El
pasado jueves 8 de mayo, a las 18:07 horas, las miradas del mundo
católico se dirigieron al cielo del Vaticano: la fumata blanca había
emergido de la chimenea de la Capilla Sixtina confirmando la elección
del sucesor del papa Francisco. Pronto se conoció que el elegido era
el cardenal Robert Francis Prevost. El cónclave, uno de los más
concurridos de la historia con 133 cardenales electores, alcanzó el
consenso después de cuatro rondas de votación iniciadas el día
anterior. Tras ser elegido, Prevost, de 69 años, nacido en Chicago,
Illinois, y naturalizado peruano, comunicó a los purpurados el
nombre con el que deseaba ser conocido, y siguiendo el protocolo se
retiró a la llamada “Sala de las Lágrimas” para vestirse con la
sotana blanca y orar en silencio antes de su aparición pública.
Su
nombre como pontífice número 267 de la Iglesia católica: León
XIV, fue anunciado casi una hora después por el cardenal Dominique
Mamberti, quien desde el balcón de la Basílica de San Pedro
pronuncio la famosa fórmula latina Habemus Papam (Tenemos un Papa).
Momentos después, Prevost, miembro de la Orden de San Agustín y con
perfil misionero −en marcado contraste con dos de sus más
inmediatos predecesores: Juan Pablo II y Benedicto XVI, quienes por
más de 30 años gobernaron con puño de hierro a la Iglesia, como si
fuera un feudo−, apareció ante la multitud congregada en la plaza
para dirigir su primer saludo y bendecir “a la ciudad y al mundo”
(bendición urbi et orbi). En ella, la palabra que más veces
pronunció, fue, “paz”.
En
su breve alocución en italiano abogó por una “paz desarmada y
desarmante”, esbozando, así, en términos geopolíticos, su papel
de mediador en un mundo sumido en guerras imperiales, económicas y
fratricidas. Además, rompió el protocolo al optar por hablar en un
español fluido (y no en inglés, su idioma natal), para saludar a su
“querida diócesis de Chiclayo”, una comunidad ubicada a 750
kilómetros al norte de Lima, la capital peruana, de donde emergió
como arzobispo emérito en 2023, cuando el papa Francisco lo nombró
cardenal y lo llamó a Roma para dirigir el Dicasterio para los
Obispos. (Prevost, quien trabajó extensamente en Perú como
misionero en poblaciones marginadas y formación de aspirantes
agustinos, decidió naturalizarse y obtener la nacionalidad peruana
en 2015, para poder ejercer como prelado y cumplir con uno de los
concordatos entre la Santa Sede y el país andino).
Un
día después, en su primera misa en el interior de la Capilla
Sixtina junto a los 132 cardenales que lo eligieron papa, Prevost,
hijo de inmigrantes (de padre franco-italiano y madre española),
lanzó un claro mensaje contra la imagen de Jesucristo como “una
especie de líder carismático o superhombre”, que fue interpretado
por los vaticanólogos como una crítica velada a los cristianos
evangélicos, avisando que quienes reduzcan la imagen de Jesús a esa
mirada, pueden terminar viviendo “en un estado de ateísmo de
hecho”.
Ya
entonces el inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, se había
vanagloriado de “tener” un papa estadunidense, aunque no sin
humor, el Washington Post lo había definido como un pontífice
“yankee latino”. Sin embargo, personajes cercanos al mandatario
republicano no auguran una buena relación entre Trump y Prevost. De
hecho, según The New York Times, Laura Loomer, una activista que
tiene una influencia significativa con Trump, escribió el 8 de mayo
en las redes sociales que el estilo de León XIV sería similar al de
su predecesor, el papa Francisco, a quien describió como
“anti-Trump, anti-MAGA (Make America Great Again), pro fronteras
abiertas y un marxista total”. “Los católicos no tienen nada
bueno que esperar”, agregó Loomer, “solo otra marioneta marxista
en el Vaticano”.
