En memoria de José Ángel Gallegos Gómez, incansable luchador contra la violencia inmobiliaria, entregado en cuerpo y alma a la defensa de los pisoteados derechos de sus víctimas y fustigador implacable del sometimiento de los poderes “soberanos” a los dictados de la mafia financiero-inmobiliaria.
«El mercado inmobiliario de ninguna manera es un mecanismo infalible, o siquiera inteligente, que conduzca bajo la dirección de alguna mano invisible a ciudades perfectas y equilibradas. Más bien, es un lugar de combate en el que se enfrentan sujetos de muy distinta naturaleza y en el que se impone el más fuerte. El resultado se aleja por tanto de esa Arcadia ideal y se aproxima más al terrenal -por no decir infernal- campo de batalla que constituyen las ciudades capitalistas” (Samuel Jaramillo)
Historias de horror
«Una
metonimia del mundo moderno». De esta guisa caracteriza el geógrafo y urbanista
Brett Christophers la turbulenta historia de la urbanización Summer House. Se
trata de un complejo de apartamentos de alquiler «bastante anodino»
de la isla de Alameda, ubicada en la paradisíaca bahía de San Francisco, cuyas
vicisitudes recientes Christophers califica como una historia “de pesadilla”.
El viacrucis de los infortunados inquilinos comenzó
a mediados de los años 90, cuando el complejo fue adquirido por Fifteen Group,
un fondo de gestión de activos reales -más conocidos como fondos “oportunistas”
o “buitres”- de tamaño medio de Florida. Tras diez años de abandono y de quejas
continuas -descritas por un periódico local como «historias de terror:
problemas de fontanería y bajantes, averías eléctricas, techos con goteras,
etc.»-, en 2004 los inquilinos recibieron el temido burofax, en el que se
les comunicaba taxativamente la no renovación de todos los contratos. La
coartada utilizada por el fondo forma parte del modus operandi al uso en tales procesos: la presunta
necesidad de proceder a la renovación urgente e integral de las propiedades,
cuyo deterioro se había provocado intencionadamente.
Sin
embargo, los nuevos residentes tampoco hallaron la paz y el sosiego en sus
flamantes residencias. Tras dos nuevos cambios de propiedad en los convulsos
años posteriores a la crisis financiera de 2008, en 2017, otro fondo
oportunista llamado Kennedy Wilson decide deshacerse definitivamente del
complejo, no sin antes recibir un “modesto” rendimiento del 700%. En el
ínterin, los alquileres llegaron incluso a triplicarse y continuaron asimismo
las amargas quejas de los residentes por la falta de mantenimiento y la dejadez
de funciones por parte del administrador de las fincas.
Un
halo de misterio rodeó, como explica Christophers, la lucrativa transacción:
“En
el artículo que informaba del acuerdo de 2017 en el San Francisco Business Times había una linea sorprendente:
‘Kennedy Wilson se negó a revelar la identidad del comprador’”.
Con
el tiempo se supo quienes eran los nuevos propietarios: el Blackstone Group,
con sede en Nueva York, el mayor fondo buitre del mundo. Pero no fue porque Blackstone revelase la información:
Blackstone nunca ha dicho públicamente que sea el propietario; Summer House
está gestionada por otra empresa.
Sea
como sea, en los años transcurridos desde que Blackstone asumió la propiedad,
las quejas y el descontento de los sufridos inquilinos por el abandono de las
fincas y el absentismo de la propiedad no han aminorado y los alquileres han
seguido aumentando.
¿Cuáles
son los rasgos específicos de esta historia aparentemente local, que justifican
la designación de este caso concreto como un símbolo global de la “violencia
inmobiliaria”? La rotunda respuesta de Christophers no deja lugar a dudas: “es
necesario que nos fijemos especialmente en un tipo particular de propiedad, la quintaesencia de la
modernidad tardía, la propiedad del capitalismo financiero”.
A
más de 9.000 kilómetros de distancia de Summer House, en el barrio de San
Cristóbal de los Ángeles, situado en la periferia sur de Madrid -una de las
zonas más duramente golpeadas por la debacle inmobiliaria de 2008- vive María
Eugenia Ortega. Su infausta historia representa sin duda también
otra «metonimia del mundo moderno”.
Ortega,
trabajadora de la Comunidad de Madrid en ayuda a domicilio de personas mayores,
creyó ver por fin la conclusión de su calvario inmobiliario en el año 2013. Su
alborozo se debía a la ansiada firma de la dación en pago -entrega de la
vivienda al banco a cambio de la extinción de la deuda- y de un alquiler social
de su vivienda con el Banco de Sabadell. Terminaban así cinco años de pesadilla
judicial y personal, tras el impago de su hipoteca debido a la subida
inasumible de los tipos de interés previa al crack de 2008. Sin embargo, la
aparente solución resultó ser un efímero espejismo y su ilusión de estabilidad
acabó saltando de nuevo por los aires. Poco antes de finalizar el contrato de alquiler
social en 2019, Ortega sufrió un nuevo sobresalto:
“En
2019 me llamó mi trabajadora social y me comunicó que ya no podía ayudarme más
porque acababan de vender el piso del banco a un fondo, por lo que con mucha
probabilidad me obligarían a abandonarlo”.
En
la operación mencionada, el Banco de
Sabadell vendió al fondo de capital-riesgo -otro eufemismo para camuflar su
catadura real- Cerberus 61.000 activos inmobiliarios «tóxicos» por
unos 3.900 millones de euros: una auténtica ganga. Uno de esos activos
-conocidos como “pisos con bicho”, en el expresivo argot del sector- era la
vivienda en la que residía Ortega, por lo que solo era cuestión de tiempo que
recibiera el “maldito” burofax, comunicándole la no renovación de su contrato.
Las consecuencias de verse abruptamente abocada a la “exclusión residencial”
fueron devastadoras: “Llevo mucho tiempo sufriendo ansiedad, tengo el azúcar
muy alterado, padezco insomnio y estoy en un constante estado depresivo porque
me veo sola con una hija a la que mantener y la incertidumbre de no saber
cuándo me van a desahuciar”. Ante la imposibilidad de acceder a un alquiler
asequible, dado el nivel prohibitivo del mercado, Ortega considera que la única
salida que le queda es la okupación, camino que han tomado también muchos
vecinos del barrio en su misma situación.
