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La izquierda contra sí misma. Cómo hacer que el fascismo vuelva a dar vergüenza

Por: Alberto Jimenez

Smash FascismSmash Fascism

Por Manu Pineda, publicado originalmente para Público.

Tuve el privilegio de tratar a Marcelino Camacho, histórico dirigente comunista y fundador de Comisiones Obreras, el mayor sindicato del país. Marcelino, fresador e hijo de ferroviario, con una inteligencia forjada a base de vida, golpes y mucha formación, me dejó una enseñanza que sigo teniendo presente:  

«La izquierda tiene que ser como la máquina del tren: tirar de los vagones, pero pegadita a ellos».

Si la locomotora se adelanta demasiado y se separa de los vagones, el tren no anda, y la máquina no sirve de nada. Lo mismo ocurre en política: cuando la izquierda se aleja de la clase trabajadora, del pueblo, de la mayoría social, deja de cumplir su misión. En vez de ser una herramienta útil, se convierte en algo extraño, distante, incluso hostil para aquellos a los que dice defender.

Cuando el fascismo daba vergüenza  

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el fascismo era motivo de vergüenza. Nadie se atrevía a reivindicarlo abiertamente, porque sus crímenes, su racismo y su brutalidad pesaban en la memoria colectiva. Hoy, en cambio, lo vemos crecer con normalidad: políticos que hacen bandera del odio, tertulianos que convierten la crueldad en espectáculo, algoritmos que premian la humillación. Lo que antes generaba repulsa, hoy arranca aplausos.

Ese cambio no ha sido casual. Detrás hay millones de euros invertidos: jueces, medios, think tanks y fortunas dedicadas a blanquear lo que llamamos neofascismo, esa mezcla de autoritarismo, xenofobia y neoliberalismo salvaje. Pero sería ingenuo culpar solo a la derecha. Si hoy el fascismo no da vergüenza, también es porque la izquierda ha perdido la confianza del pueblo.

 Una izquierda que se aleja  

La soberbia, la arrogancia y un cierto esnobismo han hecho más daño que cien tertulianos ultras. Mientras la vida se precarizaba, demasiadas veces respondimos con tecnocracia fría, discursos llenos de jerga incomprensible y muchas, muchas luchas intestinas.

Hablamos como si estuviésemos presentando una tesis doctoral o dirigiéndonos a un comité de expertos, en lugar de hablar claro con quienes sufren los embates de la vida.

La gente que se siente abandonada no busca doctorados: busca certezas. Y si no se las damos nosotros, acaba encontrándolas en discursos falsos y crueles. Ese es el error de base: la mayoría no nos apoyará solo porque llevemos la etiqueta de «izquierda». Esa etiqueta importa poco. Lo que la gente quiere es vivienda digna, pensiones seguras, hospitales públicos que funcionen, educación para sus hijos y trabajos estables.

Si decimos: «vótame porque soy de izquierdas», no nos votarán. Pero si decimos: «apóyame porque voy a defender tu pensión, tu barrio, tu escuela y tu hospital», entonces la historia cambia.

El complejo de superioridad moral    

A estos males se suma algo especialmente dañino: ese complejo de superioridad moral del que muchas veces hacemos gala. Una parte de la izquierda se comporta como si bastara con sentirse del lado correcto de la historia para poder mirar a los demás por encima del hombro. Esa petulancia no tiene ninguna base real: no mejora la vida de nadie, pero sí aleja a muchos.

Quien sufre para pagar la luz o llenar la nevera no necesita que le hablen desde un púlpito, como si fuese ignorante o incapaz de comprender la «verdadera conciencia de clase». Necesita cercanía, respeto y propuestas que funcionen. Cuando la izquierda aparece como arrogante o engreída, en lugar de atraer, repele. Y cuando se limita a dar lecciones en lugar de escuchar, se vuelve repelente.

 Los males que nos corroen  

Además de la soberbia y el elitismo, hay vicios que nos hacen cada vez más irrelevantes:

  • El narcisismo, que convierte la política en un escaparate de egos.
  • El identitarismo partidista, que antepone las siglas a las causas.
  • La obsesión por legitimarse ante el sistema, que lleva a ciertos sectores de la izquierda a querer ser aceptados por la patronal, por la banca o incluso por la OTAN como una «izquierda responsable y no peligrosa». En ese intento de ser respetables se abandona lo esencial: ser referencia para los trabajadores y mantener un discurso impugnatorio contra un sistema que genera sufrimiento.
  • Las guerras internas, donde partidos de izquierda gastan más energía combatiendo a otros partidos de izquierdas que enfrentando a las derechas. Cada palo que nos damos dentro de la izquierda es una alfombra roja para la derecha.

Nuestros mayores lo entendieron mejor hace noventa años. En 1935 y 1936, ante el ascenso del fascismo, supieron dejar de lado diferencias profundas y construir un frente común: el Frente Popular. Hoy, cuando el monstruo regresa con nuevas máscaras, esa lección no es un simple recuerdo histórico, es una necesidad urgente.

 El truco del trilero  

La ultraderecha no ha inventado nada nuevo. Su método es siempre el mismo: primero, precarizar con recortes y contratos basura; después, señalar un chivo expiatorio —migrantes, musulmanes, feministas, personas LGTBI+, sindicalistas— para canalizar la rabia; y mientras tanto, regalar rebajas y exenciones fiscales a los poderosos.