Un
día después, el NYT recordó que invitados al popular podcast War
Room, de Steve Bannon, presentaron a León XIV como una figura
progresista, continuación de su antecesor; una voz en favor de los
migrantes, que a menudo estaba en desacuerdo con Trump. Bannon, uno
de los principales aliados del jefe de la Oficina Oval, dijo a la BBC
que la selección era “sorprendente” y añadió que
“definitivamente iba a haber fricción” entre el nuevo papa y el
magnate Trump. Pocos predijeron que el cardenal Prevost sería
elegido, pero Bannon estaba tal vez menos sorprendido de lo que dejó
entrever.
De
la adversión al marxismo a una Iglesia preconciliar
El
10 de mayo, el papa Robert Francis Prevost explicó ante el Colegio
Cardenalicio en el Vaticano, por qué decidió cambiar su nombre de
bautismo por el de León XIV, siguiendo una tradición que data de
hace unos mil 500 años: porque en su encíclica Rerum Novarum, el
papa León XIII abordó la cuestión social de la Iglesia en el
contexto de la primera gran revolución industrial, y en nuestros
días, en el marco de otra revolución tecnológica, los avances en
el campo de la inteligencia artificial (IA) plantean nuevos desafíos
para la defensa de la dignidad humana, la justicia y el trabajo.
León
XIII (1878/1903) promulgó la Rerum novarum (De las cosas nuevas) en
1891, pero cuyos orígenes hay que ubicarlos a principios del siglo
XIX, el Siglo de las Luces, la Ilustración. La Revolución Francesa
de 1789 cimbró el poder de la Iglesia como no había sucedido desde
la Reforma protestante del siglo XVI, y junto a la revolución
industrial, entre otros efectos llevaron a una progresiva laicización
de los gobiernos y las instituciones; la secularización, la
descristianización de las sociedades europeas y el surgimiento de
colectividades democráticas modernas laicas; el desarrollo técnico,
el industrialismo; la irrupción del imperialismo como fase superior
del capitalismo debido a las concentraciones financieras,
industriales y urbanas; la aparición del proletariado y la
pauperización y miseria de las masas trabajadoras explotadas; la
consolidación de un movimiento obrero influenciado por las ideas
anarquistas y socialistas; la conquista del sufragio universal.
La
Rerum novarum fue considerada la primera encíclica social de la
Iglesia católica desde su surgimiento casi dos milenios antes, y se
caracterizó por el rechazo del liberalismo capitalista extremo y el
socialismo ateo; el respeto de la persona humana y una sensibilidad
destacada por el problema obrero. En ella, el papa dejaba patente su
apoyo al derecho de los trabajadores a “formar uniones o
sindicatos”, pero también reafirmaba su apoyo al derecho a la
propiedad privada.
Con
esa encíclica la Iglesia pretendió, entre otras cosas, paralizar la
“descristianización” de las masas trabajadoras, en un período
en el cual la credibilidad de la institución eclesial se veía
disminuida debido a que los sectores populares de la cristiandad −e
incluso del clero−, se inclinaban por las ideas revolucionarias o
pensaban que las soluciones vendrían de las acciones conjuntas de la
Iglesia, el Estado, el patrón y los trabajadores. Frente al
liberalismo capitalista y el socialismo marxista (materialista,
antirreligioso y cuyo motor era la lucha de clases), la nueva
doctrina social cristiana promovía un camino intermedio entre la
pequeña y opulenta casta de poder y las masas desposeídas y sin
derechos, es decir, la colaboración entre las clases sociales, y el
reconocimiento pleno de la propiedad privada porque era un…
“derecho natural”, fuere lo que eso quisiera significar.