Las
acerbas situaciones descritas, espigadas entre una miríada de casos semejantes,
ejemplifican la creciente violencia ejercida por los mecanismos depredadores de
los poderes capitalistas contra las condiciones básicas de subsistencia de las
clases trabajadoras, entre las que el acceso a una vivienda digna ocupa un
lugar preeminente.
“Están
dispuestos a destruir las vidas de la gente”. La contundente sentencia,
recogida asimismo por Christophers, está extraída de la declaración de la
experta en planificación urbana Elora Lee Raymond ante un comité del Congreso
de Estados Unidos que investigaba las prácticas desarrolladas por los
arrendadores corporativos, controlados por gestores de activos como Cerberus o
Blackstone. A la luz de los ejemplos mencionados, únicamente dos botones de
muestra del modus operandi
de tan “honorables” instituciones, no parece en absoluto una afirmación
exagerada.
El
escenario de pesadilla en el que se ha convertido la obtención de un bien
esencial para el adecuado funcionamiento de los mecanismos básicos de la
reproducción social -cobijo, crianza, educación, salud, arraigo, etc.- refleja
asimismo de forma cruda la creciente fractura abierta en nuestras sociedades
presuntamente “desarrolladas”: mientras que para los más la vivienda constituye
una pesada carga y una obsesión continua, para los que gozan de “estabilidad
residencial” supone el fundamento de su seguridad vital y de su bienestar
socioeconómico. El economista marxista y experto en urbanismo Samuel Jaramillo describe el sector inmobiliario
moderno como «un campo de batalla», propicio a todo tipo de abusos,
dada la enorme asimetría de poder existente en las relaciones que se establecen
entre los grupos sociales en pugna.
El
urbanista Peter Marcuse y el sociólogo David Madden, autores del texto “En defensa de la
vivienda”, recurren al concepto psiquiátrico de “seguridad ontológica” para
describir el sufrimiento que la violencia inmobiliaria provoca en sus víctimas:
“Hoy
en día, muchas personas sienten ansiedad por su vivienda. Pero para los más
pobres, la precariedad residencial resulta profundamente desestabilizadora. Una
de las maneras en que los investigadores de la vivienda comprenden la
traumática experiencia es a través del concepto de ‘inseguridad ontológica’. La
seguridad ontológica es la sensación de que la estabilidad de nuestro pequeño
mundo puede darse por sentada”.
El
dato clave que agudiza, en palabras de la socióloga Melinda Cooper, la crisis
de “asequibilidad residencial” en el Occidente privilegiado, “es la creciente
divergencia entre los salarios y el valor de los activos, en particular de los
precios de la propiedad inmobiliaria”. La brecha abierta entre los magros
ingresos salariales y el coste de la vivienda -muy destacadamente, tras la
debacle de 2008, el ascenso vertiginoso del precio del alquiler- propulsa la
desigualdad social y agranda el abismo entre los situados en las dos trincheras
del “campo de batalla” inmobiliario, generando lo que Cooper denomina una “nueva división de clase”.
Y
la fractura no deja de agrandarse: los precios de adquisición y de
arrendamiento se sitúan actualmente en máximos históricos -incluso superiores a
los valores ya estratosféricos alcanzados en la burbuja inmobiliaria que
explotó en 2008- y el esfuerzo requerido para pagar el alquiler representa nada
menos que la mitad del sueldo medio en España. Por no mencionar la odisea que
supone la obtención de un techo para las generaciones más jóvenes, cuya edad
media de emancipación supera holgadamente los treinta años.
Empero,
en este punto es menester hacer una advertencia importante, en aras de situar
correctamente la auténtica profundidad de la penetración en el tejido social de
la brecha inmobiliaria: el hecho de que los desalmados fondos buitres, como
Blackstone y Cerberus, representen la “quintaesencia del capitalismo financiero”
y que sus despiadadas prácticas conlleven una auténtica pesadilla para sus
víctimas no significa que el “casero de los viejos tiempos” -la abrumadora
mayoría de los arrendadores- no aplique la misma lógica de maximización de la
extracción de rentas. Como explica irónicamente Christophers, si bien existen
obvias e importantes diferencias entre ambos tipos de propiedad, el objetivo de
la “búsqueda del valor de cambio” es plenamente compartido:
“De
hecho, y pese a toda la mitología amable y difusa encarnada por el bonachón y
canoso casero de los viejos tiempos, no existe ninguna razón convincente a priori para suponer que dicho
propietario esté menos centrado en la maximización de las ganancias que un
gestor de activos como Blackstone. Si ser un propietario financiarizado
realmente implica observar la lógica financiera y la búsqueda del valor de
cambio, ¿qué propietario que no tenga carácter filantrópico, sea una obra de
caridad o una entidad estatal, no está financiarizado?”
El
propio Jaramillo describe al “canoso casero” como un “protoespeculador”,
diferenciándolo del capitalista arrendador profesional, pero resaltando también
el objetivo común:
“Actualmente
se extiende el alcance de esta protoespeculación, porque si bien hoy en día la
práctica de comprar terrenos de forma fragmentada por parte de pequeños
adquirientes es algo que declina, en cambio, la compra de inmuebles destinados
al alquiler, con esta lógica de agente mercantil, es algo que se expande”.
El
activista y experto en el sector inmobiliario Salva Torres proporciona un dato abrumador acerca
del progresivo ensanchamiento de esa sima social abierta entre el crecimiento
desorbitado de las rentas de alquiler recibidas por los “canosos rentistas” -la
edad media del arrendador en España es de 59 años- y los magros aumentos
salariales:
“Los
ingresos de unos tres millones de caseros, empresas aparte, que declaran por
alquilar inmuebles, han aumentado un 95% desde 2008, mientras que los salarios
lo han hecho un 39%. Además perciben
desgravaciones fiscales escandalosas sobre viviendas que muchas habían sido de
protección oficial, financiadas con el dinero de todos”.
Como
apunta el también activista y
experto en el sector Pablo Carmona, autor del texto «La democracia de
propietarios», el viacrucis en el que se ha convertido el acceso a la
vivienda para las clases populares estaría apuntando, de tapadillo, a una
emergente contradicción social:
“Por
la puerta de atrás, se está apuntando a una contradicción central del sistema
social, que enfrenta a propietarios que alquilan a precios de mercado para
mantener cierto estatus social, y a unos inquilinos que recurrentemente —por
problemas de paro, temporalidad y precariedad en el empleo— pueden caer en el
impago”.
El
sombrío panorama someramente esbozado suscita acuciantes interrogantes, de cuya
tentativa de respuesta dependerá la formulación de estrategias encaminadas a
potenciar las luchas sociales en el “lugar de combate” en el que se ha
convertido la selva inmobiliaria.
