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Ya lo predijo Casandra

Por: José Ovejero

9 de diciembre

Se va acabando el año y este jueves Edurne y yo tendremos nuestra última intervención pública, en Logroño, donde hablaremos de imaginación y memoria. Llego cansado al final del año, con la sensación de haberme metido en más asuntos de los que puedo abarcar. Lo malo es que una y otra vez constato que no sé frenar. Quiero creer que no es por un exceso de ambición o por un deseo desmedido de figurar, sino más bien porque hay tantos temas que me interesan y trabajar en ellos es una forma de aprender y quizá también de crear algo interesante. Según escribo estas líneas tengo una sensación de déjà vu; seguro que ya he escrito alguna vez frases muy similares y que desde la última tampoco he aprendido a corregir mi tendencia al exceso de trabajo. Y luego hablan de la sabiduría que da la edad.


Hemos pasado unos días en Italia. Presentaciones, entrevistas, lo habitual, pero en un contexto que de lo que te da ganas es de no hacer nada útil. Paseamos por Nápoles, paseamos por Roma y preferiríamos no tener obligaciones.

Nuestra editora y amiga está atravesando una época difícil desde que murió su compañero, hace ahora más de un año. Edurne y yo la escuchamos, sentimos con ella el dolor de la pérdida; luego, a solas, nos decimos que no debemos desperdiciar el tiempo que estamos juntos, que tenemos que aprender a disfrutarlo más; no, no a disfrutarlo, que eso ya lo hacemos, sino a darle más espacio en nuestra vida. Con lo que vuelvo al tema de trabajar menos.


Entretanto leemos que Trump cultiva «en secreto» una política hostil hacia Europa prestando apoyo a la extrema derecha. ¿En secreto? ¿No nos habíamos dado cuenta aún? Rusia y Estados Unidos buscan lo mismo: minar nuestras democracias. Lo que no es distinto de lo que llevan décadas haciendo en Asia, África y Latinoamérica: apoyar a todo régimen autoritario a condición de que se pliegue a los deseos y a los negocios de las superpotencias. Y en Alemania Merz corre a besar el culo de Trump sin el menor embarazo. ¿Es un cambio de actitud que implica ir abandonando el barco europeo para buscar por su cuenta una alianza con Estados Unidos? ¿Estamos ante el principio de la disgregación de la UE? El Reino Unido nunca fue un auténtico defensor del europeísmo, con lo que su salida tampoco lo socavó. Pero si un país como Alemania decide jugar por su cuenta, podremos decir que la política agresiva de Trump y Putin habrán surtido efecto. Es lógico que las ratas abandonen el barco que se hunde, pero es preocupante que sea el capitán quien corre dando codazos para hacerse con un salvavidas.


10 de diciembre

Hay días en los que ni siquiera el diario me sale con fluidez. Como si no fuera capaz de fijarme más que en lo obvio y escribir lo obvio. En días así es mejor no empecinarse. Estudio un rato euskera, pero me canso enseguida. Pongo silicona en unas juntas. Quito una lámpara vieja feísima que estaba en la casa cuando nos mudamos. Traslado trastos. Entremedias sigo el avance del crowdfunding de La Marea y pienso en los millones de euros de dinero público que se gastan para comprar la sumisión de medios informativos que ni siquiera merecen ese nombre. Imagino una pendiente en la que se distribuyen los medios: cuanto más a la izquierda, más arriba de la pendiente; más abajo cuanto más a la derecha. Y el dinero rueda con enorme facilidad pendiente abajo. La cúspide ni la toca, pero la extrema derecha, más bien, corruptos con disfraces fascistoides, reciben millones… Bah, lo dejo aquí para no meterme en una espiral de desánimo. El crowdfunding saldrá adelante, me digo, aunque no convencido del todo.


Entre otras muchas cosas, Trump es un idiota. Anda por ahí proclamando que su ejército ha birlado un petrolero venezolano «muy grande, el más grande que se haya visto nunca»: todo lo que hace es lo más grande, lo más bonito, lo más inteligente. Y ha logrado la paz en por lo menos ocho conflictos bélicos. Es un idiota que habla para idiotas. O para listos a los que viene bien ese discurso.

Y ahora parece que la Administración Trump planea exigir acceso a los contenidos de los últimos cinco años en las redes sociales de los turistas. Me parece bien, por fin una buena idea de los lacayos de Trump. Esta va a ser su mayor contribución a la lucha contra la contaminación atmosférica y el calentamiento global. No tenía la menor intención de viajar a Estados Unidos, pero confío en que la medida disuada a muchos que sí la tenían.


11 de diciembre

Termino de releer Casandra, de Christa Wolf, reeditado hace poco por Malas Tierras; creo que ya se ha publicado la novela en un par de ocasiones en español con muy poca fortuna. Qué extraño esto, la fortuna de los libros. También Claus y Lucas apenas llamó la atención cuando se publicó en España la primera vez –no sé cómo habrá sido en América Latina– y cuando se reeditó se convirtió en un clásico casi instantáneo. Para mí Casandra es una de las novelas más importantes escritas en alemán en el siglo XX. Novela densa, poética, intensa que usa el pasado para hablar del presente sin que la escritura se vuelva mera herramienta para alcanzar un fin. La leí creo que poco después de irme a vivir a Alemania y recuerdo que lloré al cerrar el libro. Sin embargo, no recuerdo por qué lloré: ¿por el destino individual de Casandra, por la muerte de una mujer que había defendido la verdad hasta las últimas consecuencias cuando nadie en Troya quería verla? ¿O por la estupidez brutal de los humanos que son capaces de destruir cualquier signo de vida y de inteligencia con tal de no renunciar a la imagen que tienen de sí mismos?

Es, por cierto, una de las novelas que retratan de forma más descarnada la violencia contra las mujeres. Aquí los héroes guerreros son violadores; los cobardes también. Y Aquiles, el de los pies ligeros, es «Aquiles, el animal» o «Aquiles, la bestia», no sé cómo lo habrán traducido al español.

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¿Y si volásemos la Cruz de los Caídos?

Por: José Ovejero

30 de noviembre

Durante los últimos meses no paro de leer libros y de ver documentales sobre el siglo XX. Hacerlo y, de manera alterna, asomarse a la actualidad política nacional e internacional es la mejor receta para hundir el estado de ánimo de cualquiera. Así me va últimamente.


Nunca he pensado que la historia se repite, ni siquiera como farsa. Pero sí hay unas constantes que resurgen una y otra vez en las fases más oscuras de nuestras sociedades: la deshumanización del contrario, la búsqueda de chivos expiatorios para los males que nos aquejan –a menudo con la intención de que no se pidan responsabilidades a los verdaderos causantes–, la mezcla de miedo y odio que se impone a las relaciones sociales, la aparición de líderes que ofrecen soluciones simplistas, drásticas, despiadadas e imposibles de aplicar. Y habría que añadir la connivencia de la prensa y las fuerzas armadas con esos líderes populistas y los movimientos que los sostienen.

