
En la primavera de 2024 la editorial Gedisa publicó el que, hasta hoy, es el ensayo más definitorio de las posiciones políticas de Tomás Ibáñez: Anarquismo no fundacional. Por entonces, compañeros de una conocida librería y editorial del ámbito autónomo me facilitaron el libro en primicia con la intención de promover un debate con el autor. Ese debate nunca llegó a celebrarse, pues Ibáñez rehusó participar.
Desde las primeras páginas entendí por qué se consideraba pertinente que me incorporara a la polémica: pocas posiciones dentro del campo libertario están tan alejadas de las mías como las que defiende esta obra. La leí con atención, tomé notas y organicé mis discrepancias. Como aquel intercambio de ideas finalmente no ocurrió, aquellas anotaciones quedaron archivadas hasta hace poco.
No las convertí entonces en un artículo, en parte porque el anarquismo social y organizado al que pertenezco tenía —y sigue teniendo— tareas más urgentes, y también porque no deseaba contribuir a difundir, ni siquiera críticamente, unas posiciones que considero profundamente dañinas para el anarquismo y la clase trabajadora.
Sin embargo, el 8 de octubre de este año Ibáñez publicaba un texto donde calificaba a la tradición política en la que me enmarco como «anarquismos cavernícolas, retrógrados y autoritarios». Renunciar al debate no implica renunciar a la disputa política, y está claro que ha preferido librarla por otros medios. Aunque esa discusión no parece que vaya a desarrollarse en un terreno fraterno y honesto, por mi parte intentaré —al menos— elevar el nivel: frente a los exabruptos y las descalificaciones, aportar argumentos.
Una teoría en el aire
No obstante, antes de proseguir conviene señalar lo que entiendo como un avance respecto a obras anteriores de la producción de Ibáñez. Me parece muy positivo que en este texto Ibáñez exponga sus posiciones directamente, sin esconderse tras la ficción de un supuesto sector del movimiento libertario, y que asuma sus tesis con su propia voz y firma. Resultaba desconcertante que en escritos previos recurriera a un dispositivo narrativo que hacía pasar por crónica el desarrollo de un hipotético «postanarquismo» del que no existen indicios fuera del entorno académico —como bien muestra la bibliografía— o la imaginación del propio autor.
Ese supuesto postanarquismo no aparece en desahucios, ni en asambleas barriales de autoorganización, no tiene presencia en las luchas laborales, ni en el movimiento antirracista o antirrepresivo. Obviamente, este señalamiento no puede tomarse como un discurso antiteoricista, puesto que desde el sector del anarquismo al que pertenezco, hemos defendido la necesidad de la construcción teórica. Lo que pretendemos señalar es que, entre las ideas defendidas en este ensayo y la realidad social y política, hay una brecha tan amplia que todo contacto con la práctica queda descartado. De esta separación entre praxis y reflexión nacen los análisis tan desfasados en los que se sustenta su argumentación. Es un libro que ha nacido viejo, completamente superado hace más de una década. Producto natural del aislamiento político.
Si, como recuerda citando a Proudhon, «la idea nace de la acción y debe retornar a la acción», este libro cumple dicho principio de forma peculiar: las ideas que defiende nacen de la acción de publicar papers en revistas indexadas y retornan en un texto desvinculado de toda práctica militante, salvo filosofar y ofrecer conferencias sin posibilidad de réplica.
Un breve recorrido por el texto
Antes de elaborar un debate necesitamos aclarar las ideas fundamentales elaboradas por Ibáñez. El libro comienza celebrando la pluralidad de comprensiones y estrategias libertarias. Sin embargo, el objetivo declarado del libro es nítido: presentar una «nueva variante» del anarquismo —el anarquismo «no fundacional»— y defender su capacidad para romper con las «inercias» que, a su juicio, inmovilizan al resto de corrientes, evitando reproducir en la práctica libertaria la dominación que combate.
Para justificar esto, el autor examina el «periodo de formación» del anarquismo con el objetivo de situar las particularidades que lo marcaron: la modernidad, la Ilustración y el movimiento obrero. En ese contexto, emergen las formulaciones socialistas que beben de valores ilustrados —libertad, igualdad, razón, progreso, emancipación— y de las cuales el anarquismo sería la vertiente más radical, orientada hacia una perspectiva revolucionaria de masas.