Hacia
el segundo decenio del Siglo XX, el sindicalismo católico adoptó
cierta característica de corte corporativista −afín al fascismo
italiano y al falangismo español−, así como la pretensión de
organizar sindicatos obreros y patronales para enlazarlos por medio
de un consejo de conciliación y arbitraje, como planteó Pío XI –el
pontífice admirador del duce Benito Mussolini− en la siguiente
encíclica social Quadragesimo anno (1931), después de condenar una
vez más al socialismo, el comunismo y la lucha de clases. Luego, Pío
XII afirmaría que el corporativismo garantizaba la paz social y
evitaba la presencia de grupos socialistas en las organizaciones
obreras. Influenciados todavía por Pío IX –el conde Giovanni
María Mastai-Ferretti, quien ejerció el cargo durante 32 años,
periodo en el que organizó una “santa cruzada” contra el
comunismo de Marx y Engels−, los jerarcas católicos consideraban a
la democracia como una falacia, dado que según la doctrina de la
Iglesia la soberanía proviene de Dios y no del pueblo.
En
1958 llegaría al pontificado el cardenal y patriarca de Venecia,
Angelo Giuseppe Roncalli, un hombre rechoncho y de buen humor que
adoptó el nombre de Juan XXIII. Elegido como un papa de transición,
imprimió a la Santa Sede un aire renovador para adaptarla a las
condiciones de la sociedad moderna. Su decisión de convocar a un
Concilio Ecuménico en el Vaticano, tenía la pretensión de abrir
puertas y ventanas para que vientos democráticos sanearan el
ambiente de la Iglesia.
Entonces,
como ahora, el mundo estaba cambiando. John F. Kennedy en la Casa
Blanca y Nikita Kruschov desde el Kremlin, hablaban con nuevas
palabras. El 1 de enero de 1959 los barbudos de la Sierra Maestra
habían entrado en La Habana, con Fidel Castro y el Che Guevara a la
cabeza, después de dos años de una dura guerra de guerrillas contra
la dictadura de Fulgencio Batista, testaferro de los monopolios
estadunidenses en la isla. La Revolución Cubana a 90 millas del
imperio vendría a inaugurar un nuevo periodo en las siempre
conflictivas relaciones entre Estados Unidos y América Latina: de la
mano de militares adoctrinados y adiestrados por instructores en la
ideología y las técnicas de la Doctrina de la Seguridad Nacional
made in USA −que definía al “enemigo interno”, por definición
marxista, apátrida y ateo en la jerga castrense de la época de la
guerra fría−, los golpes de Estado convertirían a la región en
un gran campo de concentración. Se iniciaba la larga noche de los
generales, los escuadrones de la muerte, la detención-desaparición
forzada de personas, la tortura científica y el terrorismo de
Estado. Al conjuro del desarrollismo impulsado por la Alianza para el
Progreso (Alpro), Kennedy y la propaganda encubierta de la Agencia
Central de Inteligencia (CIA) generaron una psicosis anticastrista
que permeó, también, el ámbito eclesial: a la consigna de la
izquierda latinoamericana “¡Cuba Sí, Yanquis No!”, la derecha
católica opuso lemas como “Dios, Patria y Familia” y
“¡Cristianismo sí, comunismo no!”
El
eje Wojtyla/Ratzinger y el juicio a Boff
En
ese contexto, el Concilio Vaticano II (1962-1965) y la Conferencia de
Medellín (que reunió a representantes de los obispos
latinoamericanos en esa ciudad colombiana en 1968), abrirían al
clero ligado a las bases cristianas el concepto Iglesia como
comunidad y surgirían nuevas categorías de análisis de la
realidad: dominación, opresión, violencia institucionalizada como
pecado, dependencia, imperialismo del dinero, fuga de capitales,
marginación social, económica y política, neocolonialismo, cambios
estructurales. Y, sobre todo, liberación, como sinónimo de
desarrollo genuino. En México, el obispo Sergio Méndez Arceo –“el
señor de las tempestades”, como le llamaron sectores ultramontanos
en Puebla− expresaría de manera pública su opción por un
“socialismo democrático”.