Luego, de ese cóctel indigesto salen combinaciones distintas cada vez, pero con consecuencias parecidas.


Lo que me sorprende es que la gente siga manteniendo la fe en recetas que han provocado la destrucción de naciones enteras. La mano de hierro, el hombre fuerte, han llevado siempre a la catástrofe. Entiendo la tentación en épocas de crisis y de corrupción, lo que no entiendo es que se caiga en ella, sabiendo que solo puede traer una crisis aún más profunda y una corrupción sin freno jurídico alguno.


1 de diciembre

¿Y si volásemos por los aires la Cruz de los Caídos? A mí me parece una idea muy razonable.

Lo pensaba días atrás cuando se estaban discutiendo los planes de resignificación de la construcción franquista del Valle. Mi fantasía no tiene que ver con ninguna forma de odio al cristianismo, ni a los cristianos, ni siquiera a sus símbolos, que suelen ocupar poco mis lucubraciones. Pensaba más bien que la Iglesia católica ha colonizado los espacios públicos de forma inaceptable para una institución privada. Estatuas de santos, vírgenes y cristos, así como cruces a veces de tamaño descomunal y sin el menor interés artístico contaminan visualmente el medio ambiente desde lo alto de numerosos montes, se yerguen por encima de ciudades aprovechando elevaciones del terreno, jalonan caminos. Si se han prohibido los paneles publicitarios para proteger el paisaje de la degradación, bien se podrían prohibir muchas de las cruces que no son más que propaganda de una determinada religión, no compartida por la mayoría de los ciudadanos. Imponernos la visión de símbolos religiosos, su omnipresencia en el espacio público, no es más que una manifestación de poder simbólico con el que se marca como propio un territorio.


Mantener en pie ese tipo de monumentos es como conservar la «tradición» de que las iglesias de los pueblos den las horas con sus campanas durante toda la madrugada; no se hace por tradición, sino porque marca la presencia de la iglesia para que nadie olvide quién tiene el poder sobre el espacio público. Si de verdad les importase la tradición pagarían a un campanero para que las tañese y no pondrían las grabaciones con las que lo sustituyen.


2 de diciembre

Hace poco, durante una cena, conversaba con dos escritores, con la responsable de coordinación de exposiciones temporales del Museo del Prado y con una experta en arte renacentista –entre otras muchas cosas– también del Prado. Discutíamos si la belleza, o la fealdad, de una obra acaban siempre siendo reconocidas, que es otra manera de discutir si hay una belleza objetiva. Tiendo a pensar que no; el tiempo, la clase social, la experiencia individual, el juego de valores de cada grupo humano influyen en nuestra percepción; lo que sucede es que algunos de esos valores y de esas maneras de mirar pueden atravesar las épocas y contribuir a un consenso en la clasificación de lo que es y no es bello.


Al día siguiente me doy la razón a mí mismo. Visito la gran exposición dedicada a Mengs que se puede ver ahora en el Prado. Un cuadro llama mi atención por su fealdad; luego descubriré que se trata de Júpiter y Ganimedes pero de entrada no me interesa tanto el tema como la factura: los colores planos, la falta de proporción del cuerpo del joven, las expresiones hieráticas, la forma de extender el color. En la cartela leo que Mengs pintó esa obra, un fresco, para hacerla pasar por una antigüedad romana, logrando engañar a Winckelmann, teórico y experto del arte antiguo y hasta ese momento amigo o por lo menos aliado de Mengs en la defensa de la estética neoclásica. Entonces me doy cuenta de que la obra me parece fea porque la estaba mirando con criterios adecuados al siglo XVIII; si me hubiese acercado a ella pensando, como Winckelmann, que era romana, estoy seguro de que me habría gustado.


Continúo pensando en el asunto tras salir del museo y llego a la conclusión de que la belleza no es solo una cuestión estética, también es ideológica. Muchas de las novelas contemporáneas que hoy se consideran grandes obras deben esa apreciación a que su discurso es utilizable para generar consensos políticos o sociales –y los consensos sociales son siempre políticos–. Dicen lo que una parte significativa de la población quiere que sea dicho.

Tanto pensar para llegar a esta obviedad. Pero así es nuestro flujo de conciencia: nos conduce una y otra vez a lo que ya sabíamos o creíamos saber antes de dejarlo libre.

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Formas de viajar al pasado (vacuna para nostálgicos de salón)

Por: José Ovejero

16 de noviembre

Leyendo en el tren un libro de poemas de Inge Müller, leyendo un ensayo de Marc Casals sobre Bosnia, también otro ensayo sobre las Trümmerfrauen, aquellas mujeres que contribuyeron a levantar las ciudades alemanas de debajo de sus escombros. El tren es mi nueva universidad.


Suelo leer los agradecimientos de los libros antes que el texto en sí, por curiosidad y porque me dan una idea de los referentes y el contexto de quien escribe. Aunque solo llevo la mitad de su ensayo, salto también a los agradecimientos de La piedra permanece, en cuyo final Marc Casals da las gracias a su compañera, Patricia Pizarroso, y añade: «Ojalá pueda escribir más libros en el futuro, aunque solo sea para que ella los lea». Sonrío al leerlo porque yo a veces también tengo la impresión de que, cada vez más, escribo con la ilusión de que Edurne me lea. No es esa la razón primera de mi escritura, claro, pero una y otra vez me sorprendo pensando: «esto le va a gustar a Edurne» o «a ver qué piensa Edurne de esto». Si ella no apreciase mi trabajo, la escritura sería una fuente de tristeza (pero seguiría escribiendo).


¿Se debe esto a una necesidad de aprobación, de aceptación, de elogios por parte de alguien a quien admiramos y queremos? Sin duda. Pero la razón principal está en otro sitio: nadie es solo la persona que los demás creen; por mucho que nos esforcemos en expresarlo (si es que nos atrevemos a hacerlo) siempre queda un fondo incomunicable de lo que somos y, a menudo, tenemos la impresión de que somos sobre todo lo que no podemos comunicar. El arte es una forma de expandir el campo de lo decible. Al mostrar a Edurne lo que escribo tengo la impresión de que comparto con ella aquello que no sé compartir en el día a día; que, si me sigue queriendo después de leerme, su amor será más auténtico porque amará a alguien que se parece más a mí que la persona con la que desayuna casi todos los días.


19 de noviembre

Tengo sentimientos encontrados ante el despliegue de memoria con el que se tropieza cualquier persona que pasea por Berlín. Por un lado, viniendo de un país en el que una presidenta de Comunidad Autónoma se opone a instalar una placa en la que se recuerde a los torturados por el franquismo en la DGS y en el que se discute el interés de desenterrar e identificar a los cadáveres que aún continúan en las cunetas o fosas comunes, envidio que en Alemania el Estado y los poderes públicos en general consideren un deber recordar y explicar el pasado, en particular el terror desatado por el nazismo y el intento de exterminio de judíos, otras minorías y disidentes.