Aquí Ibáñez empieza así a cimentar su tesis: el anarquismo habría asumido valores que lo impregnaron —«hipervalorización de la razón», universalismo «totalizante», «humanismo», «progreso»— y que, según él, contienen una tendencia autoritaria, además de resultar hoy insuficientes. El anarquismo no fundacional es defendido como «un antídoto contra las huellas que el fundacionalismo ha dejado en los anarquismos».
Pero este antídoto solo se hizo posible a partir de la segunda mitad del siglo XX. ¿Qué sucedió en este periodo para que emergiese un anarquismo no fundacional? Ibáñez señala tres cuestiones: la desaparición de la clase trabajadora con el postfordismo, la financiarización de la economía y las sociedades del bienestar, la consolidación de un sistema capitalista insuperable contra el que no cabe acción trasformadora y una crítica a los proyectos revolucionarios por totalitarios y criminales.
A partir de aquí, Ibáñez anuncia la emergencia del anarquismo no fundacional, apoyándose en el postestructuralismo y en la crítica a los valores ilustrados. De ello deriva varias tareas: la crítica al sujeto que reduce la política a ejercicios de deconstrucción; la crítica a la Revolución por su carácter totalizante que desemboca en negar todo centro de poder y como conclusión, una estrategia que hace de la necesidad, virtud: solo se puede resistir.
En resumen; propone el abandono de lo estratégico en favor de lo táctico, la sustitución del proyecto revolucionario por un «deseo de revolución» asociado a lógicas autonomistas y de estilo de vida y la construcción de «espacios sin dominación»: la tan cacareada política prefigurativa y la micropolítica centrada en relaciones interpersonales. Esta línea afirma que, ante la imposibilidad e indeseabilidad de transformar el mundo, bastaría con transformarnos individualmente.
El anarquismo no fundacional se define como un anarquismo «sin principios» ni «finalidades». Sin objetivos que orienten la acción, desaparece también la necesidad de estrategia.
El anarquismo no fundacional se sitúa como una teoría de la resistencia que, sin entrar en valoración acerca de la posibilidad, o no, de una sociedad desprovista de poder, rehuye sin embargo constituirse a sí mismo como una modalidad de poder opuesta al poder vigente, promoviendo la condición de la ingobernabilidad y de la inservidumbre voluntaria como señas de identidad.
Tras el trazado de una genealogía propia que va Stirner a Landauer, pasando por Nietzsche, y que deja en evidencia la fascinación de ciertas figuras del anarquismo ibérico por corrientes individualistas burguesas, el texto termina cayendo en un callejón sin salida: si en una página sostiene que vivimos bajo un «totalitarismo que clausura (…) la desobediencia», dos páginas después, se verá obligado a afirmar que ese totalitarismo «no ha colonizado todo el espacio de la vida». Cuando tu propia argumentación te despoja de cualquier motivo para comunicarte con el exterior, el aforismo foucoultiano que reza que «todo poder genera formas de resistencias» es lo único que justifica tu dedicación a la teorización política y ese afán desmedido de protagonismo.
Dictamos ahora sus principales tesis: ya no hay explotación y por tanto no existe la clase obrera, el capitalismo es invencible y la revolución no es posible, y aunque lo fuese seria indeseable por ser un proyecto totalitario.
Tragando (y propagando) el cuento neoliberal
Ibáñez asume sin réplica el argumentario diseñado en los think tanks del liberalismo más descarnado. El «fin de la historia» habría llegado de la mano de la desaparición de la lucha de clases, consecuencia necesaria —según sostiene— de la desaparición de la clase trabajadora. Así, sin despeinarse y como buen hijo de su tiempo —el tiempo de la derrota—, equipara la precarización, la sociedad de consumo y bienestar y la reorganización internacional del capitalismo —que desplaza la producción hacia periferias cada vez más explotadas— con la pura y simple eliminación de la clase trabajadora.
No encontramos más fundamentación por su hipótesis de que la financiarización supone la superación de una economía basada en la explotación de la clase trabajadora. Todos los datos indican lo contrario, nunca en la historia hubo una clase trabajadora más numerosa, más extendida por el planeta y más diversa que en la actualidad. La desaparición de la clase obrera que proclama Ibáñez parece deducirse únicamente de su propia falta de contacto con ella.
