para sus hijos y trabajos estables.
Si decimos: «vótame porque soy de izquierdas», no nos votarán. Pero si decimos: «apóyame porque voy a defender tu pensión, tu barrio, tu escuela y tu hospital», entonces la historia cambia.
El complejo de superioridad moral
A estos males se suma algo especialmente dañino: ese complejo de superioridad moral del que muchas veces hacemos gala. Una parte de la izquierda se comporta como si bastara con sentirse del lado correcto de la historia para poder mirar a los demás por encima del hombro. Esa petulancia no tiene ninguna base real: no mejora la vida de nadie, pero sí aleja a muchos.
Quien sufre para pagar la luz o llenar la nevera no necesita que le hablen desde un púlpito, como si fuese ignorante o incapaz de comprender la «verdadera conciencia de clase». Necesita cercanía, respeto y propuestas que funcionen. Cuando la izquierda aparece como arrogante o engreída, en lugar de atraer, repele. Y cuando se limita a dar lecciones en lugar de escuchar, se vuelve repelente.
Los males que nos corroen
Además de la soberbia y el elitismo, hay vicios que nos hacen cada vez más irrelevantes:
- El narcisismo, que convierte la política en un escaparate de egos.
- El identitarismo partidista, que antepone las siglas a las causas.
- La obsesión por legitimarse ante el sistema, que lleva a ciertos sectores de la izquierda a querer ser aceptados por la patronal, por la banca o incluso por la OTAN como una «izquierda responsable y no peligrosa». En ese intento de ser respetables se abandona lo esencial: ser referencia para los trabajadores y mantener un discurso impugnatorio contra un sistema que genera sufrimiento.
- Las guerras internas, donde partidos de izquierda gastan más energía combatiendo a otros partidos de izquierdas que enfrentando a las derechas. Cada palo que nos damos dentro de la izquierda es una alfombra roja para la derecha.
Nuestros mayores lo entendieron mejor hace noventa años. En 1935 y 1936, ante el ascenso del fascismo, supieron dejar de lado diferencias profundas y construir un frente común: el Frente Popular. Hoy, cuando el monstruo regresa con nuevas máscaras, esa lección no es un simple recuerdo histórico, es una necesidad urgente.
El truco del trilero
La ultraderecha no ha inventado nada nuevo. Su método es siempre el mismo: primero, precarizar con recortes y contratos basura; después, señalar un chivo expiatorio —migrantes, musulmanes, feministas, personas LGTBI+, sindicalistas— para canalizar la rabia; y mientras tanto, regalar rebajas y exenciones fiscales a los poderosos.
Es el viejo truco del trilero: «mira aquí», mientras te roban por otro lado.
Nuestro deber es desenmascarar ese engaño con ejemplos claros: deportar migrantes no reduce las listas de espera; recortar derechos no crea empleo estable; criminalizar a los pobres no genera seguridad. La seguridad real se llama vivienda, sanidad, educación y salarios dignos.
Humildad o irrelevancia
La primera batalla que la izquierda debe librar es contra sus propios vicios y desviaciones. La autocrítica no es autoflagelación: es medicina. Significa traducir nuestras ideas al lenguaje de la calle, volver a los barrios y a las fábricas, escuchar más de lo que hablamos, pedir perdón cuando toque. Significa dejar de lado el narcisismo de las redes y volver a la organización de base.
La humildad no es una pose: es una necesidad, y tiene que ser una característica irrenunciable de la izquierda. Porque la humildad abre puertas que la soberbia cierra.
Volver a hacer que el fascismo dé vergüenza
El fascismo volverá a dar vergüenza el día en que la izquierda recupere unidad, humildad y legitimidad. El día en que volvamos a demostrar que estamos aquí para servir, no para exhibirnos ni para servirnos. El día en que la mayoría social nos sienta cerca, como la locomotora de Marcelino: tirando de todos, sin dejar a nadie atrás.
Hasta entonces, se nos seguirá viendo como parte del problema y no de la solución. Y eso, más que un fracaso político, sería una rendición histórica.
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