Al mismo tiempo, en un sistema que convierte en mercancía todo lo que toca, también la historia es una inversión rentable: la represión, la tortura, los asesinatos políticos, debidamente musealizados y gadgetizados, pueden ofrecerse a pie de calle como una experiencia turística. Hay un museo y una tienda del Checkpoint Charlie, alrededor de los cuales es posible adquirir auténticos gorros soviéticos de imitación; están el museo del espía, el de la RDA, el de la Stasi, el de la Resistencia, uno sobre la historia germano-soviética, el de la Guerra Fría, el museo contra la guerra. A ellos –y a muchos más– se suman espacios para exposición pedagógica y conmemoración, como las instalaciones de Topografía del Terror, el del campo de concentración de Ravensbrück o el del Centro de Documentación del Trabajo Forzoso Nazi en Schöneweide –acabamos de visitar los dos últimos–.

Junto a trabajos serios de documentación del pasado proliferan los museos espectáculo; junto al esfuerzo por mantener vivo el recuerdo y la comprensión de las violencias sufridas y provocadas por los alemanes que han marcado una ciudad como Berlín, nos encontramos con mercachifles que más que conocimiento te venden entretenimiento: olvídate de los libros de historia y de pasar horas investigando; en tres horas te hacemos una visita guiada por la historia de Berlín. Así se promocionan unos tours turísticos que te prometen una experiencia inolvidable e ilustran la página con una foto de turistas sonrientes mal parapetados tras una barricada de sacos terreros. Y como el morbo vende, incluyen en el tour una visita al búnker de Hitler, aunque allí solo hay un aparcamiento y un tablón explicativo.

No recuerdo dónde leí que el piolet con el que Mercader asesinó a Trotsky está expuesto en un museo estadounidense. Una pena que no vendan reproducciones en plástico o metal. ¿O sí las venden?


No voy a intentar transcribir aquí lo que pienso y siento tras visitar el centro de documentación de trabajos forzados bajo los nazis y el antiguo KZ de Ravensbrück. Casi no he empezado aún a asimilarlo.


20 de noviembre

En los comentarios a las visitas guiadas a un campo de concentración cercano a Berlín, leo frases elogiosas por el sentido del humor de un guía, o porque otro fue muy ameno, o porque pasaron un rato muy agradable.

Si quería empezar el día espoleando mi misantropía, el objetivo está cumplido.


Hoy celebramos 50 años sin el dictador Franco. Esa gente que desde la libertad y las posibilidades que disfrutan hoy quieran regresar a aquellos tiempos me recuerda a los burgueses que iban a los barrios bajos a «encanallarse». Disfrutaban la excitación de lo prohibido y peligroso pero sabiendo que en un rato podían regresar a sus apartamentos calentitos y protegidos. Qué pena que no se hayan cumplido las promesas de la ciencia ficción y no podamos organizar un viaje en el tiempo a nuestros nostálgicos del orden y la seguridad: si viviesen unos días en aquellos tiempos de represión, de cutrez, de corrupción impune y silenciada, de miseria moral en medio de discursos altisonantes me parece muy probable que revisasen sus opiniones. A no ser que perteneciesen a la elite rapaz y meapilas de entonces.

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Animales compasivos (a veces)

Por: José Ovejero

9 de noviembre

Me lee Edurne un pasaje de los diarios de José Miguel de Barandiarán. En él cuenta que al principio de la guerra, en Pamplona, los sublevados llevaban a los rojos a fusilar a la Vuelta del Castillo y, a pesar de que los fusilamientos empezaban a las 6.30 de la mañana, había siempre un público muy concurrido de hombres y mujeres. Un barquillero iba con su ruleta vendiendo el producto a los asistentes, que lo compraban de buena gana, a veces mientras hacían chistes sobre las contorsiones de los desgraciados que no morían al primer disparo.

Me lee precisamente ese pasaje porque en La comedia salvaje, entre muchos disparates inventados y otros documentados, yo conté una escena similar situada a las afueras de Valladolid, aunque allí la venta no era de barquillos, sino de churros. Ni Barandiarán ni yo nos inventamos esos ejemplos de brutalidad.

Y me acordaba también de las familias israelíes que se iban de picnic a un punto desde el que se podían ver los bombardeos sobre Gaza. Y de la lectura reciente de un ensayo de Svetlana Alexiévich, en el que una antigua soldado soviética relata que ella y sus camaradas se alegraban cuando los compañeros violaban a mujeres alemanas, pues lo vivían como una forma de merecida venganza. 

Estoy convencido, por desgracia, de que hechos así se repetirían hoy, también en España si se diesen las condiciones, y que ese comportamiento atroz se daría entre derechistas, católicos, ateos, comunistas, hombres, mujeres… Hay un umbral del odio que, una vez traspasado, descompone cualquier inhibición moral y el ser humano pierde su adjetivo.

A menudo pensamos que la capacidad de compasión es la que nos pone por encima de los animales, aunque esté documentada en numerosos mamíferos, porque durante el proceso de civilización hemos alejado de nosotros la lucha constante por la supervivencia, lo que nos ha permitido empatizar con «el otro» y tener en cuenta sus necesidades (aunque la comprensión de la necesidad ajena y el deseo de satisfacerla también se encuentran en algunos animales). Lo que está claro es que esa pátina que deja la civilización desaparece a poco que la frotemos.

12 de noviembre

Hace tres días pensaba en la brutalidad humana durante las guerras y anoche leo una noticia sobre los ricos que pagaban durante la de la ex Yugoslavia para ir a Sarajevo a matar civiles como si fuesen a un safari. 

Precisamente, estoy viajando por la región en una gira organizada por el Instituto Cervantes –anteayer estuve en Zagreb, ayer en Liubliana, ahora estoy atravesando Eslovenia para llegar a Viena–. Dos profesoras de la Universidad de Zagreb me decían que la ciudad no había sufrido bombardeos tan severos como otras; se lo pregunté porque paseando por la ciudad me había encontrado con que había una cantidad enorme de edificios en obras, también la catedral, y, al menos fuera del centro, muchas casas que parecían abandonadas. No vi orificios de balas ni de metralla que sí se siguieron viendo en Berlín Este durante décadas.

Me explican que muchos de los edificios a los que me refiero quedaron muy dañados por el terremoto de marzo de 2020, que coincidió con la epidemia de coronavirus. Una aguja de la catedral se desplomó sobre el palacio arzobispal. La reconstrucción es muy costosa y avanza despacio. Además, mucha gente no tiene dinero para reconstruir las casas en las que habían vivido. Me pregunto ahora si las ayudas estatales o europeas se dedican solo a la reconstrucción del centro histórico o también a las viviendas privadas sin valor arquitectónico. Espero que también a lo segundo.