La
opción preferencial por los pobres –principio central de la
Teología de la Liberación (TdL) enunciado en Medellín–, sería
recogida explícitamente en los documentos del episcopado
latinoamericano en Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). Pero no
sería llevada a la práctica por las jerarquías católicas
mayoritariamente conservadoras. Y pronto, desde el Vaticano, el eje
Wojtyla/Ratzinger se encargaría de “normalizar” a la Iglesia,
dando pie, en palabras de Leonardo Boff, a “la dictadura del clero
sobre toda la comunidad cristiana”. Emergería una Iglesia de
neocristiandad, que en su obsesión por la ortodoxia, “quería
tener la verdad amurallada, incontaminada”, según la definió
entonces el jesuita español José Ignacio González Faus.
En
aquellos días, Hans Küng calificó la reevangelización emprendida
por Juan Pablo II, como “reconquista en el sentido medieval, de la
contrarreforma y de antimodernismo”. Por eso, el papa Wojtyla y su
prefecto de la Fe, Ratzinger, iniciarían una verdadera caza de
brujas contra los teólogos liberacionistas latinoamericanos, como el
cura Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino, Antonio Moser, Segundo Galilea
y un nutrido etcétera, incluido el propio Boff, a quien sentarían
en el banquillo de la exInquisición.
Según
el guardián de la ortodoxia vaticana, la Teología de la Liberación
era “la gran herejía de nuestro tiempo” (1984) porque mezclaba
La Biblia con Marx. Según Ratzinger, el mundo quedaba interpretado a
la luz del esquema de la lucha de clases y la única elección
posible era entre capitalismo y marxismo. Dijo que sus teólogos
hacían una lectura y una interpretación selectiva de La Biblia y,
por tanto, “reduccionista”. Ergo, era “peligrosa” para la fe
cristiana. Sin embargo, en el “Informe Ratzinger” sobre las
desviaciones de la Teología de la Liberación, la cuestión
fundamental: “el pobre enseña la liberación”, que está en la
génesis de esa teología, en su matriz, no aparece. Como dijo Boff
en su defensa, el pobre no puede pasar como un simple “factor” o
“concepto”. “No percibir eso es violentar todo el discurso de
la TdL”. La pobreza no es solamente una situación económica ni es
apenas un desafío moral: “es una experiencia ética, mística y
teológica”.
Ese
7 de septiembre de 1984, Boff había llegado a la Congregación para
la Doctrina y la Fe (el exSanto Oficio), acompañado por los
cardenales Aloisio Lorscheider y Evaristo Arns, ambos brasileños y
franciscanos como él. Y delante de Ratzinger, de manera
premonitoria, dijo: “El destino de la Iglesia ya no está en Roma.
La Iglesia católica europea mira a la tercermundista desde la
ventana de un palacio. Los problemas planteados por la TdL no se
resuelven en el Tercer Mundo sino en el Primer Mundo, donde residen
las principales causas de la explotación y la opresión”. Y
agregó: “El gran miedo que la TdL provoca no proviene del uso de
los métodos de análisis marxista, sino de que pide que la Iglesia
rompa sus vínculos con los opresores”.
Leonardo
Boff no rindió sus armas ante la Congregación. Salió fortalecido.
Exhibió que el “Instructivo” de Ratzinger era anacrónico,
acrítico, esquemático, paternalista y eurocentrista. Elitista,
porque no tomaba en cuenta “el proceso concreto de liberación de
los pobres y oprimidos”. Para la Iglesia romana, dijo, “sólo
existe la violencia de los pobres contra las instituciones”, aunque
sea “natural” justificar la violencia contrarrevolucionaria en El
Salvador.
El
papa Prevost: ¿la cuadratura del círculo?
Después,
tras el deceso de Juan Pablo II y luego de Benedicto XVI, en un
escenario global marcado por la xenofobia, el racismo, la misoginia,
las guerras y el cambio climático −y a últimas fechas signado por
declive de la hegemonía de EU y la irrupción del multipolarismo,
con China y Rusia como actores emergentes−, el papa Francisco
impulsaría pequeñas y tibias reformas. Pero esa es una historia más
conocida.
