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Franco murió, pero no el franquismo. Cincuenta años de una Transición orquestada por el fascismo español

Por: Todo Por Hacer

El régimen franquista fue el proyecto de la burguesía nacional apoyada por el capitalismo internacional que, en distintas fases, protegió sus intereses económicos consolidando una dictadura en torno a la figura de Franco como garante de ese orden sangriento. La muerte de Franco marcaba el punto de inflexión de un proceso ya iniciado años atrás. Se estaba pactando una clausura idílica del Franquismo desde, al menos, el año 1968, escondiendo posteriormente un proceso complejo de continuidad reformada. Mismos perros, pero también mismos collares.

Bajo el relato oficial, presentado como una proeza de consenso y moderación democrática, se ocultó una gran lógica política de fondo: la necesidad de las élites económicas, políticas y militares consolidadas tras 1939 de reorganizar su hegemonía ante un contexto internacional y social que hacía inviable la continuidad de una dictadura que había cumplido ya su papel como garante de sus privilegios. El fascismo español había hecho ya su función, pero ni se bajaría el telón, ni se marcharía de la escena, se le otorgaba un papel protagonista como consolidante y fuerza de choque hasta la actualidad.

Si podemos encontrar una cuestión común a lo largo del siglo XX español, desde la monarquía de Alfonso XIII, la dictadura de Miguel Primo de Rivera, la Segunda República española, el Franquismo, y el régimen monárquico actual; es el poder económico detentado en manos de prácticamente las mismas familias y fuerzas vivas del capitalismo patrio. La Transición española debe entenderse no como una ruptura, sino como una recomposición del poder, donde buena parte de las élites franquistas y los intereses económicos dominantes conservaron posiciones clave remodelando el sistema institucional.

Cuarenta años de Franquismo, el fascismo marca España

El régimen franquista nacía directamente del poder otorgado por el golpe militar de julio de 1936, y ampliado a todo el territorio mediante una guerra de exterminio contra la clase trabajadora y las fuerzas populares. Fue, desde el inicio, un proyecto con un objetivo antirrevolucionario al servicio de las élites económicas y militares de la España oligárquica, adelantándose al potencial de triunfo si el movimiento obrero organizado hubiese pasado a la ofensiva total de construir un poder popular de clase. No fue una tragedia histórica, sino la apuesta consciente y planificada de terratenientes, grandes industriales, jerarquía eclesiástica y mandos del ejército para aplastar una posible victoria de las fuerzas populares revolucionarias, que ponían en contundente riesgo la estructura de poder construida durante siglos. El golpe militar no fue contra el gobierno republicano, sino que la violencia se dirigía hacia la clase obrera, y ese es el primer punto que debemos tener claro en una visión revolucionaria. No existían dos Españas, sino dos clases sociales antagónicas, la dominante, y la explotada.

El proyecto previo de la burguesía española fue construir un gobierno político republicano y socialdemócrata como apagafuegos al crecimiento del movimiento obrero. Ese republicanismo interclasista habría sido el particular terreno de preparación y desarrollo del fascismo español. La victoria franquista en 1939 reeditaba un Estado autoritario, militarizado y de terror psicológico, y físico, basado en la represión sistemática, la censura, el control social y la destrucción de cualquier forma de organización obrera. El aparato estatal —desde la Iglesia Católica a la Guardia Civil, desde el Movimiento Nacional a los tribunales militares— funcionó como un engranaje perfectamente coordinado para garantizar la restauración brutal del orden capitalista más reaccionario tras la revolución social del pueblo.

En la primera fase el Franquismo extendió el exterminio de decenas de miles de integrantes de la clase trabajadora, y su proyecto estaba alineado férreamente con el fascismo italiano y el nazismo alemán; que tomaron la iniciativa de ofensiva hasta 1943 en el conflicto mundial. Durante los años cuarenta el régimen fue virando para distanciarse de la Alemania nazi, y sobrevivir al nuevo reordenamiento global de las potencias vencedoras. El Franquismo fue tolerado, y tomado como baluarte político en Europa contra el marxismo, y así evitar concesiones sociales y políticas que, el capitalismo imperialista tuvo que hacer mientras desarrollaba las nuevas estrategias de aplastamiento de los movimientos obreros nacidos de la lucha en el conflicto mundial contra los fascismos.