Pocas afirmaciones resultan más etnocéntricas que la que reza: «lo que no puedo ver desde mi ventana no existe». Pero Ibáñez parece decidido a superarse a sí mismo. Desde la crisis global de 2008, marcada por la incapacidad explícita del capitalismo para recuperar tasas de crecimiento siquiera aceptables dentro de su lógica —y agravada por el colapso climático en curso y la crisis energética— incluso voces antes entusiastas del «capitalismo eterno» reconocen ya el error de haberlo considerado como un sistema de resiliencia infinita, así como la equivocación de dar por muerta la lucha de clases. Nuestro autor, sin embargo, se aferra a ese barco aunque vaya a pique. Como recuerda el refrán: que la linde se acabe no significa nada para quien está empeñado en seguirla.
En esta misma lógica, Ibáñez caracteriza las tres oleadas internacionales de protestas e insurrecciones del último decenio como fenómenos locales, desconectados y esporádicos. Nuestro autor es incapaz de atisbar siquiera que el capitalismo entra en una fase de turbulencias estructurales, que la verdad no te estropee un buen análisis. La magnitud, persistencia y simultaneidad de esas luchas —desde revueltas contra la austeridad hasta movimientos antirracistas, feministas, climáticos y antioligárquicos— quedan así reducidas a mera anécdota.
Si las dos tesis centrales sobre las que se sostiene su argumentación —el fin de la lucha de clases y la imposibilidad de superar el estado actual de cosas— se derrumban con tanta facilidad, podría pensarse que aquí terminarían los problemas. Pero nada más lejos de la realidad. Tenemos el claro ejemplo de militante que paso de ser derrotado a ser un derrotista, para hacer de su derrota principal tarea política. De deprimido a depresor.
Una parodia de la revolución
Ibáñez, lejos de realizar una lectura crítica y materialista de la historia de las luchas revolucionarias protagonizadas por la clase trabajadora, opta por reproducir sin examen la consigna posmoderna del fin de los grandes relatos. Desde ese presupuesto, asume que cualquier proyecto revolucionario es, por naturaleza, totalitario, y que toda tentativa de transformación radical está condenada a degenerar en terror, burocracia y supresión de la libertad. Más que un análisis, lo suyo es una renuncia preventiva a pensar la revolución fuera de la caricatura que el orden dominante y los intelectuales progres necesitan para legitimarse.
Sin embargo, para nosotras —y para toda tradición emancipadora que se toma en serio la capacidad humana de autogobierno— la revolución no tiene nada que ver con ese espantajo construido para desactivarla. La revolución que defendemos no es un ejercicio de ingeniería social teledirigido, sino el punto más alto del desarrollo humano, tanto personal como colectivo: la apropiación consciente de nuestras vidas, de nuestras necesidades y de nuestro futuro. Es la irrupción del pueblo trabajador en el gobierno de lo común, y no una operación de mando vertical.
Si Ibáñez no se refiere a esto —si lo que quiere remarcar es que todo proceso revolucionario implica necesariamente la imposición de un nuevo modelo social sobre quienes ocupan posiciones privilegiadas en este sistema de explotación y violencia estructural— entonces, por supuesto, lleva razón. Toda revolución implica derrotar las resistencias de quienes viven a costa del sufrimiento de la mayoría. Aquí no hay trampa: cuando se derroca un orden injusto, a quienes se les «impone» la alternativa es precisamente a los responsables directos de la miseria y dolor.
La maniobra consiste en ocultar esta asimetría, y es una maniobra realmente perversa. Ibáñez habla de «imposición» en abstracto, sin decir quién la ejerce, a quién se dirige y qué intereses están en juego. En cambio, nuestra idea de revolución es clara: no es la homogeneización del mundo, ni la sustitución de una élite por otra, sino el gobierno de todo por todes. ¿Contra quién? Contra quienes pretenden impedirlo: las clases dominantes y sus cómplices, que defenderán hasta el último minuto un sistema que solo funciona reproduciendo el sufrimiento ajeno.
El abandono de la política de masas en pro de la política personal
La propuesta del anarquismo no fundacional termina reducida inevitablemente, a un repertorio de prácticas de estilo de vida, pequeños gestos de resistencia y, en el mejor de los casos, micro experiencias de autonomía cuidadosamente auto limitadas para evitar —según su propio temor— caer en «espacios de reproducción del poder». Este debate está más que superado —otra vez llega muy tarde—. Desde el histórico vapuleo que Bookchin infligió al anarquismo de estilo de vida, hasta las conclusiones que arrojan décadas de dinámicas de gueto que no solo han demostrado su insignificancia política sino también su carácter profundamente endogámico, accesible únicamente para quienes gozan de mayores privilegios dentro del propio orden capitalista.