¿Cómo
se relacionan los procesos descritos de “desposesión” de las mayorías sociales
con la evolución degenerativa de la organización social regida por las “heladas
aguas del interés egoísta” en las últimas décadas? ¿Cuáles son las conexiones
con otros ámbitos de nuestra acerba realidad, como los servicios básicos que
sostienen la reproducción social, las precarizadas condiciones laborales o el
ecocidio rampante, que también reciben el embate redoblado de la voracidad
capitalista? El punto de partida para tratar de arrojar algo de luz sobre tan
neurálgicos asuntos debería tomar pie en el análisis del trasfondo estructural
del decurso declinante del reino del dinero y la mercancía, que es el principal
causante de su redoblada agresividad: ¿existe algún mecanismo interno en el
engranaje de la acumulación de capital que provoque la acelerada e inexorable
degradación de la organización social sometida a su férula?
La célula tumoral
“El
crédito, que es un ingreso consumido antes de haberse generado, puede posponer
el momento en el que el capitalismo alcance sus límites sistémicos, pero no
puede abolirlo. Incluso el mejor de los encarnizamientos terapéuticos debe
concluir algún día”
Anselm
Jappe
Las
arduas cuestiones planteadas suscitan, entre las fuerzas políticosociales con
vocación transformadora, principalmente dos interpretaciones. En el primer
caso, el acento se situaría en las infaustas consecuencias del vuelco social y
político provocado por la irrupción del neoliberalismo hace medio siglo y en
los efectos deletéreos que la hegemonía del capital financiero, rentista y
especulativo tiene sobre la demediada economía productiva, el nivel de vida de
las poblaciones y los derechos básicos de las mayorías sociales.
La
aplicación del “encarnizamiento terapéutico” de las políticas neoliberales,
tras el golpe de mano perpetrado por la Dama de Hierro y su homólogo
estadounidense, un mediocre exactor de Hollywood, a principios de los años
ochenta, ha conllevado el despojo de los mecanismos redistributivos que
caracterizaron al Estado del Bienestar fordista y la progresiva liquidación de
las precarias conquistas arrancadas por la clase obrera en las décadas previas.
Las privatizaciones masivas de servicios públicos y la desregulación acelerada
de los mercados de capitales a cargo de los mamporreros del capital
transnacional -FMI, BM y OMC- han desembocado en unos niveles galopantes de
desigualdad social, propulsados por el desmantelamiento acelerado de los
soportes que amortiguaban los quebrantos causados por el inhóspito dominio de
las fuerzas del libre mercado. Según este relato, la liberalización del mercado
inmobiliario y del sector financiero, causante de la desaforada inflación de
los precios de la vivienda y del inflado de gigantescas burbujas, sería
consecuencia de decisiones políticas favorecedoras del dominio de las élites
plutocráticas, capitaneadas por el capital transnacional radicado en Wall
Street -el 1 frente al 99%-. El colapso estrepitoso de la izquierda
socialdemócrata y de la excomunista, rendidas con armas y bagajes a los poderes
fácticos del gran capital; la práctica desaparición de las organizaciones
políticas y sindicales del movimiento obrero tradicional; y el ascenso
vertiginoso de la extrema derecha y de la hidra del fascismo social
constituyen, en definitiva, el cúmulo de circunstancias desencadenantes de la
hegemonía del capitalismo salvaje, encarnado en el talón de hierro de los
recortes sociales y de las draconianas políticas de austeridad.
Sin
embargo, cabría preguntarse si esta descripción, predominante en las fuerzas
políticosociales sedicentemente progresistas, da cuenta cabalmente de la acerba
realidad vigente: ¿son tales planteamientos adecuados para comprender las
profundas transformaciones de la organización social imperante en las últimas
décadas y el ascenso del complejo financiero-inmobiliario como sector clave del
sostenimiento de la matriz de rentabilidad capitalista?
O,
por el contrario, es necesario escarbar más profundamente en las “entrañas de la bestia” para hallar el engranaje
fundamental del sujeto automático que impele la huida hacia adelante de la
totalidad social regida por la voracidad del capital hacia la acelerada
degradación de los soportes primarios de la reproducción social y del
metabolismo socionatural.
Y,
en ese caso, ¿cuál es la conexión entre esa trayectoria degenerativa del Moloch y la desenfrenada
violencia inmobiliaria que presenciamos en pleno desarrollo?
El
economista Alejandro Nadal nos brinda una de las claves del
trasfondo estructural de esa deriva, camuflada bajo la agresividad de la huida
hacia adelante encarnada en el sufrimiento “necesario” provocado por las
despiadadas políticas neoliberales:
“El
surgimiento del neoliberalismo no es el resultado del triunfo del capitalismo,
como siempre se le ha presentado, sobre todo a partir del colapso de la Unión
Soviética. En realidad, la historia es muy diferente. El neoliberalismo es la
respuesta a un gran fracaso de dimensiones históricas, a saber, la incapacidad
del capital para mantener tasas de ganancia adecuadas”.
La
idea central, que explicaría tal fracaso, es la clave de bóveda de la
formulación marxiana acerca de la principal contradicción interna del modo de
producción capitalista: a medida que avanza la acumulación, debido a la
necesidad impuesta por la dura lucha de la competencia, crece la proporción de
capital constante, mediante las continuas innovaciones tecnológicas ahorradoras
de trabajo, en relación a la fuerza de trabajo empleada en la producción. La
savia bruta que vivifica al “vampiro de trabajo vivo” tiende por tanto a
menguar de forma inexorable a medida que aumenta la productividad y el “puro
empleo de trabajo humano” se vuelve cada vez más superfluo, al menos en los
sectores industriales tradicionales. El propio Marx señala este defecto fatal del
mecanismo básico de la valorización del capital que, al regirse únicamente por
su necesidad compulsiva de autoexpansión, tiende a agotar su propia fuente
nutricia:
“El
capital mismo es la contradicción en proceso, por el hecho de que tiende a
reducir a un mínimo el tiempo de trabajo necesario, mientras que, por otra
parte, pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de toda la
riqueza”.