Esos años cuarenta y los primeros cincuenta, estuvieron marcados por el modelo económico autárquico que impuso el Franquismo y, que proyectaba a los grupos empresariales afines al régimen, hundiendo al país en el hambre y la miseria mientras consolidaba un capitalismo oligárquico protegido por el Estado. La represión de posguerra, con cientos de miles de encarcelados, deportados, fusilados y depurados, no fue un «exceso», sino el pilar sobre el que se edificó la estabilidad del régimen y, en cierta medida, el retorno a las estructuras políticas normalizadas por el capitalismo. La clase trabajadora quedó sometida a un sindicalismo vertical obligatorio, diseñado para neutralizar cualquier capacidad de conflicto y asegurarse la subordinación al régimen.

La Guerra Fría permitió a la dictadura un lavado internacional: el anticomunismo se había convertido en el salvoconducto. Estados Unidos y las potencias occidentales integraron a España como pieza funcional del bloque capitalista, abriendo la puerta a la tecnocracia, al desarrollismo y a una «modernización» controlada que jamás cuestionó las bases del poder. El Plan de Estabilización de 1959 coincidía con la visita del presidente estadounidense Eisenhower, y el crecimiento económico de los años 60 no fue en absoluto un despegue neutral: consolidaron a nuevas facciones de la burguesía, reforzaron desigualdades y utilizaron la emigración masiva a Europa como válvula de escape social. La represión se volvió más selectiva, pero no menos efectiva.

A lo largo de esas cuatro décadas, el Franquismo mutó, pero no cambió jamás su naturaleza: fue siempre un régimen militarista y ultracatólico, que defendía los intereses de clase burgueses y aseguraba la continuidad de la explotación económica y política de las élites empresariales. Las luchas obreras, estudiantiles y vecinales que surgieron, fueron respondidas con una violencia perfectamente calculada parta no permitir erosionar su legitimidad. Las leyes represivas, el Tribunal de Orden Público, la Guardia Civil y la Brigada Político-Social de la policía, actuaban como aparato principal del control y el castigo.

La Transición: un pacto de silencio y reforma de la oligarquía desde arriba

Muy lejos de suponer ninguna ruptura impulsada desde la base, la Transición fue el resultado de un pacto de la élite oligárquica española. Una parte de la vieja guardia franquista entendió que sostener el régimen tal cual era se hacía incompatible con su integración en los mercados europeos y con el control de una clase trabajadora altamente movilizada desde 1968. Por eso, optaron por dirigir ellos mismos la evolución del régimen. Debían preservarse las estructuras del aparato estatal nacido de 1939, se mantendría intacta la jerarquía judicial y policial; además de garantizarse la continuidad monárquica designada por Franco en quien sería coronado como Juan Carlos I. No se desmontaba el armazón autoritario que se heredaba, solo se le otorgaba un cambio de look, para adaptarlo a las normativas represivas y de control social constituidas por las democracias imperialistas occidentales.

El movimiento estudiantil eclosionado en 1968, se había aliado con las demandas de la clase trabajadora, y funcionaba como catalizador de un cuestionamiento profundo al régimen franquista. Las asambleas y huelgas universitarias se solidarizaban con las luchas obreras. Mientras tanto se intensifica la preocupación por la insurgencia política y armada representada por organizaciones como ETA, FRAP, y más tarde MIL que, si bien no representan una amenaza real al poder estatal, sí que son un desafío simbólico a su capacidad de control total. Se abren grietas en la narrativa legitimadora del Franquismo, lo cual conduce a un repunte en la represión y a su sofisticación; comenzando a idear un plan de reformas pactadas desde arriba.

La muerte de Carrero Blanco en diciembre de 1973 fue el golpe simbólico al régimen franquista que se necesitaba para poner en marcha toda la Transición que ya se venía fraguando desde el inicio de esa década. A los sectores más reacios a la reforma pactada desde arriba había que domesticarlos, no se destruiría su estructura, solo se liquidaba el plan de un franquismo sin Franco pero con franquistas puros. Las élites económicas y políticas asumen una recomposición en el bloque de poder, y se arma una transición que neutralice al movimiento de clase trabajadora. Las luchas obreras estaban viviendo un crecimiento explosivo, decenas de miles de trabajadores desbordan el sindicalismo vertical, y se genera un potencial contrapoder social de coordinadoras y comisiones, huelgas y asambleas masivas en barrios obreros. Por lo que esa Transición debía abordar como objetivo principal la desactivación de ese sujeto político que estaba construyendo al margen de los canales del régimen.