Es el viejo truco del trilero: «mira aquí», mientras te roban por otro lado.

Nuestro deber es desenmascarar ese engaño con ejemplos claros: deportar migrantes no reduce las listas de espera; recortar derechos no crea empleo estable; criminalizar a los pobres no genera seguridad. La seguridad real se llama vivienda, sanidad, educación y salarios dignos.

 Humildad o irrelevancia  

La primera batalla que la izquierda debe librar es contra sus propios vicios y desviaciones. La autocrítica no es autoflagelación: es medicina. Significa traducir nuestras ideas al lenguaje de la calle, volver a los barrios y a las fábricas, escuchar más de lo que hablamos, pedir perdón cuando toque. Significa dejar de lado el narcisismo de las redes y volver a la organización de base.

La humildad no es una pose: es una necesidad, y tiene que ser una característica irrenunciable de la izquierda. Porque la humildad abre puertas que la soberbia cierra.

 Volver a hacer que el fascismo dé vergüenza  

El fascismo volverá a dar vergüenza el día en que la izquierda recupere unidad, humildad y legitimidad. El día en que volvamos a demostrar que estamos aquí para servir, no para exhibirnos ni para servirnos. El día en que la mayoría social nos sienta cerca, como la locomotora de Marcelino: tirando de todos, sin dejar a nadie atrás.

Hasta entonces, se nos seguirá viendo como parte del problema y no de la solución. Y eso, más que un fracaso político, sería una rendición histórica.

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Para cambiar las cosas, un (necesario) giro a la izquierda

Por: Fernando Luengo

Cuando la evidencia empírica –en parte, al menos– apunta en la siguiente dirección…

1. La creación de puestos de trabajo es compatible, incluso en fases de crecimiento económico, con el mantenimiento de elevadas tasas de desempleo, lo que supone que una proporción significativa de las personas en edad de trabajar que buscan un empleo no lo encuentran.

2. Conseguir relativamente altos niveles de ocupación no se traduce en alcanzar salarios más elevados, y en paralelo, al contrario de lo sostenido por la economía convencional, una parte de los trabajadores que han conseguido un empleo se mantienen por debajo de los niveles de pobreza.

3. Los aumentos mayores o menores de la productividad del trabajo, esto es del valor añadido por persona ocupada, tienden a repartirse de manera desigual, privilegiando los beneficios de las empresas y penalizando las retribuciones de los asalariados.

4. El aumento de los márgenes empresariales y el acceso a recursos monetarios por parte de las empresas no se han convertido en inversiones productivas, sino que han servido para mejorar las retribuciones de los ejecutivos y grandes accionistas o se han colocado en operaciones financieras.

5. La desigualdad y la concentración de la renta y la riqueza ha alcanzado cotas históricas y el aumento de la inequidad se da tanto entre las rentas del capital y del trabajo como también entre los asalariados.

6. La concentración empresarial, la configuración de mercados oligopólicos, y las ganancias extraordinarias derivadas de esa privilegiada posición lejos de atenuarse se acentúan, reforzando un rasgo estructural del capitalismo.

7. Las políticas y las regulaciones públicas se encuentran cada vez más capturadas por los intereses corporativos, que ocupan parcelas crecientes y estratégicas del sector público, convirtiéndolas en negocio en su propio beneficio.

8. La fiscalidad sobre las rentas del capital es baja en comparación con las del trabajo, la presión fiscal soportada por las grandes corporaciones es mínima y los paraísos fiscales continúan operando sin apenas restricciones.

9. La inflación constituye un importante factor de redistribución regresiva de la renta que penaliza sobre todo a las clases populares y, particularmente, a los segmentos de población más vulnerables.

10. Los grupos de presión corporativos imponen a través de una tupida, difusa y compleja red de vínculos formales e informales la agenda de las instituciones comunitarias.

11. La pobreza en los países subdesarrollados, atrapados en una deuda externa insostenible e impagable, no solo se mantiene en cotas muy elevadas sino que está aumentando.

12. El cambio climático y la degradación de los ecosistemas avanza de manera imparable, sin que las tibias medidas adoptadas por gobiernos e instituciones los hayan revertido, penalizando en mayor medida a los pobres del norte y del sur.

13. El complejo militar/industrial, el formidable negocio de las empresas vinculadas al mismo y el generalizado aumento del gasto en armamento desempeñan un papel creciente en las estrategias económicas y políticas de los gobiernos.

14. La globalización de los mercados no ha cerrado la brecha entre los países ricos y pobres, sino que, en aspectos fundamentales, la ha ampliado.

…cuando todo esto sucede, con desigual intensidad dependiendo de los países, es obligado cuestionar, si se quiere hacer una política de izquierdas, tanto los pilares básicos del pensamiento económico dominante como las estrategias que se derivan del mismo. No es de recibo, en consecuencia, instalarse en la complacencia, en el mantra «las cosas van bien» o «con el tiempo mejorarán» o, lo peor de todo, «no hay alternativa».

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1568. Il gatopardo

Por: Listo Entertainment

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