Las
fuerzas contrarrestantes de este agostamiento progresivo comienzan entonces a
volverse vitales para sostener, con respiración asistida, el ritmo boqueante de
la acumulación capitalista. Y el sector financiero-inmobiliario, a través de
los colosales recursos insuflados por la fábrica de dinero “mágico”, deviene el
fulcro neurálgico del sostenimiento, con respiración asistida, de la menguante
rentabilidad del capital. Las consecuencias que se derivan de este papel
crucial de cataplasma de los males incurables del sistema asumido por la
fábrica de dinero-deuda son empero demoledoras para los mecanismos básicos de
la reproducción social.
Sin
duda se trata, como describen Madden y Marcuse, de una configuración tóxica, en
la que la “buena forma” de hacer ganancias cede terreno ante el avance
incontenible de la extracción de rentas, la deuda “a muerte” y el incremento
especulativo del precio de los activos:
“La
especulación inmobiliaria se convierte en la principal fuente de formación de
capital, es decir, de realización de plusvalía. A medida que disminuye el
porcentaje de la plusvalía total formada y realizada por la industria, aumenta
el porcentaje creado y realizado por la especulación inmobiliaria y la construcción”
El
geógrafo Neil Smith, uno de los primeros estudiosos del fenómeno de la
gentrificación, resalta el trasvase masivo de
capital hacia el “entorno construido”, a partir de la crisis crónica iniciada
en los años 70:
“Cuando
la tasa de beneficio en los principales sectores de la industria comienza a
caer, el capital financiero busca un escenario alternativo de inversión, un
escenario en el que la tasa de beneficio permanezca comparativamente alta y
donde el riesgo sea bajo. Precisamente en este punto, tiende a producirse un
incremento del flujo de capital hacia el entorno construido”.
Y
la renovada maquinaria de generación del fluido vital del «sujeto
automático» capitalista estaba lista para cumplir su cometido. El
economista marxista Costas Lapavitsas, autor del texto “Beneficios sin
producción”, describe el desacople de las finanzas modernas del capital
productivo y su decantación “hasta el paroxismo” hacia el sector
inmobiliario-especulativo:
“La
actual banca comercial ha tendido a desacoplarse de la financiación del capital
productivo para potenciar hasta el paroxismo el crédito hipotecario, el crédito
al consumo y los préstamos garantizados por las acciones empresariales (para
fusiones, adquisiciones, y tomas de control de otras empresas)”.
La
creciente relevancia de esta explotación secundaria, generada mediante la
“cadena de oro” de la deuda por la banca privada y suplementaria a la sufrida
en el mercado laboral, constituye en definitiva el rasgo principal del carácter
acusadamente depredador del capitalismo desquiciado.
Una
configuración semejante agudiza asimismo la fractura social existente entre, de
un lado, los que, gracias a su condición de beneficiarios de rentas
financieras, de bienes raíces o de fondos de pensiones, disfrutan de tiempo
libre y de las condiciones necesarias para apropiarse de los “frutos de la
ciencia y la civilización”; y, del otro, los que están condenados a consagrar
una fracción creciente de su tiempo a trabajar como “bestias de carga” para
sufragar las exacciones financieras.
La
aberrante matriz de rentabilidad del sistema económico imperante, propensa a
convulsiones cada vez más violentas, tiene pues su fundamento medular en el
mecanismo de generación de dinero-deuda del «puro aire“ a cargo de la
banca central y comercial. Todo el castillo de naipes de titulizaciones hipotecarias -las hipotecas se originaban en
los bancos, pero no se mantenían en sus balances, sino que se esparcían por la
nebulosa del casino financiero global-, que colapsó con estrépito durante la
hecatombe de 2008, se basó en este mecanismo de generación de deuda ex nihilo. Tal es el engranaje
oculto del precario andamiaje que sostiene la estructura económica terciarizada
e improductiva de los países “civilizados avanzados”.
El
dispositivo resulta de una sencillez exorbitante. Los bancos crean deuda para
financiar la actividad económica –actualmente, el 96% aproximadamente del
dinero circulante– mediante anotaciones electrónicas, sin necesidad de que
exista un ahorro preexistente, como reza el discurso difundido por la ortodoxia
neoclásica y toda la vulgata periodística legitimadora del statu quo. Es decir, los
créditos crean los depósitos, y no a la inversa. He aquí el grandioso -y, a la vez, pasmosamente
sencillo- mecanismo de propulsión de la vorágine especulativa que sostiene el
colosal entramado financiero-inmobiliario.
La
generación e inyección del dinero-deuda en las venas de los flujos económicos,
a cargo de las instituciones que tienen el poder monopolístico para fabricarlo
y para enchufar su caudal ilimitado de liquidez hacia la revalorización de los
activos financiero-inmobiliarios, constituye en definitiva la esencia del
ejercicio del poder social en nuestras sociedades “civilizadas avanzadas”.
Los
datos recolectados en 14 países de la OCDE revelan una cifra demoledora: si en
la primera década del siglo XX dos tercios de los créditos bancarios en los
países avanzados se dirigían hacia las empresas, hoy, esos dos tercios se
dirigen a la compra de propiedades inmobiliarias.
La
banca funge pues como la planificadora de la actividad económica, potenciando
la formación de burbujas, el crecimiento exponencial de la deuda global y el
descomunal casino financiero de apuestas especulativas que constituye la banca
en la sombra.
Según
los datos recogidos por el sociólogo Emmanuel
Rodríguez, “en 1994 el volumen total de los préstamos hipotecarios de la banca española
ascendía a 24.000 millones de euros. Trece años más tarde, en 2007, la cantidad
ascendía a 300.000 millones. Es decir, para el conjunto del periodo 1994-2007,
las cifras de endeudamiento hipotecario se multiplicaron por doce”.
Tengamos
en cuenta asimismo que el préstamo hipotecario es un producto totalmente
fraudulento, un dispositivo pseudolegal puramente confiscatorio que no merece
siquiera el nombre de “préstamo”, ya que tal operación exigiría una renuncia de
riqueza por parte del prestamista, que en este caso obviamente no se produce.
Veamos el extravagante mecanismo un poco más de cerca: a cambio del supuesto
préstamo, el banco recibe un activo real en prenda del pago –la garantía
hipotecaria, generalmente la vivienda– que incorpora a su balance. A
continuación, se crea la obligación de devolver el principal del préstamo más
los intereses, un producto financiero creado por la entidad bancaria del “puro
aire”, con una simple anotación electrónica en la cuenta corriente del ignaro
prestatario. Incluso la fijación del tipo de interés -el
tristemente famoso Euríbor- se basa en un cálculo arbitrario, en el que el
oligopolio bancario se saca “de la chistera” -con la connivencia del capo di tutti capi de Frankfort-
los datos de las transacciones que se incorporan al cálculo del tipo de interés
aplicado a las hipotecas de millones de incautos deudores. Un margen comercial
sin duda extraordinario: es tan colosal el expolio y está tan bien escondido
que casi resulta hermoso.