En este contexto, el papel internacional también pesa mucho; y los Estados Unidos, a través de la CIA, busca garantizar un aliado estable en la OTAN y fiel a los intereses imperialistas. De ahí la operación de «reciclaje» del socialismo parlamentario en el Congreso de Suresnes (1974), desde el que emerge un PSOE rejuvenecido, moderado y funcional al nuevo proyecto. El PSOE, a través de Felipe González, es seleccionado como el actor ideal para ofrecer una salida controlada, capaz de seducir a sectores jóvenes y urbanos sin poner en riesgo la estructura económica del franquismo sociológico. De esta manera se evitaba una escalada como la Revolución de los Claveles portuguesa, donde se tuvo que actuar de manera más decisiva para evitar una ruptura que desestabilizara los intereses capitalistas.

Los aparatos franquistas no se depuraron, y la represión seguiría activa, siendo asesinados en ese periodo centenares de trabajadores. En 1975, cuando Franco murió, el franquismo no estaba agonizando, tan solo cumplió su funcional ciclo histórico. La dictadura que nació como proyecto antirrevolucionario, dejaba tras de sí una matriz que se ha mantenido intacta hasta la actualidad, porque Franco murió, pero no el Franquismo.

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Cristina Farré: “Es evidente que la Transición fue una operación cosmética”

Por: Guillem Pujol

Esta entrevista con Cristina Farré se publicó originalmente en Catalunya Plural. Puedes leerla en catalán aquí.

Quedamos en una cafetería del centro de la ciudad condal. Es una tarde agradable, templada. Cristina Farré llega con paso decidido. Tiene una energía que descoloca: habla rápido, con intensidad, con esa clase de convicción que solo se ha visto en personas que realmente se han jugado la piel. Su libro, Ho vam donar tot (editado por Manifest Llibres), se ha convertido en un pequeño fenómeno: no solo rescata la memoria del Partido Comunista Internacionalista (PCI), sino que recuerda qué significaba realmente luchar contra el franquismo cuando la lucha comportaba prisión, tortura, exilio o muerte. Es un libro escrito con el pulso de quien sabe que decir la verdad tiene un precio —y que, aun así, hay que pagarlo.

Ella fue quien, en plena agitación estudiantil de 1969, lanzó el busto de Franco por una ventana de la Universidad de Barcelona. La acción tuvo un enorme eco político, pero nunca se supo quién había sido la autora. Ahora, medio siglo después, lo explica con la naturalidad de quien ya no le debe nada a nadie. Es solo un fragmento de una vida marcada por la lucha antifranquista, la clandestinidad, la prisión, el exilio en Argelia, Colombia y Cuba, y el regreso a una Barcelona posolímpica que la hizo sentirse extraña en su propia tierra. Fundó la asociación ELNA, dedicada a la educación emocional y al empoderamiento de jóvenes y familias, convencida de que solo cambiando la manera de relacionarnos podemos cambiar algo más profundo.

Cuando terminamos la entrevista, la acompaño hasta Via Laietana, delante del edificio de la policía. Cada mes, un martes, allí se reúnen asociaciones que reivindican memoria y reparación para las víctimas de la tortura franquista. Hoy, ella será la encargada del parlamento. Experiencia vital no le falta. Tiene claro lo importante de estos actos porque, como dice, «no se puede perder la memoria porque, si se pierde, se pierde todo».

Escribes que el libro está dedicado a quienes dejaron la vida en el camino revolucionario y a las nuevas generaciones que no lo vivieron, pero deben saberlo. Pero las encuestas dicen que los jóvenes actuales son más de derechas que nunca. ¿Qué esperanza tienes en las nuevas generaciones?

Hay un giro a la derecha global, no solo entre los jóvenes. Es un fenómeno mundial. Pero también hay mucha más gente joven implicada de lo que parece. Hay una parte de la juventud que vive en el espejismo de la opulencia, pero es una ilusión. Y, aun así, si comparas con otros lugares del mundo, somos unos privilegiados. El problema es que eso no llena a nadie. No tenemos pisos, no tenemos expectativas, y no hay una militancia como la de antes. Nosotros nos dejábamos la piel, literalmente. Trabajábamos en la fábrica, después hacíamos reuniones, sabíamos que podían detenernos o matarnos, pero íbamos. Ahora eso no se puede repetir. Hay que pensar la militancia de otra manera.

