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Animales compasivos (a veces)

14 Noviembre 2025 at 16:02

9 de noviembre

Me lee Edurne un pasaje de los diarios de José Miguel de Barandiarán. En él cuenta que al principio de la guerra, en Pamplona, los sublevados llevaban a los rojos a fusilar a la Vuelta del Castillo y, a pesar de que los fusilamientos empezaban a las 6.30 de la mañana, había siempre un público muy concurrido de hombres y mujeres. Un barquillero iba con su ruleta vendiendo el producto a los asistentes, que lo compraban de buena gana, a veces mientras hacían chistes sobre las contorsiones de los desgraciados que no morían al primer disparo.

Me lee precisamente ese pasaje porque en La comedia salvaje, entre muchos disparates inventados y otros documentados, yo conté una escena similar situada a las afueras de Valladolid, aunque allí la venta no era de barquillos, sino de churros. Ni Barandiarán ni yo nos inventamos esos ejemplos de brutalidad.

Y me acordaba también de las familias israelíes que se iban de picnic a un punto desde el que se podían ver los bombardeos sobre Gaza. Y de la lectura reciente de un ensayo de Svetlana Alexiévich, en el que una antigua soldado soviética relata que ella y sus camaradas se alegraban cuando los compañeros violaban a mujeres alemanas, pues lo vivían como una forma de merecida venganza. 

Estoy convencido, por desgracia, de que hechos así se repetirían hoy, también en España si se diesen las condiciones, y que ese comportamiento atroz se daría entre derechistas, católicos, ateos, comunistas, hombres, mujeres… Hay un umbral del odio que, una vez traspasado, descompone cualquier inhibición moral y el ser humano pierde su adjetivo.

A menudo pensamos que la capacidad de compasión es la que nos pone por encima de los animales, aunque esté documentada en numerosos mamíferos, porque durante el proceso de civilización hemos alejado de nosotros la lucha constante por la supervivencia, lo que nos ha permitido empatizar con «el otro» y tener en cuenta sus necesidades (aunque la comprensión de la necesidad ajena y el deseo de satisfacerla también se encuentran en algunos animales). Lo que está claro es que esa pátina que deja la civilización desaparece a poco que la frotemos.

12 de noviembre

Hace tres días pensaba en la brutalidad humana durante las guerras y anoche leo una noticia sobre los ricos que pagaban durante la de la ex Yugoslavia para ir a Sarajevo a matar civiles como si fuesen a un safari. 

Precisamente, estoy viajando por la región en una gira organizada por el Instituto Cervantes –anteayer estuve en Zagreb, ayer en Liubliana, ahora estoy atravesando Eslovenia para llegar a Viena–. Dos profesoras de la Universidad de Zagreb me decían que la ciudad no había sufrido bombardeos tan severos como otras; se lo pregunté porque paseando por la ciudad me había encontrado con que había una cantidad enorme de edificios en obras, también la catedral, y, al menos fuera del centro, muchas casas que parecían abandonadas. No vi orificios de balas ni de metralla que sí se siguieron viendo en Berlín Este durante décadas.

Me explican que muchos de los edificios a los que me refiero quedaron muy dañados por el terremoto de marzo de 2020, que coincidió con la epidemia de coronavirus. Una aguja de la catedral se desplomó sobre el palacio arzobispal. La reconstrucción es muy costosa y avanza despacio. Además, mucha gente no tiene dinero para reconstruir las casas en las que habían vivido. Me pregunto ahora si las ayudas estatales o europeas se dedican solo a la reconstrucción del centro histórico o también a las viviendas privadas sin valor arquitectónico. Espero que también a lo segundo.

(Ahora el tren bordea un río de aguas que parecen limpias, con bancos de guijarros, rocas interrumpiendo el curso del agua, riberas boscosas, y me atraviesa un punzada de pesar que asocio con la sensación de comprobar la belleza con que nos puede recompensar el mundo y el horror que casi todas las generaciones saben producir en él).

En Liubliana he conversado con el escritor Dušan Šarotar, proveniente de una región eslovena en la que los judíos fueron enviados a campos de concentración, ocupada primero por los húngaros y después por los rusos. El moderador –el escritor y traductor Marc Casals– se refirió a los numerosos rasgos que unían la obra de Šarotar y la mía. A pesar de pertenecer a países con historias y experiencias tan diversas, es cierto que se da esa afinidad: la forma en la que afrontamos la memoria y la reconstrucción afectiva de pasados traumáticos, el respeto por los hechos y los documentos, que no deben ser contradichos por la ficción –ambos estamos en contra de los famosos privilegios de la novela y la imaginación a la hora de tergiversar lo sucedido–, el interés por figuras marginales de la Historia…

Leí un par de libros suyos antes del encuentro –intento hacerlo cuando voy a conversar con otro escritor– y ahora me llevo en la mochila un ensayo de Marc sobre Bosnia-Herzegovina; una de las cosas buenas de los viajes como escritor es que te ponen en contacto con realidades con las que apenas te habías rozado previamente y despiertan tu curiosidad por aprender más sobre ellas.

No sé si es cierto que la curiosidad nos mantiene jóvenes, pero a mí al menos me da la impresión de que me permite seguir creciendo, como persona y como escritor. Ojalá no sea un espejismo.

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