(Ahora el tren bordea un río de aguas que parecen limpias, con bancos de guijarros, rocas interrumpiendo el curso del agua, riberas boscosas, y me atraviesa un punzada de pesar que asocio con la sensación de comprobar la belleza con que nos puede recompensar el mundo y el horror que casi todas las generaciones saben producir en él).

En Liubliana he conversado con el escritor Dušan Šarotar, proveniente de una región eslovena en la que los judíos fueron enviados a campos de concentración, ocupada primero por los húngaros y después por los rusos. El moderador –el escritor y traductor Marc Casals– se refirió a los numerosos rasgos que unían la obra de Šarotar y la mía. A pesar de pertenecer a países con historias y experiencias tan diversas, es cierto que se da esa afinidad: la forma en la que afrontamos la memoria y la reconstrucción afectiva de pasados traumáticos, el respeto por los hechos y los documentos, que no deben ser contradichos por la ficción –ambos estamos en contra de los famosos privilegios de la novela y la imaginación a la hora de tergiversar lo sucedido–, el interés por figuras marginales de la Historia…

Leí un par de libros suyos antes del encuentro –intento hacerlo cuando voy a conversar con otro escritor– y ahora me llevo en la mochila un ensayo de Marc sobre Bosnia-Herzegovina; una de las cosas buenas de los viajes como escritor es que te ponen en contacto con realidades con las que apenas te habías rozado previamente y despiertan tu curiosidad por aprender más sobre ellas.

No sé si es cierto que la curiosidad nos mantiene jóvenes, pero a mí al menos me da la impresión de que me permite seguir creciendo, como persona y como escritor. Ojalá no sea un espejismo.

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Lo irracional y los nuevos totalitarismos

Por: José Ovejero

3 de noviembre

Aquí estoy, un lunes por la mañana en un bus de camino a Madrid mientras asisto al espectáculo penoso de Mazón mintiendo sin parar. Si un político puede mentir no ya sobre asuntos dudosos o que no se conocen lo suficiente sino sobre datos que son dominio público, y echando la culpa a inocentes, es porque una parte considerable de la prensa reproducirá su discurso sin cuestionarlo. El partidismo y la desvergüenza de muchos directores de medios es una de las razones principales de la baja calidad de la democracia. Pero estoy diciendo una obviedad, así que para qué seguir.


Pero sigo: en un mundo ideal, ni siquiera debería importar que un juez o un periodista tenga una ideología determinada si al mismo tiempo tuviera la honestidad profesional de desear esclarecer los hechos, y no de influir en la vida política, obteniendo con ello recompensas y poder.


4 de noviembre

Ahora en otro bus de camino al pueblo de mi madre. Nunca he querido ir en coche a todas partes, no solo por razones medioambientales, sino porque me parece que ya vivo en un burbuja demasiado sólida; está bien montar en metro y en autobús, me saca de mi vida de escritor que no tiene que ir a trabajar a las nueve cada día. Aunque a juzgar por el tráfico que entraba en Madrid esta mañana buena parte de esos trabajadores tampoco se encuentra en los autobuses y el metro. En este autobús interurbano viajan sobre todo gente mayor e inmigrantes.

Hace años me hicieron una pregunta absurda en una entrevista: «¿Qué haces cuando vas en metro?». «Eso –respondí–, ir en metro». «Ya, pero al mismo tiempo, ¿vas mirando el móvil?». No, la verdad es que procuro no mirar mucho el móvil, salvo por alguna razón concreta, como dar una respuesta rápida a un correo, porque si lo hago me olvido de la gente que va a mi alrededor, que es en principio más interesante que hacer scroll en una red social. Aunque a mi alrededor la inmensa mayoría no hace nada interesante. Mira el móvil.


Pensando en lo que escribía la semana pasada sobre el ascenso del irracionalismo y la similitud con las primeras décadas del siglo pasado. En Alemania hubo en los años veinte y treinta un auge de todo tipo de doctrinas esotéricas que contagiaron a no pocos dirigentes nazis. También de teorías médicas con poco o ningún fundamento científico (helioterapia, curas hipnóticas, homeopatía…). Si una sociedad basada en el racionalismo capitalista había llevado a la Gran Guerra y a la descomposición social –que se manifestaría en las revoluciones marxistas y la crisis del 29–, quizá había que buscar la verdad fuera de la ciencia tradicional y el sentido común burgués. Lo irracional siempre ha sido el refugio de quienes se sienten perdidos en su mundo, a menudo con razones para ello.

Ahora también asistimos a un incremento de adeptos a teorías irracionalistas; terraplanistas a los que se da voz en programas televisivos –porque sus guionistas suponen que hay un público para ellos–; también programas que chapotean en la poco apetitosa sopa cocinada con ideas de extrema derecha, noticias falsas, extraterrestres y fenómenos paranormales; movimientos antivacunas que llegan a instalarse en los más altos niveles de la política estadounidense; conspiranoias de todo tipo… y no es que las incluya aquí porque no crea en conspiraciones de gran alcance, pero que poco tienen que ver con chemtrails y con la inyección de microchips y mucho con alianzas internacionales para defender intereses antidemocráticos. No me parece casual que todo esto vaya de la mano de la fe ciega y, por definición, irracional de millones de votantes en líderes que se presentan como salvadores y se acompañan del gesto y la parafernalia de dictadores en ciernes, mientras afirman las cosas más descabelladas. Da igual además que cumplan o no sus promesas, que sus políticas sean o no nocivas para la mayoría; la fe en ese ser especial –llámalo Trump, llámalo Milei– es independiente de lo que hagan. La recompensa no es el milagro, sino el consuelo de creer con entusiasmo en algo compartido.

Leo en un periódico que muchos migrantes que votaron a Trump están decepcionados con él… pero lo volverían a votar. Igual que otros votan a un político que habla con su perro muerto.


5 de noviembre

Sin embargo, los demócratas han vencido en Virginia y Nueva Jersey y Mamdani va a ser alcalde de Nueva York. Cualquier derrota de la deriva autoritaria y sin corazón de Trump es como para celebrar. Esperemos, por el bien del mundo, que haya más. Y lo que más me alegra es que los jóvenes hayan sido un factor fundamental en la victoria de Mamdani. Ante el mantra de que los jóvenes son cada vez más de (extrema) derecha resulta refrescante ver que no todo es como nos lo cuentan.

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Gaza, Sáhara Occidental y el Lejano Oeste

Por: José Ovejero

27 de octubre

Se ha vuelto frecuente hacer comparaciones entre la República de Weimar y el auge actual de los autoritarismos. Por mucho que nazismo y fascismo sean fenómenos históricos irrepetibles como tales, las coincidencias entre los movimientos totalitarios del siglo pasado y los de este sean más que preocupantes.