Ese desencanto general quizá tiene que ver con la sensación de que ya no se puede cambiar nada. Para ti, ¿qué significa «cambiar el mundo» hoy?

El mundo está mucho peor que cuando yo militaba. En aquel momento había un contexto internacional: revoluciones por todas partes, esperanzas compartidas. Sabíamos que era posible. Después, desde los centros de inteligencia y el capitalismo mundial —sobre todo los Estados Unidos—, lo orquestaron todo muy bien: la droga, la represión, las divisiones internas. Y consiguieron desmantelarlo todo.

Pero la llama de querer una humanidad más justa, sin discriminaciones, eso no se apaga nunca. Puede quedar escondida, pero siempre está ahí. Nosotros no triunfamos, pero aún estamos aquí para recordar que hay que seguir picando piedra. Y eso, a muchos jóvenes, les emociona.

También decías que tenemos la barriga llena.

No es exactamente eso. Lo que digo es que no nos hagamos ilusiones: la militancia no será la misma. Hay que adaptar los valores a las circunstancias actuales. Si quieres movilizar a la gente, no puedes limitarte a hacer un cartelito y ya está. Eso no sirve. Hace falta trabajo de base: puerta a puerta, hablar con la gente, convencerla. Si no hacemos eso, no avanzaremos.

¿Qué condiciones han cambiado?

Primero, la esperanza internacional. Nosotros sabíamos que la revolución era posible porque pasaba en todas partes: Vietnam, Cuba, Argelia, el Sáhara… Había un contexto. Después, el capitalismo mundial y los Estados Unidos supieron desactivarlo todo muy bien: represión, infiltraciones, droga, mil estrategias. Aniquilaron movimientos enteros, como las Panteras Negras. La llama continúa, sin embargo. Hay gente que, aunque no diga nada, no soporta las crecientes desigualdades. Y eso siempre puede estallar.

También dices que el mundo es privilegiado pero, al mismo tiempo, no. Sin piso, sin trabajo estable, sin expectativas…

Sí. Somos privilegiados si nos comparamos con África, Asia o América Latina. Pero las condiciones de vida aquí también se han degradado mucho. Aunque se tenga trabajo, es precario. Pero, aun así, no podemos esperar que la militancia sea igual. Antes sabíamos que podían matarnos, torturarnos o encarcelarnos en cualquier momento. Y seguíamos. Eso hoy es impensable.

Quizá también hay un pesimismo general, una sensación de impotencia.

Y tanto. Pero yo siempre respondo lo mismo: no sé si la revolución es posible, pero es absolutamente necesaria. Y esa es la diferencia. La humanidad no puede aguantar indefinidamente esta degradación. La situación es tan insostenible que tiene que estallar. Cada vez hay más desigualdades, y esto no puede durar para siempre.

Cristina Farré
Portada de Ho vam donar tot. MANIFEST LLIBRES

Encaminaste tu militancia hacia el PCE(i), aunque tu familia lo había hecho hacia el Front Nacional de Catalunya. ¿Por qué te decantaste por el comunismo y no por el anarquismo o el catalanismo?

Lo que más me movió fue el internacionalismo. Siempre he pensado que no tiene que haber fronteras, que cada uno debe poder vivir donde quiera. Me siento muy catalana, pero la revolución la habría hecho en cualquier lugar. Además, viví de cerca la cuestión del Sáhara Occidental, y eso me marcó. En aquel momento, el único partido realmente internacionalista era el PCI.

El anarquismo no lo encontré en mi camino, pero hoy día me entendería perfectamente. El otro día, un chico de un colectivo anarquista me abrazó y me dijo que le había gustado mucho el libro. Le dije: «Si me invitáis, voy». Porque ahora lo que me interesa es encontrar acuerdos mínimos con quien quiera destruir este mundo injusto. Estamos hablando de la supervivencia de la humanidad, no de matices.

Pero la crítica al Estado y al capitalismo también forma parte del anarquismo.

Sí, pero no lo encontré. Y ahora, a estas alturas, me da igual. El otro día un chico anarquista me abrazó y me dijo que le gustaría que fuera a una casa okupada a hablar. Y voy a ir. Ahora lo importante es destruir este mundo injusto. El resto son matices.