No obstante, conviene subrayar algo que a menudo se pasa por alto en estas posiciones centradas en el Yo como único sujeto político. La degeneración del autonomismo operario al autonomismo social, que derivó inexorablemente en las estrategias basadas en la búsqueda de la «autonomía personal», expresan un desinterés patente por el sufrimiento ajeno, una ausencia de solidaridad que no es un accidente, sino una consecuencia lógica de su enfoque. Lejos de constituir un desafío al orden existente, reproducen y profundizan la lógica individualista que sostiene al capitalismo y a todas las formas de opresión. En el mejor de los casos, sustituyen la solidaridad de clase por la empatía cristiana.
Podríamos hablar, sin exagerar, de que la propuesta de Ibáñez supone un anarquismo funcional: funcional para los explotadores y opresores porque renuncia a construir poder colectivo. Funcional para el mantenimiento del statu quo porque sustituye la política de masas por una política terapéutica, un refugio identitario que no altera nada más allá de la conciencia del propio individuo.
El amoralismo es un lujo que no todos se pueden permitir
Cabe preguntarse cómo es la vida de quien no muestra el menor interés en cambiar las cosas. Pero basta formular esa pregunta para ver que no es suficiente. Cabe preguntarse por qué alguien puede dedicar tanto esfuerzo y constancia a impedir que nada cambie, a intentar convencer a los demás de que no vale la pena cambiar nada. Y, aun respondiendo estas dos cuestiones, quedaría por resolver una tercera: ¿qué clase de moral sostiene quien defiende una propuesta así frente a quienes literalmente se juegan la vida en ello, frente a quienes resistir no es una elección estética sino una cuestión de supervivencia?
La falta de solidaridad que atraviesa este libro demuestra que la política de los privilegiados continúa midiendo el mundo exclusivamente con el rasero de sus intereses, y lo hace con plena vitalidad. No ha perdido capacidad para esquivar, negar o minimizar el sufrimiento ajeno.
Mientras chavales de los barrios periféricos llenan las paredes con pintadas que llaman a volver a creer que se puede vencer, que la revolución no solo es posible sino necesaria; mientras la juventud se organiza, estudia, construye alianzas y se enfrenta al sentido común que nos quiere desarmados ante esta realidad insoportable, Ibáñez decide que la tarea más urgente, su tarea política, es proclamar que la revolución no solo es imposible, sino que además es indeseable.
Mientras trabajadores y trabajadoras entran en prisión por defender sus derechos laborales, Ibáñez niega la explotación. Mientras en cada conflicto se producen estallidos espontáneos, asaltos populares masivos, él insiste en recordarnos que todos los sacrificios, toda la entrega, todas las batallas que libramos son inútiles.
Aquí los cavernícolas
La práctica de retirar el «carnet de libertario» a quien no piensa como uno es un clásico en nuestro movimiento. Ibáñez, al menos, tiene la decencia de romper públicamente su propia acreditación de anarquista —«fundacional», en su vocabulario— mientras califica al anarquismo organizado, social y revolucionario de autoritario, retrógrado y cavernícola.
A estas alturas del artículo la respuesta es clara: la revolución social no solo es posible, sino también deseable, porque constituye el único camino para enfrentar un sistema criminal que nos conduce al colapso generalizado. Las contradicciones del capitalismo no se atenúan: se profundizan, se aceleran, se globalizan. Entramos en una fase histórica en la que la vieja disyuntiva «revolución o barbarie» recupera toda su vigencia.
Si para conquistar su propia emancipación la clase trabajadora debe derribar las resistencias de capitalistas y opresores —una necesidad tan evidente como inevitable—, nosotras no tendremos ninguna duda sobre qué hacer, ni sobre en qué lado de la trinchera situarnos. Esa batalla ya está planteada, y exige responder con contundencia a quienes se han convertido en portavoces de la derrota dentro del movimiento libertario y de la izquierda revolucionaria. Ibáñez es hoy uno de los más persistentes de esos voceros.
Miguel Brea, militante de Liza Madrid.








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