Quizá una que hilvana esos movimientos de masas entre sí y con otros fenómenos sociales concomitantes sea el triunfo de lo irracional.


28 de octubre

Tuve que interrumpir el diario y desde entonces he leído la noticia sobre el «plan de paz» de Trump para el Sáhara Occidental. Al igual que en el caso de Gaza, el plan parece consistir en ponerse del lado de la potencia invasora, no exigirle responsabilidades por sus crímenes e imponer un trágala a la población autóctona. Si en Gaza los sueños húmedos de Trump, y de Netanyahu, culminaban en la expulsión de toda la población para sustituirla por turistas en resorts de lujo –cuyos beneficios irían a parar a manos de los invasores–, este proceso hace tiempo que lo inició Marruecos por su cuenta, creando zonas turísticas en los territorios ocupados, en las que no pueden entrar los saharauis; para ver esos paraísos de vacaciones hay que ser extranjero, marroquí o conducir un taxi. Todo eso se cuenta en el último número de La Marea.

Ahora que lo pienso, este modus operandi se encuentra muy en la tradición del Lejano Oeste, es decir de la historia de la creación de Estados Unidos: llegas a un territorio, lo invades, expulsas a sus habitantes después de exterminar a una parte considerable de la población y a los que quedan los encierras en reservas; firmas tratados de paz que no tienes ninguna intención de respetar; te quedas con sus tierras merced a leyes que redactas con ese objetivo; las explotas en tu beneficio y lo vendes como una forma de progreso y de avance civilizador. Y a los nativos que se resisten a ser despojados y exterminados los llamas salvajes.

Y luego vienen los guionistas y poetas a blanquear con épica cada masacre.


También es verdad que no es solo Estados Unidos quien ha actuado así: todas las potencias coloniales han hecho lo mismo, incluida la española. Estoy viendo estos días a ratos perdidos el documental Banda sonora para un golpe de Estado. No es que desconociese el carácter criminal del gobierno belga de la época –con ayuda de la CIA y de los servicios secretos británicos–; no es que desconociese tampoco los acontecimientos que rodearon el asesinato de Lumumba y la ascensión al poder con ayuda de los mencionados países de un psicópata como Mobutu. Pero me sigue impresionando ver las caras de los europeos y americanos responsables, oírles justificar sus actos o mentir descaradamente sobre ellos; ver sus gestos mientras escuchan a Lumumba decir lo que un negro no debe decir –un negro que no da las gracias, que no elogia a los colonizadores, que les pone ante el espejo de sus crímenes–; y es difícil soportar la hipocresía de quienes asienten complacidos a los deseos de independencia de los congoleños mientras traman asesinatos y golpes de Estado encubiertos, a quienes, en fin, promueven una guerra civil para que las empresas occidentales no pierdan dinero.

No es que no sepamos todas estas cosas y, en particular, que nunca Occidente ha defendido la democracia y la libertad de ningún pueblo salvo cuando le sirve a sus intereses políticos y económicos. Claro que lo sabemos. Pero no está de más que nos lo repitan una y otra vez, no vaya a ser que nos creamos esa cantilena de los valores democráticos y el respeto de los derechos humanos.


Ahí está el PSOE, proclamándose adalid de muchos de esos derechos, mientras apoya a un Marruecos –lo hizo González, lo hizo Zapatero, lo hace Sánchez– que despliega una brutalidad contra los saharauis propia de las dictaduras.


Por cierto: ¿por qué prestamos en España tanta atención a Palestina y tan poca al Sáhara? ¿Por qué no expresamos -hablo en general, pero también me podría acusar a mí mismo de ello- el mismo escándalo ante los desmanes de Israel que ante los marroquís? El cínico que me habita –aunque me esfuerzo en combatirlo– diría que porque hacerlo así no nos cuesta nada más que realizar acciones simbólicas, como manifestarnos, pero no nos exige ningún sacrificio: enfrentarse a Marruecos significa perder posibilidades pesqueras, prescindir de un policía que limita la inmigración de subsaharianos, tener ante nuestras puertas a un enemigo que siempre ha sabido cómo hacer daño. Digo «Marruecos» pero en realidad estoy diciendo el régimen marroquí. Los países nunca son enemigos; las enemistades las construyen y aprovechan sus dirigentes.


A ver si los próximos días continúo con la idea del auge del irracionalismo y sus similitudes con los años treinta del siglo pasado. O a lo mejor es una de esas ideas que te parecen buenas en cierto momento y luego se desinflan. Veremos.

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Genocidios (de lo terrible a lo banal)

Por: José Ovejero

20 de octubre

En la entrega anterior de lo que publico de este diario en La Marea, decía que me parecía obvio que Israel continuaría sus acciones militares tras el llamado alto el fuego. ¿Por qué no iba a hacerlo si ha transgredido todos los límites de respeto a los derechos de los civiles, no solo en Gaza? ¿Por qué va a renunciar a sus objetivos si cuenta con el apoyo de Estados Unidos y con la actitud cuando menos tibia de otras potencias, y también en parte de los países árabes? Pues bien, Israel sigue asesinando en Gaza. La gran operación de lavado de cara orquestada por Trump tiene beneficios obvios a corto plazo –¿cómo no nos vamos a alegrar de que se haya reducido la intensidad de los bombardeos o de que más personas accedan a servicios médicos y a alimentos?–, pero no creo que cambie nada en los objetivos geopolíticos que están dispuestos a obtener a cualquier precio… a cualquier precio que paga sobre todo la población civil de los vecinos de Israel.


Estoy leyendo Genocidios, editado por Júlia Nueno Guitart (Galaxia Gutenberg, traducción de Teresa Bailach). Es el sexto libro de la colección que dirige Jorge Carrión en esta editorial. Y me llama enseguida la atención por el capítulo que dedica a Namibia, país que me interesa desde que estuve allí y por eso he seguido leyendo sobre lo que fue un laboratorio de pruebas de las políticas de exterminio alemanas, que culminarían en el Holocausto. En Namibia, obviamente, no se utilizó el gas, pero se forzó a los nativos a adentrarse sin alimentos ni agua en el desierto, convertido en enorme campo de concentración; y, por las dudas, envenenaban los pozos para acabar –tras sufrir dolorosas intoxicaciones– con quienes se atrevieran a acercarse a ellos.

Ya en el prólogo escrito por Júlia Nueno al libro se nos explica cómo los ataques a hospitales en Gaza seguían un patrón determinado que excluía cualquier posibilidad de considerar su destrucción como daño colateral: la secuencia repetida en cada uno de ellos era la misma. A través de la arquitectura forense pueden no solo examinarse las estrategias de destrucción sistemática de una población, también sus consecuencias a largo plazo.