En
un país donde aproximadamente el 7 % de los hogares, alrededor de 1.200.000
familias, perdieron su vivienda -la gran mayoría debido a durísimos procesos de
ejecución hipotecaria que acabaron en desahucios- tras la crisis devastadora
iniciada en 2008, la constatación de la condición intrínsecamente fraudulenta
del préstamo hipotecario resulta demoledora.
Toda
la formidable “potencia de fuego” de una maquinaria semejante se abalanzó, en
fin, presta a devorar el suculento filón que representaba el sector
inmobiliario.
La mercancía fake
“El
concepto tradicional de equilibrio de la oferta y la demanda no es relevante
respecto de la mayoría de los problemas que se refieren al sector de la
vivienda en la economía. Estas cosas que llamamos suelo y vivienda son
aparentemente mercancías muy diferentes, que dependen sobre todo de los
intereses y del poder relativo de los grupos concretos que operan en el
mercado”
David
Harvey
La
metamorfosis esbozada hacia la conversión de la revalorización de los activos
financiero-inmobiliarios en el núcleo del sostenimiento de la rentabilidad del
capital conlleva asimismo, como destaca el urbanista Agustín
Cócola, un cambio radical en el papel socioeconómico del “entorno urbano
construido”:
“De
este modo, se acelera el cambio hacia una nueva fase de desarrollo capitalista
en la que la ciudad adquiere un papel clave como centro de acumulación de
capital. La ciudad deja de ser un lugar donde localizar actividades productivas
y pasa a ser una mercancía fundamental para crear oportunidades de beneficio:
es el cambio de la producción en el espacio a la producción del espacio”.
El
filósofo Henri Lefevbre, probablemente el más influyente teórico del fenómeno
urbano moderno, señala el papel clave que desempeña
la ciudad -o lo que de ella queda- como soporte de la nueva matriz de la
acumulación:
“La
ciudad (lo que de ella queda o en lo que se convierte) es más que nunca un
instrumento útil para la formación de capital, es decir, para la formación, la
realización y la repartición de la plusvalía. El inmobiliario y la construcción
dejan de ser un circuito residual, una rama anexa y retrasada del capitalismo
industrial y financiero para situarse en primer plano de la nueva matriz de
acumulación”.
Pero
la expansión del denominado “circuito secundario de acumulación”, potenciada
por la gigantesca manguera de liquidez de los demiurgos del dinero-deuda, no
representa únicamente la cataplasma idónea contra el declive acelerado del
empleo y de la tasa de ganancia en los sectores productivos. Su papel como
propulsor de la demanda efectiva, a través de la revalorización de los activos
inmobiliarios, es asimismo esencial, como expone Jacobo Abellán, para
sostener la marcha de la reproducción ampliada del capital y para paliar la
crisis de demanda causada por el crónico estancamiento salarial:
“La
vivienda, como un ‘almacén de valor’ intercambiable, proveería de un ‘fondo de
demanda’ cuando otros recursos, financieros o no, se ‘secan’, es decir,
disminuyen o dejan de estar disponibles. Unos precios elevados de la vivienda
se traducirían en un aumento de la riqueza de los hogares propietarios, tanto
para aquellos hogares que venden su vivienda durante ese periodo, que obtienen
un beneficio cuantioso, como para aquellos que permanecen en ella, que ven como
su vivienda se revaloriza. Un aumento en sus niveles de riqueza favorecerá
asimismo sus expectativas de consumo, lo que empujará a la compra de nuevos
bienes y servicios, favoreciendo por tanto un incremento de la demanda efectiva
y la reactivación de la circulación de capital”.
Emmanuel
Rodríguez define esta configuración tóxica, amén de generadora de crecientes
cotas de desigualdad, como un “keynesianismo financiero”, sostenido por el
“almacén de demanda” que representa el valor astronómico del patrimonio
inmobiliario -un 70 por ciento de la riqueza generada en España en el último
medio siglo-:
“La
única solución eficaz al problema de la demanda ha sido su recomposición por la
vía financiera, que es lo que aquí llamamos keynesianismo financiero o de precio de activos”.
Si
la “sociedad de activos” se ha convertido en el rasgo característico de la
patológica estructura económica vigente y la extracción de rentas y la
revalorización inmobiliaria representan el sustento esencial de la actividad
económica y del sostenimiento artificial de la demanda de consumo, ¿cuáles son
las implicaciones de esta transformación radical de las fuentes de generación
de la riqueza social? ¿qué consecuencias tiene que un bien básico para la
subsistencia cotidiana y la reproducción social se convierta en el núcleo de la
matriz de rentabilidad del capital y en el principal “tesoro” personal y
familiar, cuya obtención justifica todos los desvelos y sacrificios
imaginables?
Sin
duda se trata de una metamorfosis revolucionaria de la estructura económica,
cuyos fundamentos contradicen de raíz los rasgos presuntamente definitorios de
un capitalismo “saludable”. La etapa crepuscular del sistema de la mercancía
subvierte pues radicalmente los principios basales de la economía política
clásica.
El
objetivo de una política económica “progresista” era, según John Stuart Mill,
“liberar las economías de los inmerecidos ingresos por alquiler y los
crecientes precios del suelo de los que los propietarios se benefician mientras
duermen”.
La
renta era el término que designaba el ingreso que no tiene contrapartida en los
costes de producción y cuya generación no requiere de ningún desembolso
directo. Se trata por tanto de “ingresos no ganados”, obtenidos únicamente
gracias al ejercicio de las prerrogativas que otorga un título de propiedad. A
diferencia pues de las otras dos clases sociales -empresarios y trabajadores-,
los terratenientes detraen una parte del producto social sin realizar ningún
esfuerzo productivo ni “mancharse” con la explotación del trabajo humano.
El
insigne John Maynard Keynes, sin duda el economista más influyente del siglo
XX, consideraba la renta como un ingreso
parasitario, que no recompensa ningún sacrificio “genuino” y que únicamente se
funda en la explotación de la escasez de un bien necesario:
“Hoy
el interés no recompensa de ningún sacrificio genuino como tampoco lo hace la
renta de la tierra. El propietario de capital puede obtener interés porque
aquél escasea, lo mismo que el dueño de la tierra puede percibir renta debido a
que su provisión es limitada”.