Volviendo a Cataluña: dices que el fracaso del 1-O fue no entender que una revolución requiere sacrificios.

Es que es evidente. Cuando te embarcas en algo así, sabes que habrá muertos, presos, represión. No puedes fingir que no lo sabías. La burguesía catalana pensaba que se lo regalarían. Y no. Nadie regala nada. Siempre lo digo: no hay ninguna revolución en el mundo que haya triunfado sin pagar un precio.

¿Crees que, si se hubiera ido hasta el final, había posibilidades reales?

Si se hubiera planificado bien, quizá sí. Pero no puedes dejar la dirección en manos de partidos que representan a la burguesía catalana. O la independencia la lideran las clases populares, o será más capitalismo catalán. Y a mí eso no me interesa.

Has sido una pionera también dentro del movimiento feminista, organizando, entre otros hitos, la primera huelga en una prisión de mujeres. ¿Crees que es una de las luchas más fructíferas?

Sí, sin duda. En el PCI teníamos muchas mujeres con responsabilidades. Éramos el único partido que tenía más mujeres que hombres en el Comité Central. Pero eso no quiere decir que no hubiera machismo. También teníamos que luchar contra eso dentro del partido. Ahora sí que ha habido avances: más incorporación de la mujer al trabajo, más concienciación. Pero también veo cosas que me preocupan. Cuando una chica me dice que es normal que su novio le controle el móvil «porque así no tiene nada que esconder», pienso: ¿qué es lo que hemos avanzado, realmente? Llevo cincuenta años luchando contra esto. La extrema derecha ha hecho mucho daño con su discurso antifeminista, y pese a los avances, creo que hemos progresado poco. Poquito, sinceramente.

En el libro también hablas del silencio con tus hijos y de la importancia de la lengua. ¿Qué relación ves entre identidad y lengua?

Para mí, lengua e identidad son inseparables. Hace 15 años que nunca cambio de lengua. Si alguien me habla en castellano y lleva 30 años viviendo aquí, le respondo en catalán y le digo: «Te hablaré despacio, porque alguien tiene que ayudarte». La lengua es cultura, es huella, es memoria.

Esto pasa en todas partes. En Argelia, por ejemplo, los autores que escriben en francés también arrastran esa colonización mental. Pero en el caso catalán hay un problema añadido: la mezcla de población y unas políticas lingüísticas desastrosas. No sé si las próximas generaciones vivirán en catalán. Y es triste, pero así es.

También criticas duramente la Transición…

Es que es evidente que la Transición fue una operación cosmética. Si en 2021 apalean jóvenes en la calle por defender a Pablo Hasél, ¿eso es democracia? Si tenemos a un rey corrupto y a un rapero en prisión, ¿eso es una democracia? Es una democracia heredera del franquismo. Y en Europa tampoco veo democracias auténticas. Pero aquí, menos todavía: las cloacas del Estado son profundas. Un Estado puede funcionar sin cloacas. Pero un Estado autoritario, no.

¿Te costó volver del exilio?

Mucho. Fue lo más duro. Volver a una Barcelona consumista, postolímpica, donde mucha gente que yo conocía se había vendido por un cargo. Yo venía de la clandestinidad y me encontré un país irreconocible. Pero poco a poco me impliqué en movimientos feministas, asociaciones, solidaridad… Todo lo que consideré necesario. Organizativamente, no me he sentido a gusto en ningún sitio. Pero colaboro con todo lo que me parece justo.

Para acabar: ¿qué esperas de este libro?

Lo he escrito por deber, como un tributo a mi generación y a todos los que lucharon. No es un libro de historia, es un relato de vida, de convicciones. He tardado siete años en escribirlo, dudando mucho, intentando no herir a nadie. Y un día lo ves impreso y piensas: «Ya está». Pero es justo lo contrario: es cuando todo empieza.

Me ha sorprendido mucho la respuesta, la cantidad de gente que me escribe, que me llama, que quiere hablar del libro. Incluso les doy unas tarjetas de cerámica con mi contacto. Y me dicen cosas maravillosas. Creo que este libro no tiene caducidad. Es para el presente y para el futuro. Si sirve para que un solo joven piense que el mundo se puede cambiar, ya habrá valido la pena.

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