Ahora,
la elección de Prevost −de quien se dice que ha seguido el
espíritu renovador y dialogante del Concilio Vaticano II y ha estado
cercano al pensamiento de Francisco y a su estilo pastoral−, ha
sido vista como un ejercicio de realismo por parte de una Iglesia,
que, de este modo, reconoce la centralidad de América Latina dentro
de la comunidad católica: de los cinco países con más católicos
del mundo, tres (Brasil, México y Estados Unidos) se encuentran en
el hemisferio occidental. Estas tres naciones concentran a uno de
cada cuatro fieles y suman más católicos que toda Europa junta.
Con
más de 30 años de trabajo en Perú como misionero y obispo, las
crónicas señalan que Prevost compartía con Francisco una mirada
profunda sobre las problemáticas de la región. Además, en 2023,
Bergoglio lo hizo presidente de la Pontificia Comisión para América
Latina y prefecto del Dicasterio para los Obispos, por lo que conoce
tanto al clero latinoamericano como a los cardenales y a la
maquinaria vaticana. Él era el poderoso encargado de evaluar a los
candidatos a prelados, así que todos los purpurados tuvieron que
pasar por su escritorio para cabildear; y se ganó fama de tener
buena mano izquierda, de no abusar de ese enorme poder.
Francisco
lo colocó en la ruta del papado, que llevó finalmente a la decisión
de los cardenales en el cónclave. Se habla de una solución de
compromiso, a la espera de que León XIV, como el papa San León I
hace mil 500 años, restablezca la estabilidad en el Vaticano. Como
se ha repetido en estos días, es el primer papa estadunidense,
primer agustino, primer misionero y primero con pasaporte peruano. En
ese sentido, parece tener razón Gorka Larrabeiti: los cardenales
parecen haber dado con la cuadratura del círculo.
Frente
a los innumerables desafíos internos y externos que hereda: el
trumpismo o neomonroísmo recargado; China como principal potencia
económica emergente; la guerra proxy (o por delegación) en Ucrania;
el genocidio de Israel en Gaza; el Islam; el ascenso de las
ultraderechas y los populismos de todos los pelajes, incluido el
humanista/progresista; las deficitarias y eternamente non sanctas
finanzas vaticanas; el equipo de gobierno en una Curia romana
dividida entre francisquistas, ultraconservadores, moderados y
burócratas palaciegos, más todas las cuestiones sexuales (diaconato
femenino, celibato obligatorio, pederastia, LGTBI), que le exigirán
coraje pastoral, capacidad de diálogo y habilidad diplomática de
cara al atribulado mundo actual, León XIV, considerado un moderado,
ha dejado claro ante el colegio cardenalicio que continuará las
reformas modernizadoras de su predecesor.
En
2024, el cardenal Prevost dijo que “el obispo no debe ser un
principito sentado en su reino”. Apunta, pues, hacia una Iglesia de
salida, al encuentro con la gente de a pie. Y todo indica que es un
firme partidario de uno de los principales legados del papa
Francisco: la sinodalidad, lo que en buen romance significa una
Iglesia más democrática, inclusiva y participativa; más
comunitaria que jerarquizada. Es decir, más horizontal o asamblearia
y cercana a sus fieles. Duro desafío para un Estado anacrónicamente
teocrático, que sigue ostentando como uno de sus ejes principales la
infalibilidad del papa. También ha dado pistas que impulsará un
pontificado solidario con los más necesitados; más cercano a la
gente de las periferias, a los pobres.
A
su vez, a 134 años de la encíclica Rerum novarum, monumento al
pensamiento reaccionario y estamentalista, el portavoz vaticano
Matteo Bruni confirmó que León XIV escogió su nombre “como un
guiño a los trabajadores en la era de la inteligencia artificial”.
Según el Foro Económico Mundial de Davos (el poliburó de una de
las fracciones plutocráticas del sistema capitalista), estaríamos
transitando por la cuarta revolución industrial, caracterizada por
la convergencia de la inteligencia artificial, la robótica, la
biotecnología, el internet de las cosas y de los cuerpos, el
transhumanismo, la turbodigitalización forzada (digital-only) y
otras tecnologías disruptivas.