Sin
embargo, frente a la optimista prognosis keynesiana, acerca de la progresiva
“eutanasia del rentista” y la transición paulatina hacia un capitalismo libre
de elementos parasitarios, lo cierto es que el resultado ha sido más bien el
contrario:
“Veo,
por tanto, el aspecto rentista del capitalismo como una fase transitoria que
desaparecerá tan pronto como haya cumplido su destino, y con la desaparición
del aspecto rentista sufrirán un cambio radical otras muchas cosas que hay en
él”.
Huelga
decir que lo que el ilustre prócer consideraba una de las “características
francamente objetables” del capitalismo y una rémora para la reproducción
saludable de la organización social supone hoy el núcleo principal de la
generación de riqueza de todas las economías “avanzadas”. Resulta imposible
exagerar las implicaciones del desplazamiento descrito. La conversión del
“espacio construido” en la fuente primordial de extracción de riqueza social,
mediante la continua explotación del territorio urbano -véase, sin ir más
lejos, el peso formidable del sector turístico en la economía española- y la
revalorización de los activos inmobiliarios, penetra hasta el corazón de los
mecanismos básicos de la reproducción social. De este modo, la desposesión de
las clases populares se basa en un bien de primera necesidad, cuyas
características están, para más inri,
en las antípodas de cumplir con las reglas del sacrosanto libre mercado.
¿Cuáles
son los rasgos de esta mercancía fake,
que la convierten en la antítesis de un bien “perfectamente competitivo”,
situándola más bien en el centro de una dinámica extractiva, en la que el poder
social se ejerce mediante el monopolio privado de un bien del que nadie puede
prescindir?
El
hecho cierto es que, como señala el geógrafo Ricardo Gasic,
la vivienda no es en absoluto una mercancía al uso sometida a los asépticos
vaivenes de la ley de la oferta y la demanda:
“En
un estudio de larga data titulado No
Price Like Home -No hay otro precio como el de la vivienda-, se
demuestra que entre 1870 y 2010 no existe ninguna otra mercancía que incremente
su precio sostenidamente como la vivienda, al menos en las grandes economías
nacionales de los países avanzados”.
¿Cómo
es posible que un bien que se deprecia -se estima que la vida útil de una
construcción ronda los setenta años- con el uso pueda encarecerse casi hasta el
infinito? ¿Qué es lo que explica esta insólita anomalía?
Si
atendemos a la “música celestial” de la ortodoxia neoclásica, un incremento de
la oferta de vivienda debería producir automáticamente un descenso del precio.
De hecho, ese es el mantra que no cesa de recitar la legión de supuestos
“expertos” que pulula por las tribunas académicas y los mass media, ante la dramática
situación actual de aguda crisis de “asequibilidad” en el acceso a la vivienda.
Sirva como botón de muestra del “exquisito rigor” de semejante planteamiento el
siguiente dato demoledor que proporciona Rodríguez: “Entre 1995 y 2007 se
construyeron en España alrededor de siete millones de viviendas y el precio de
los inmuebles se multiplico casi por tres”.
El
discurso ortodoxo, que considera la vivienda como un bien de mercado cualquiera
-cual si de una barra de pan o de una lavadora se tratara-, sujeto por tanto al
ajuste automático hacia el precio y la cantidad de equilibrio, deforma
intencionadamente las características únicas que distinguen radicalmente al
sector inmobiliario de un mercado convencional.
Dado
que la vivienda urbana está fijada para siempre al terreno construido, no se
puede entender el carácter claramente confiscatorio del mercado inmobiliario
sin atender a la relevancia de la renta del suelo en el conformación del precio
de la vivienda, tanto de compra como de alquiler.
Como
explica David Harvey, el geógrafo
marxista más influyente de las últimas décadas, el suelo es una mercancía
artificial, más próxima a un activo financiero que a un producto mercantil al
uso:
“El
suelo no es una mercancía en el sentido más corriente de la palabra. Es una
forma ficticia de capital que deriva de las expectativas de futuras rentas”.
El
propio Harvey resume los rasgos espurios de esta
mercancía fake, que
solo el troquel de la valorización del capital convierte en un producto
comercializable, alterando radicalmente los requisitos de un mercado
teóricamente competitivo:
“El
suelo y sus mejoras tienen una localización fija. Esta localización absoluta
confiere privilegios monopolistas a la persona que posee el derecho a
determinar el uso de dicha localización”.
La
determinación de la renta del suelo, clave para la formación del precio de la
vivienda, se realiza, por tanto, como señala asimismo Rodríguez, en base a las
expectativas de ingresos futuros, obtenidos en base al monopolio fundado en la
propiedad privada:
“Las
rentas del suelo surgen del dominio monopolista de una mercancía ficticia, sin
costes de producción, que descuenta permanentemente los precios futuros de la
producción inmobiliaria o agrícola. Se suele sostener, con razón, que los
precios del suelo no son otra cosa que el precio anticipado de las edificaciones
que se van a construir en él”.
He
aquí pues la clave, en palabras de Javier Moreno Zacarés,
de la capacidad cuasiinfinita de maximización de las rentas inmobiliarias:
“El
rentista puede prestar el activo temporalmente, extrayendo renta en forma de
pagos de alquiler (rentas
literales), o vender el activo para canjear pronto ingresos
futuros, extrayendo renta en forma de un pago a tanto alzado (ganancias de capital)”.
El
propio Zacarés describe la “sustancia del alquiler” como la combinación de dos
flujos diferentes, la renta “absoluta” del suelo y el beneficio “capitalista”
de la construcción, de los cuales el primero predomina abrumadoramente:
“Cuando
una casa queda fijada a una localización particular, asume las propiedades del
suelo sobre el que reposa, en virtud de las cuales este devenga renta. Las
rentas que rinde este alojamiento, sin embargo, serán una combinación de dos
réditos, distintos pero interrelacionados: el rédito derivado de la
deseabilidad del suelo bajo él (renta
de la tierra), más el rédito proporcionado específicamente por su
infraestructura construida (renta
de la construcción). La combinación de estos dos flujos de rentas
forma la sustancia del alquiler”.
Lo
anterior ilustra la falacia que supone la visión ortodoxa del mercado
inmobiliario como un “paraíso” de la libre competencia, amén de poner de
manifiesto los intereses reales que se esconden tras la afirmación de que la
solución a la crisis actual se basa en “aumentar la oferta de vivienda”.