Aunque hayamos sido testigos lejanos de los horrores cometidos por el ser humano en todas partes del mundo, a menudo por puros intereses económicos, hay algo en mí que se resiste a creerlo: me cuesta imaginar a ese grupo de personas que acuerda acabar con todos los enfermos, niños y adultos de un hospital; o a todos los judíos; o a todos los herero. Quiero decir que me cuesta imaginar en detalle cómo será tocar a esas personas, hablar con ellas y descubrir que están hechas como yo, que, si no supiese quiénes son, podría tomarme una cerveza con ellas, ver juntos un partido de fútbol, comentar lo caros que se han puesto los tomates.

Lo malo es que ese tipo de personas y sus cómplices son quienes están dominando el discurso público y transformando los valores ideales de nuestras sociedades. Son quienes empiezan a contraponer la libertad a la democracia o a justificar las ejecuciones sin juicio de sospechosos de un delito. Son quienes han decidido que la compasión y la solidaridad son para perdedores.


21 de octubre

Pasando de lo terrible a lo banal –como sucede siempre en los diarios íntimos y en los periódicos–, ha ganado el Planeta Nosequién, que ha escrito Nosequé. La cuestión no es si es una persona conocida o no –que yo no lo conociera no tiene ningún valor indicativo–. La cuestión es que suele tratarse de personas absolutamente irrelevantes desde un punto de vista literario.

¿Por qué sigue yendo la prensa cultural al acto de entrega? ¿Porque les pagan el viaje y la cena? Deberían dejar la prebenda a la sección de «Gente y estilo de vida» o equivalente.


Cuando Feijóo afirma en un congreso ante representantes de la Banca March y de Barceló, entre otras empresas, que en España debe merecer la pena trabajar, ¿está animándoles a pagar mejor a sus empleados?


Hoy, para las tres de la tarde ya he recibido nueve correos de editoriales anunciándome la publicación de un libro –siempre imprescindible–, en algún caso proponiéndome enviármelo. Si yo, que hace tiempo que no escribo reseñas y que como influencer dejo mucho que desear, por lo que mi único atractivo es que coordino El Periscopio, recibo tantas propuestas, ¿cuántas recibirán al día los críticos literarios y los directores de secciones culturales?

Podría pensarse que es lógico, pero también debería pensarse que casi nadie hace caso a esos correos masivos, cuya mayoría se quedan sin abrir. Otra cosa es que alguien desde el departamento de comunicación de una editorial tenga idea de qué tipo de libros pueden interesarme y me pregunta si me apetece que me lo envíen. Pero no es infrecuente que me anuncien en tono elogioso libros de autoayuda o para que mejore el rendimiento de mis inversiones. O novelotas de amor y pasión que no tocaría ni con un palo.


Una de las pocas cosas que simplifican el aprendizaje del euskera es que no tiene géneros. Ni los artículos, ni los demostrativos, ni los nombres comunes –perro es siempre txakur, da igual si es hembra o macho–. Supongo que eso evita muchas discusiones idiotas sobre el uso de los plurales genéricos. La única excepción que he encontrado por ahora está en los nombres que marcan parentesco: aunque no puedo saber si el amigo o el vecino que viene a mi casa en los ejercicios de gramática es hombre o mujer, sí sé si viene mi abuela o mi abuelo, mi padre o mi madre, o, más interesante, si el hermano del que se habla lo es de una chica o de un chico, distinción a la que aún no he encontrado utilidad, pero seguro que tiene una justificación… que ya descubriré.

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Vida de escritor

Por: José Ovejero

2 de octubre

Si tuviese fuerzas y conocimiento, el libro que querría escribir es un ensayo que podría titular muy spenglerianamente La decadencia de Occidente. Tengo varios capítulos en la cabeza de ese libro que nunca escribiré. Uno de ellos trataría de la disolución de los afectos. Tesis: los afectos están dejando de tener un valor en sí mismos y se han convertido en herramientas.

Veo todos los días en mi profesión que las relaciones afectivas se están transformando en estrategias para la conquista de mercado, atención, espacio. Muchas de esas relaciones afectivas no existirían si no se asentaran en relaciones de poder, y por eso se disuelven cuando la utilidad del otro desaparece. Si los afectos no tienen valor intrínseco y son solo instrumentos, no puede haber fidelidad ni solidaridad reales. El fomento del progreso personal se impone a cualquier otra consideración.

Meditar sobre este asunto es meditar sobre la crisis contemporánea de nuestras sociedades, lo que incluye la crisis de la idea misma de sociedad, la crisis de la verdad de los hechos –que se reinventan según afectos instrumentales–, el apoyo a dictadores en ciernes disfrazando de aprecio o acuerdo lo que solo es utilidad.

Y, por supuesto, las consecuencias para los demás de las políticas que apoyamos en la sociedad y en la vida privada se vuelven daños colaterales necesarios.

Si se insiste tanto desde el conservadurismo en el valor de la familia es porque la familia está dejando de tener valor, salvo como sistema de conservación, incremento y transmisión segura de capital.


12 de octubre

Ayer participé en Valdefest, un modesto festival cultural celebrado en Valdecaballeros, el pueblo de Badajoz del que procede la familia de mi madre. Me invitaron a presentar Vibración, inspirada por ese mismo pueblo, aunque no se le nombre en ningún momento en la novela. Y de pronto lo que estaba enmarcado solo en el campo de la ficción se encarna en una realidad concreta. Por mucho que invente acontecimientos e historias ambientados en un lugar que se parece a Valdecaballeros, muchos de los presentes conocen los paisajes en los que me baso, el dolmen prehistórico, el pantano, la central nuclear abandonada y seguramente leen el libro buscando discernir lo cierto y lo inventado. Si Ortega y Gasset decía que la novela debía ser una construcción hermética, que no dejase entrar la realidad, me temo que no hay nada más opuesto que mi literatura, y aún más cuando se lee en un contexto en el que realidad y ficción se entrelazan.

De todas maneras buscar un arte alejado de las preocupaciones cotidianas siempre me ha parecido una forma de esnobismo. La realidad moldea la literatura y viceversa.


13 de octubre

Imagino un gráfico animado de los cientos de escritores desplazándose por España –y por el mundo– para presentar sus libros y participar en ferias y encuentros literarios, dibujando una maraña de líneas que emborronan el mapa. Se entrecruzan, se superponen, se alejan unos de otros en un movimiento continuo disputándose un puñado de lectores en cada localidad y una prensa a menudo demasiado ocupada para hacerles caso –la oferta de autores es mucho mayor que la demanda–. Los imagino después en sus habitaciones de hotel o en sus casas, preguntándose si merece la pena tanto esfuerzo –no solo el de los escritores–, y si la felicidad está ahí, en ese presentarse repetidamente, en hablar una y otra vez del propio libro, en pasar tantas horas en medios de transporte y cambiando una y otra vez de colchón y de almohada.