Desde
el pontificado de Francisco, el Vaticano viene advirtiendo que esta
nueva era plantea cambios sociológicos y antropológicos tan
profundos como los de la revolución industrial original. Lo que
implica ciertos desafíos éticos a la Iglesia ante la
automatización, la biotecnología, la vigilancia digital, las
llamadas redes sociales (predominantemente instrumentos de guerra
psicológica y manipulación con líneas directa a los servicios de
inteligencia) y las plataformas digitales (del oligopolio de Silicon
Valley de contratistas del aparato militar de EU), y las perspectivas
futuras de este papado en la construcción, según han dicho fuentes
afines a la Curia romana, de un “humanismo algorítmico” y una
“algor- ética” globales al “servicio de la dignidad humana”
(ergo, una suerte de compadrazgo con Bill Gates, Microsoft, Cisco,
IBM y Silicon Valley).
Finalmente,
habrá que ver, en lo social –en relación con los pobres, los
inmigrantes, los refugiados y los oprimidos víctimas de la violencia
consustancial al actual sistema de dominación–, si la experiencia
de Prevost en las periferias pobres del Perú, lo alejan del
esquematismo y el paternalismo eurocentrista que predomina en la
burocracia vaticana, como advertían hace ya cuatro décadas Leonardo
Boff y el propio padre de la TdL, el estigmatizado cura peruano
Gustavo Gutiérrez, quien por aquellos días escribió Beber en su
propio pozo, un libro que contiene casi 400 referencias bíblicas de
personajes tales como San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila,
Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y el papa Juan Pablo II, y
donde desarrollaba el tema del lugar que ocupó la espiritualidad en
su primigenia obra Teología de Liberación. Como una ironía
ocasional, su obra no tenía una sola frase de Marx y estaba dedicado
a dos obispos.
En
sectores vinculados con el clero liberacionista y las comunidades
eclesiales de base, tranquiliza, en parte, saber que Steve Bannon, el
gurú del movimiento MAGA, lo considerara uno de los peores
candidatos al papado. Cobra relieve, asimismo, la síntesis en clave
geopolítica de Enric Juliana al conocerse el nombramiento de
Prevost: “Roma responde al Imperio”: un papa estadunidense pero
no wasp, sino migrante, de origen criollo, con pasaporte peruano,
que, encima, pudiendo hablar al mundo en inglés, elige el español.
Y para más inri, como apuntó Larrabeiti, ya ha discutido en redes
con el ultrarreaccionario vicepresidente J.D. Vance, y no se presenta
precisamente con pedigree trumpiano sino más bien todo lo contrario:
mientras Trump insiste en construir muros antimigrantes, León XIV
habla de tender puentes. En todo caso, por su edad, hablar de un papa
antiTrump entraña un error: su pontificado cubriría, si Dios
quiere, dos, tres, cuatro, tal vez cinco presidencias de Estados
Unidos. Es decir, apunta a un papado de largo recorrido, llamado a
consolidar la herencia de Francisco con sello propio.
Como
colofón, cabe consignar que el 18 de mayo, mientras seguía en vivo
y en directo urbi et orbi el genocidio de Israel contra palestinos en
Gaza, tras recibir los símbolos de la autoridad papal: el anillo del
Pescador y el palio (una cinta de lana con cruces bordadas), León
XIV tomó oficialmente posesión de su cargo en la Basílica de San
Pedro. Ese antiguo ritual marcó el inicio oficial del pontificado
267 de la Iglesia católica.
Signo
de los tiempos, durante la ceremonia de su entronización, el papa
Prevost estuvo acompañado por los representantes de EU, el
vicepresidente James David Vance y el secretario de Estado, Marco
Rubio. Además de los dos estadunidenses, en la primera fila de
invitados también estuvo la presidenta de Perú, la golpista Dina
Boluarte, debido a la doble nacionalidad del sumo pontífice. Además,
asistieron al acto la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von
der Leyen; la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, y el líder
del régimen de Kiev, Vladímir Zelenski. Lo que sin duda confirma
que los caminos del Señor son… inescrutables.