Se
trata, antes al contrario, de una relación profundamente desigual, condicionada
principalmente por el poder diferenciado de los “grupos de intereses” que
intervienen en el “campo de batalla” que representa, fundamentalmente para sus
víctimas, la selva inmobiliaria.
El
problema se agrava además en la situación actual de agudo recrudecimiento de la
violencia inmobiliaria. La resaca de la hecatombe de 2008 ha provocado que todo
el entramado que cimentó la colosal burbuja -construcción, financiación
bancaria y expansión urbanística- haya permanecido, hasta hace muy poco, en un
estado de hibernación, mientras que el alquiler y el sector turístico se
convertían en los nuevos filones de la renovada euforia del “ladrillo”.
De
nuevo Zacarés resalta la enorme asimetría entre las dos partes del contrato de
alquiler y el carácter extractivo de la relación arrendataria:
“Como
hemos visto antes, hay una profunda contradicción entre las funciones rentistas
y residenciales de la vivienda. El conflicto entre las lógicas del rentista y
el residente se hace más evidente en el caso la vivienda de alquiler privado.
En ausencia de un control estricto del alquiler, los caseros buscarán por lo
general maximizar el alquiler de vivienda que extraen de sus propiedades
minimizando los costes operacionales (reparaciones, mejoras) y aumentando los
precios de arrendamiento en función de la demanda, expulsando y sustituyendo
inquilinos en conformidad”.
Lo
anterior se observa gráficamente con un ejemplo práctico estilizado,
extraído de un estudio sobre la Teoría de la Renta realizado por el Sindicato
de Inquilinas de Barcelona, en el que se muestra que el montante arbitrario de
la renta del suelo constituye la mayor parte del precio del alquiler:
“Supongamos
que por un piso en el barrio del Clot pagamos 800 euros. El piso fue construido
en 1950 y desde entonces siempre ha habido inquilinas pagando rentas, por lo
tanto, la construcción está más que amortizada: las inquilinas, con los años,
ya han pagado lo que en su día costó levantar las paredes, el material, la mano
de obra, el beneficio del constructor, etc. Aun así, el piso tiene unos costes
de mantenimiento, pero estos costes son aproximadamente de 100 euros al mes.
Por lo tanto, los restantes 700 euros son un pago que únicamente va destinado
al bolsillo del rentista, sin ningún otro destino. Es lo que sería la renta del
suelo”.
El
venerable “patriarca” del marxismo, Friedrich Engels, autor de un estudio pionero sobre “el problema
de la vivienda”, fundamenta, de forma más teórica, el «misterio» del
alquiler:
“Cuando
se alquila, la vivienda produce a su propietario, en forma de alquileres, una
renta del suelo, el coste de las reparaciones y un interés sobre el capital
invertido en la construcción, incluyendo la ganancia correspondiente a este
capital. Y si, entretanto, el alquiler ha cubierto cinco o diez veces su precio
de coste inicial veremos que esto se debe exclusivamente a un aumento de la
renta del suelo”.
La
renta es, en definitiva, un pago de transferencia monopolística, impuesto por la
relación de poder basada en la propiedad privada. Su magnitud depende en
consecuencia del poder relativo de las partes intervinientes, y será mayor
cuando las condiciones institucionales obliguen a los inquilinos a aceptar
condiciones draconianas. De este modo, la práctica inexistencia de vivienda de
alquiler social en España; la fraudulenta regulación legal del préstamo
hipotecario y la liberalización casi absoluta del contrato de arrendamiento; el
paraíso fiscal que representan los
ingresos por arrendamientos para los afortunados arrendadores, debido a las
suculentas desgravaciones obtenidas en el IRPF; el crecimiento exponencial de
la vivienda de alquiler de temporada y turístico, un sector «salvaje»
en el que la regulación brilla por su ausencia; y, last but not least, la presencia significativa en el mercado
inmobiliario de los ominosos fondos buitres, con sus salvajes prácticas capaces
de “destruir las vidas de la gente”. Todos ellos constituyen los inhóspitos
rasgos del sector que potencian extraordinariamente el poder del arrendador
inmobiliario -sea este persona física o jurídica- en detrimento del desvalido
inquilino, que carece además en la mayoría de los casos de “alternativa
habitacional”, lo que lo convierte en un cliente “cautivo”.
Sin
duda se trata, como resalta de nuevo Harvey, de un “conflicto de clase”:
“En
todos estos casos, el alquiler debe concebirse como una renta absoluta que
recae sobre el poder monopolístico de los terratenientes como clase frente al
poder y la condición colectiva de los inquilinos. Se establece, en pocas
palabras, por un conflicto de ‘clase’ dentro de un área geográfica restringida
(dentro de un espacio absoluto)”.
La ciudad revanchista
“La
ciudad revanchista augura una feroz reacción contra las minorías, la clase
trabajadora, las personas sin hogar, los desempleados, las mujeres, los
homosexuales y los inmigrantes. Se trata de una ciudad dividida, en la que
quienes han resultado vencedores están cada vez más a la defensiva en relación
con sus privilegios, cuya defensa se ha vuelto cada vez más feroz”
Neil
Smith
Emmanuel
Rodríguez describe los deletéreos efectos de la configuración patológica
someramente descrita sobre el tejido social:
“En
términos generales, la financiarización reduplica los efectos de desigualdad de
las antiguas estructuras de clase, a lo que habría que añadir la pesada
servidumbre que conllevan los enormes volúmenes de endeudamiento. Las burbujas
inmobiliarias penetran con mucha mayor profundidad en el tejido social, por la
simple razón de que los mecanismos financieros se insertan, en este caso, en
una mercancía de primera necesidad”.
¿Cuáles
serían las principales consecuencias para la desequilibrada estructura social
imperante y para la posibilidad de construcción de formas renovadas de luchas
populares del carácter cada vez más depredador de los «mecanismos
financieros», caracterizados por la masiva extracción de rentas y de la
“deuda a muerte”?
Los
movimientos sociales urbanos se consideran con demasiada frecuencia, por parte
de los «guardianes de la ortodoxia» revolucionaria, como “asuntos”
separados o subordinados a la lucha de clases tradicional, enraizada en la
explotación y la alienación del trabajo vivo en la producción.
Sin
embargo, la profunda metamorfosis del sistema de la mercancía desde los tiempos
heroicos de la Revolución Industrial exigiría quizás poner en cuestión ese
sagrado principio, reflejado en la rotunda sentencia del patriarca Engels:
“La
penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la pequeña
burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de los
innumerables males menores y secundarios originados por el actual modo de
producción capitalista. Por tanto, se falsean totalmente las relaciones entre
arrendatario y arrendador cuando se intenta identificarlas con las que existen
entre el obrero y el capitalista”.