Es verdad que en muchos de esos viajes surge un encuentro interesante o que te da a entender que no es inútil todo ese ajetreo y, sobre todo, que no es inútil lo que escribes. Pero cada vez me interesan más las invitaciones que puedo llenar de contenido nuevo, es decir, en las que se me pide no que hable otra vez de mi novela sino que diserte sobre un tema que me interese. Por desgracia, estas son las menos.


15 de octubre

Lo llaman paz cuando no es más que un alto el fuego. Por supuesto, me alegra la suspensión de la masacre, pero la operación parece sobre todo un lavado de cara de Trump y del Estado genocida. ¿Una paz avalada por la comunidad internacional que no pide responsabilidades por los asesinatos de civiles? Y me refiero también a los cometidos por Hamás aunque su número sea mucho menor. En esta guerra hemos visto de todo: no solo lo habitual, bombardeos y operaciones en los que mueren civiles, también su asesinato deliberado, bombardeos de hospitales, asesinato de periodistas y de médicos, destrucción de cultivos, asesinatos por hambre, ataque a civiles extranjeros en aguas internacionales, declaraciones de ministros promoviendo el exterminio. Si las protestas oficiales han sido tan tibias contra este despropósito cruel, ¿por qué vamos a esperar que Israel no continúe con su programa una vez «desmilitarizada» Gaza? Pongo «desmilitarizada» así, entre comillas, porque el Ejército de Israel no renuncia a su posibilidad de intervenir militarmente. Y Trump elogia con desvergüenza el buen uso de la fuerza por Israel.

Se está celebrando no la paz sino una victoria obtenida por medios inhumanos que atentan contra el derecho internacional. Pero bueno, todo esto es evidente. Me lo anoto, sin embargo, para no olvidarlo aturdido por el ruido de la propaganda.

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Cine que rompe silencios

Por: José Ovejero

30 de septiembre

Recordaba, viendo la muy ruidosa Franz, la película de Agnieszka Holland sobre Kafka, una conocida frase del escritor que creo se encuentra en una de las cartas a Felice: «La noche no es suficientemente noche». Se refería Kafka a la necesidad de recogimiento, de aislamiento, de silencio para escribir.

No solo para quien escribe es esencial que el ruido cese; el silencio nos sirve para pensar, para detenernos en lo que nos importa o duele o satisface. El ruido, en nuestros edificios, mejor aislados que antiguamente, y en estos tiempos en los que hay mucha más gente viviendo sola que en el pasado, llega sin embargo a través de aparatos y redes sociales. La noche no es suficientemente noche porque no permitimos y no nos permiten que lo sea.

El silencio se ha vuelto un lujo que disfrutamos mucho menos de lo que podríamos permitirnos.


De las seis películas que vimos durante los dos días que estuvimos en el Festival de San Sebastián, en cuatro el silencio desempeña un papel importante. Pero no me refiero ahora a ese callar que nos permite reflexionar o sentir lo que nos rodea, sino a un silencio que destruye al individuo y a la sociedad.

En La tarta del presidente (Mamlaket) se cuenta la historia de una niña a la que toca hornear una tarta por el cumpleaños de Sadam Husein, cosa que debe hacer un alumno de cada escuela. El drama surge porque la niña vive con su abuela en una pobreza tal que no tienen dinero para comprar los huevos ni harina ni azúcar. Tan pobres son, que la abuela decide entregar la niña a una familia que se hará cargo de ella. Pero no le explica la auténtica razón a la cría, por lo que esta interpreta que su abuela está enfadada con ella y por eso la abandona.

Siempre he defendido que a los niños hay que contarles todo, es decir, todo lo que les atañe, aunque sea indirectamente; no sé qué opinarán la pedagogía o los miles de libros publicados sobre «cómo cuidar a tus hijos» o «cómo ser un buen padre/una buena madre», pero estoy convencido de que silenciar los problemas solo los agranda. Aunque se trate de asuntos que pueden asustar al niño, o que le duelan –también que los padres tienen problemas, sea entre ellos o de otro tipo, como problemas económicos–, de cualquier manera el niño los percibe e intenta explicárselos, a menudo, como en el caso de la niña de Mamlaket, buscando la culpa en sí mismos. Así que lo mejor es intentar explicárselos de forma adecuada a su edad. «No se le puede decir eso a un niño» es una frase que se usa demasiado, quizá porque nos sentimos incómodos explicando ciertas cosas.


No sé cómo he llegado a este momento de consultorio para padres, porque de lo que quería escribir es de mi sorpresa por encontrarme tantas películas con el silencio como eje; si en Mamlaket solo atañe a una rama secundaria del argumento, en Maspalomas lo articula: el hombre gay que tras un ictus es ingresado por su hija en una residencia y allí vuelve a entrar en el armario. Aunque a veces abuse de los estereotipos y el final sea algo complaciente, me interesó sobre todo cómo una persona que creía haberse librado de las expectativas ajenas vuelve a verse sometida a ellas y solo puede hacerlo guardando silencio sobre quién es de verdad.

También en Cuerpo celeste, una recomendable película chilena,hay un silencio tan atronador como paradójico. Los padres de la protagonista se dedican –aunque de forma clandestina– a romper silencios sobre los asesinados por la dictadura de Pinochet: localizan tumbas en el desierto, las marcan y así luego podrán ser desenterrados los cadáveres, sacados del olvido y del silencio impuesto sobre ellos. Pero no le cuentan a la hija lo que hacen. Ella varias veces pregunta qué están haciendo o de qué hablaban y han callado al llegar ella; la adolescente se adelanta a la respuesta de sus padres, que se sabe de memoria: «Nada». En dos escenas de la película, los protagonistas gritan, como juego pero que se vuelve simbólico, «nada», una y otra vez, provocando un eco que repite la palabra. De pronto la nada se vuelve ruido, se amplifica y cobra significado. Lo que se quería silenciar reverbera en las vidas de todos ellos.


1 de octubre

También Le cri des gardes está marcada por el silencio, esta vez el de los colonizadores sobre sus crímenes. Un trabajador africano muere en un supuesto accidente en una empresa de obras públicas en África Occidental dirigida por blancos. El hermano del fallecido llega en la noche a reclamar el cadáver. El capataz le da largas, luego le ofrece dinero, le amenaza, le ruega, reconoce de boquilla que se han cometido errores, hace falsas promesas; cualquier cosa con tal de no entregar el cadáver, la prueba no solo del crimen, también de la responsabilidad individual y colectiva del delito, porque el joven ha sido asesinado por un ingeniero, amigo del capataz. La metáfora de la relación entre los poderes coloniales y sus excolonias es –¿demasiado?– evidente: actos simbólicos, contrición, soborno, chantaje, pero nunca reconocer y asumir auténtica responsabilidad del delito.