Si
bien no deja de ser obvio que se trata de dos relaciones “cualitativamente”
diferentes, el hecho cierto es que también, como señala Jaramillo, están
estrechamente relacionadas:
“Si
tenemos en cuenta que la vivienda es un valor de uso indispensable para la
reproducción de la fuerza de trabajo, el monto que el obrero debe pagar por
consumirla debería estar incluido en el monto del salario que recibe”.
Por
lo tanto, el salario debería incorporar el coste de la vivienda y el del
desplazamiento al lugar de trabajo -muy relacionado a su vez con los masivos
procesos de gentrificación que asolan actualmente las urbes neoliberales-. Sin
embargo, esto dista mucho de ser así, ya que la indexación salarial, existente
solo en algunos convenios colectivos, se basa en el IPC, que no incluye la compra de vivienda ni
los intereses pagados al banco, y minusvalora enormemente el alquiler. Así
pues, el coste de la vivienda está prácticamente desconectado del poder
adquisitivo de los asalariados, aunque representa nada menos que casi la mitad
del sueldo medio en España y es, de largo, el “bocado” más relevante de los
ingresos de los trabajadores. Pero incluso existe otra arista más, que vuelve
aún más enrevesado el asunto, ya que la carestía inmobiliaria implica también
un conflicto potencial entre los capitalistas productivos y los rentistas, al
aumentar el valor de la fuerza de trabajo y dificultar gravemente sus
condiciones de vida y rendimiento laboral. Los abundantes ejemplos de la enorme
dificultad -por parte de la patronal de la hostelería e incluso también de la
administración pública- de encontrar trabajadores que se desplacen a las zonas
turísticas de Canarias y Baleares, dados los niveles
prohibitivos del alojamiento, son sólo un botón de muestra de tal realidad.
El
propio Marx destacó, como recuerda Abellán, el concepto de “explotación
secundaria”, como un aspecto clave de la expropiación de riqueza que sufre el
salario del obrero añadida a la explotación laboral:
“El
concepto marxiano de explotación secundaria proviene de su concepto de explotación, con el que quería
explicar la extorsión realizada
por el capitalista para apropiarse de una parte del valor producido por el
trabajador durante la producción sin pagarle un equivalente a cambio”.
En
un contexto en el que la “violencia inmobiliaria” deviene un fenómeno
preeminente en la fracturada estructura social vigente y la arremetida contra
las condiciones de vida de las mayorías sociales resulta más virulenta, parece
por tanto necesario, como señala de nuevo Abellán basándose en Harvey, el replanteamiento
de la estructura canónica del conflicto de clase:
“En
su artículo de 1974 Harvey señala que la dinámica de la urbanización genera dos
tipos de clases sociales:
la clase de los proveedores (promotores inmobiliarios, especuladores y
propietarios/caseros), que poseen el monopolio de la propiedad de los recursos
urbanos y que obtienen una renta por su provisión, y la clase de consumidores
de ese recurso. La renta monopolista de clase sería la tasa de retorno. El lugar del
conflicto también se desplazaría. Mientras en el conflicto capital/trabajo el
conflicto tendría lugar en el ámbito laboral, en el conflicto rentista versus
comunidad, por el contrario, el conflicto tendría lugar dentro del barrio y del
espacio urbano. De la misma forma, el sujeto central de la lucha de clases
sería un sujeto distinto”.
Tales
constataciones suscitan un trascendental interrogante:
¿Hasta
qué punto las luchas por la vivienda y por la defensa del resto de aspectos
relacionados con la reproducción social adquieren, en la realidad vigente, la
suficiente envergadura como para representar el locus principal del
enfrentamiento entre poseedores y desposeídos? El embate en toda la línea de la
voracidad capitalista contra los cimientos de los mecanismos de la reproducción
social, que convierte los bienes básicos como la vivienda en el filón
primordial de la expropiación de riqueza de las clases trabajadoras, produce,
como señala Rodríguez, un desplazamiento paralelo del carácter de las luchas
populares:
“La
lucha por el derecho a la vivienda desplazaba la vieja centralidad del trabajo,
ponía el foco en las garantías a la reproducción social, que habían sido
convertidas en activos financieros. De acuerdo con el viejo léxico marxista, el
lugar de organización —de construcción de una experiencia común— se debe
desplazar así necesariamente de la producción a la reproducción”.
En
el periodo vigente, caracterizado por la preeminencia del circuito secundario
de acumulación, en el que las vetas de obtención de ganancia del capitalismo en
crisis terminal se desplazan de la producción a la circulación, al consumo y a
la vivienda, las nuevas líneas de fractura social deben sin duda reflejar esa
metamorfosis.
El
historiador e intelectual anarquista Miquel Amorós abunda en esa mutación de la
“condición proletaria actual”:
“La
condición proletaria actual se define mejor hoy por las dificultades del
hábitat, reflejo de las cuales son los movimientos provivienda, la lucha contra
los desahucios, las ocupaciones de fincas, los sindicatos de inquilinos y los
conatos de instalación en el campo. El movimiento anarcosindicalista ha de
encabezar la resistencia a la gentrificación”.
Ninguna
conceptualización teórica podrá, en cualquier caso, predeterminar el carácter
futuro de las luchas sociales. Sólo el desarrollo imparable del creciente
conflicto por las condiciones básicas de subsistencia de las clases populares
podrá generar -o, en caso contrario, encaminarnos de forma rauda a la barbarie-
la constitución de nuevos sujetos transformadores, que desafíen el embate
redoblado de los “amos del planeta” contra los fundamentos del metabolismo
social y natural.
La
ciudad neoliberal es, en definitiva, en los términos de Smith, un territorio
“revanchista” y cruel; un campo de batalla polarizado entre la defensa feroz de
los desmedidos privilegios ostentados por los “vencedores”, y la lucha por la
dignidad y la emancipación, mediante los intentos de organización y de
resistencia de los -ojalá que provisionalmente- “perdedores”.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2025/06/11/la-vivienda-como-lugar-de-combate-i/#more-3026
Alfredo Apilánez. Economista y profesor. Autor de varios artículos y trabajos sobre temas relacionados con la economía, principalmente en el ámbito financiero, y del libro Las Entrañas de la Bestia. La fábrica de dinero en el capitalismo desquiciado