Supongo que es casualidad haber visto varias películas seguidas articuladas por lo que no se dice. O a lo mejor, en una época de fake news, tergiversaciones constantes de la verdad y de una política que avanza a golpe de eslogan publicitario en lugar de ideas, nos empieza a preocupar todo eso que se oculta tras tanto palabrerío interesado, pues sabemos que lo que se calla a menudo es más importante que lo que se dice. Y el arte suele ser el sismógrafo que recoge las agitaciones en una sociedad antes de que esta las perciba conscientemente.

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¿Es ético mezclar ficción y la voz de la niña asesinada en ‘La voz de Hind’?

Por: José Ovejero

24 de septiembre de 2025

Hemos pasado tres días en el festival de San Sebastián y un amigo, que ya la ha visto, nos pide que le digamos nuestra opinión después de ver La voz de Hind. Hoy la entrada de mi diario es el correo que le escribo al respecto.


Querido J.: como puedes imaginar, asistir a la proyección de La voz de Hind nos ha conmocionado; creo que fue a Marta Sanz a quien le oí decir o leí que el arte no debe tanto emocionarnos como conmocionarnos. Esta película lo logra por completo.

Nos decías que te interesaba mucho nuestra opinión y que tenías ciertas dudas sobre lo ético del planteamiento de la película. Sé que Edurne ha estado escribiéndote ya hace una hora. Aunque lógicamente comentamos la película al salir del cine, he preferido no leer lo que te escribe e intentar aclarar yo antes lo que pienso de ella, aunque luego leeré lo que te ha escrito Edurne para ver si reviso o no alguna de mis opiniones. Es una pena, por cierto, no poder hablar de todo ello contigo en vivo y en directo.

Anoche leí en una red social algún comentario en el que se reprochaba a la directora usar la voz de la niña y tomas reales del estado de la ambulancia y del coche donde fueron asesinados por el ejército israelí respectivamente los enfermeros y la niña y su familia, para luego mezclarlas con una dramatización de las escenas en el centro de la Media Luna Roja, desde donde hablaron con Hind mientras la niña estaba sola y rodeada de los cadáveres de su familia. No recuerdo si se utilizaba la palabra «manipulación» pero era el sentido general de la crítica hacia esa mezcla de lo inventado y lo documental para conseguir un efecto. Lo que nos acerca también a la posible «pornografía emocional» de la que creo que hablamos la noche anterior.

Creo que se pueden separar ambas críticas. A mí no me parece mal que haya una parte documental, que incluye la voz de Hind, y una parte de actuación, aunque esta nos haga preguntarnos qué se dijo de verdad, cuánto de lo que se nos muestra corresponde a la realidad de lo sucedido y cuánto hay de licencia artística. Pienso que tomarse una licencia artística en el caso de la voz de la niña habría sido casi criminal; o escuchamos su voz o no la escuchamos, pero no podemos usar un sufrimiento personal tan terrible y adaptarlo en función de nuestra conveniencia creadora. La niña asesinada exige un respeto absoluto (y por supuesto el acuerdo de la madre con el uso de la voz, con el que parece haber contado la directora). Pero la escena en la sede de los voluntarios no trata tanto de la situación individual de cada uno de ellos, de lo que dijo y lo que no dijo, sino de los dilemas morales y los conflictos que surgen en una situación así. El conflicto entre el deseo de intentar salvar inmediatamente a la niña y el de garantizar la seguridad de los enfermeros que van a rescatarla es terrible, es real independientemente de con qué palabras y gestos se exprese; se trata de un dilema ético general que se puede representar mediante la ficción. Y también se nos muestra (representado) algo que me parece muy importante: la impotencia frente a la barbarie del ejército israelí. Porque en la situación en la que actúan los voluntarios no hay decisión acertada, no hay un criterio objetivamente mejor que otro: si envías a los enfermeros sin garantías del ejército es muy probable que los maten –y que muera la niña también–; pero si esperas a salvarla para tener esas garantías, también es posible, como sucedió, que los maten igualmente. La posibilidad que planea sobre toda la situación, que los soldados sepan que la niña está viva y la usen como cebo para asesinar a los enfermeros y luego matarla a ella o dejarla agonizar sola es aterradora, pero también forma parte de esa dramatización que no falsifica sino que nos acerca a la verdad. La voz de la niña es parte de la documentación de un asesinato; la de los voluntarios es una contribución a dilucidar las tensiones éticas en una agresión bélica de estas características.

¿Es ético mezclar ficción y la voz de la niña asesinada en ‘La voz de Hind’?
Fotograma de La voz de Hind, película dirigida por Kaouther Ben Hania. LA ZONA / CARAMEL FILMS

Por otro lado, si rechazo que el uso de la voz real de la niña sea pornográfica, es por lo siguiente: la pornografía es una representación de lo íntimo con el objetivo primordial de causar un efecto, normalmente la excitación sexual, y todo lo demás –trama, personajes, estilo– son casi insignificantes para lograrlo. En La voz de Hind hay una complejidad y tal multitud de temas relevantes éticamente que no tengo la impresión de que la voz real de la niña se use meramente como instrumento para conmovernos. Es una parte más de un cuadro matizado de una situación límite.

Sí dudo que sea acertado mostrar al final fotografías y fragmentos de vídeo de cuando Hind estaba viva. El uso de los fragmentos documentales –que incluyen las voces de quienes asistieron de verdad a la cría– nos recuerda que se nos está hablando de crímenes reales que afectaron a personas reales; que la película no es mera propaganda. Pero nos dice mucho más la voz de la niña que las imágenes de ella, porque lo que entendemos es que da igual que la niña tenga seis u ocho años, que sonría o no, que se divierta o no, que tenga un rostro gracioso o no. La voz de Hind es al mismo tiempo individual y la de todas las niñas y todos los niños asesinados y sí me parece algo manipulador pretender conmovernos aún más con la imagen concreta de ella (entramos en esa situación peligrosa en la que se deja de conmocionar para conmover, acercándonos así al sentimentalismo).

Después de decir todo esto, tengo que confesarte que hay algo a lo que no sé muy bien cómo responder: qué cambiaría en la película si en lugar de oír a Hind oyésemos a una actriz que reproduce las palabras de Hind. ¿Sería más respetuoso con el sufrimiento de la niña? Y también: ¿nos desgarraría menos escucharla? Creo que la respuesta a ambas preguntas es sí.

Y aquí tendríamos que adentrarnos en el tema de la función política del arte y qué se puede o debe sacrificar en él para que tenga un impacto directo sobre la realidad en situaciones de emergencia. La voz de Hind pretende claramente amplificar la lucha contra una agresión criminal y subordina ciertas decisiones a esta función; pero no me parece que lo haga de una forma tan descarada o simplista como para descalificar la película como obra de arte o negar su carácter ético. Pero la discusión sobre las tensiones entre arte y realidad abre un campo muy amplio y vamos a tener que dejarla para otro momento porque ya me he extendido mucho. Ojalá podamos hablar de todo ello pronto. Me gustaría escuchar con más detalle tus opiniones.

Un fuerte abrazo,

José

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